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La generación selfie - Carlos Mayoral - Zenda
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La generación selfie

Ignora el director del museo Canova, quizás, que el crimen cometido es parte del encanto que la generación selfie encuentra en toda visita. Vivimos en un mundo donde esta foto cada día cobra más sentido como núcleo de nuestras relaciones, un narcisismo rehogado que necesita dar borrosa cuenta de qué se hace, dónde y en...

Hace unos días saltó la noticia: un turista austriaco, bien adecentado con su cámara, sus bermudas, su camisa abierta hasta el pecho, sus chanclas y su calcetín, paseaba por el museo Antonio Canova, en la ciudad italiana de Possagno, cuando se topó con una estatua de Paulina Bonaparte. Obnubilado con la hermana de le Petit Caporal, el hombre decidió inmortalizar el encuentro con un selfie. Para ello, se sentó en los mismos pies de la estatua, extrajo su móvil con esmero, y con un escorzo poco elegante preparaba ya el retrato con filtro Slumber, perfecto para su red social de cabecera, cuando algo se quebró bajo las posaderas. Al ver la estatua sin pies de la venus napoleónica, al ver esparcido por el suelo el mármol que con mimo talló Canova, el director del museo, Vittorio Sgarbi, entró en cólera clamando justicia. El turista se escaqueó silenciosamente, a día de hoy sigue en paradero desconocido, y sólo la imaginación me permite recrear la escena porque se marchó sin dar testimonio de lo ocurrido.

"La experiencia no tiene sentido si no puede ser restregada debidamente en los stories de Instagram o en el último estado de WhatsApp"

Ignora el director del museo Canova, quizás, que el crimen cometido es parte del encanto que la generación selfie encuentra en toda visita. Vivimos en un mundo donde esta foto cada día cobra más sentido como núcleo de nuestras relaciones, un narcisismo rehogado que necesita dar borrosa cuenta de qué se hace, dónde y en qué momento. La experiencia no tiene sentido si no puede ser restregada debidamente en los stories de Instagram o en el último estado de WhatsApp. Teñido todo de un velo de impostura, deja de importar el presente: puedo estar aquí y ahora, a cuarenta grados caniculares bajo una iglesia románica que no me interesa lo más mínimo, pero el selfie, a ojos de un futuro estático gobernado por servidores con miles de petabytes y abocado al big data, me hará parecer alto, guapo y culto; esta catedral parecerá el Templo de Salomón y el tiempo tórrido e insoportable pasará por viento etesio en Chipre. En este sentido, la inmediatez y el futuro se conjugan en un mismo tiempo verbal de cartón piedra.

"Caigan efigies y coliseos, pueblos y civilizaciones: lo importante es que quedará para la posteridad, en algún servidor remoto de California, la sonrisa perenne de nuestra generación"

Este concepto de generación no incluye a una determinada franja de edad, sino que abarca igual a jóvenes o maduros, mentes adolescentes o provectas. Se adapta más a la forma de vida de este tiempo, donde la imagen vale más que mil palabras y la apariencia más que la realidad. Coincide además con su tendencia al tráfago, al ajetreo, a la necesidad de acumular experiencias sin moraleja, a alimentar a ese homo agitatus que con maestría dibuja el filósofo Jorge Freire en su ensayo Agitación. Algo de todo esto hay en el episodio del turista austriaco y la estatua quebrada: egocentrismo, impostura, apariencia, ajetreo. Aquella modernidad líquida, que decía Bauman, donde la precariedad, la provisionalidad, la novedad y el consiguiente agotamiento se dan la mano, da paso a una liquidez disfrazada de instantánea, una acuosidad a la que intentamos engañar con la falsa quietud del selfie. Caigan efigies y coliseos, pueblos y civilizaciones: lo importante es que quedará para la posteridad, en algún servidor remoto de California, la sonrisa perenne de nuestra generación.

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Carlos Mayoral

Juntapalabras. Mitad machadiano, mitad azorinista. Ha publicado, entre otras novelas, 'Empiezo a creer que es mentira' (2017, Círculo de Tiza, finalista premio Ojo Crítico de Narrativa) y 'Un episodio nacional' (2019, Espasa). @Carlos__Mayoral

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