Recientemente ha muerto Antonio Gala. Hace poco murió Fernando Sánchez Dragó. Observo que en estos años, hace ya bastantes años, está muriendo una generación de escritores que para mí, y seguro que para muchos escritores jóvenes, y autores que ya no son tan jóvenes —estamos dejando de serlo—, fueron importantes, muy importantes. En realidad lo siguen siendo, tal vez ahora más que antes, todavía más.
La escritura permanece. ¿Por qué escribimos? Es una buena pregunta, muy difícil de contestar, al menos de forma completa. Yo creo que escribimos porque la escritura nos completa, nos hace más plenos; continúa el camino abierto por la lectura, por la vida en general. Escribimos porque leemos, sí, en gran medida, porque nos entusiasma la literatura, los libros, los textos, pero yo creo también que escribimos porque vivimos: la escritura continúa el camino abierto por la vida, investiga en él, lo lleva a cotas muy altas, brillantes, o puede hacerlo, lo hace muchas veces.
Muchas veces cuando moría un gran escritor —un querido escritor, al menos para mí, pero también para mucha gente—, yo no podía evitar pensar desde mi condición de pequeño escritor: si no murieran los grandes escritores, nuestros maestros, ya mayores, nosotros los jóvenes no tendríamos oportunidad, no tendríamos hueco. Y lo sigo pensando. Pero la realidad es que nosotros venimos de ellos, que ellos nos han enseñado, nos han animado, deleitado. Cuántas horas he pasado yo con los libros de Cela entre las manos, con los de Umbral, con los de Sánchez Dragó, con las aventuras de Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán, o las palabras mágicas, como imantadas, de Antonio Gala, en mis oídos interiores, los oídos sensibles a la literatura.
Ellos nos hicieron escritores, porque ellos avivaron la llama de nuestra vocación. Pienso que nosotros, los jóvenes y ya no tan jóvenes, o no jóvenes, ya maduros, nosotros ya teníamos esa llama bien viva y existente, pero ellos la mantuvieron entera, e incluso la hicieron crecer. Yo recuerdo, por ejemplo, cuando tenía trece años que para mí fue muy importante el Premio Nobel a Camilo José Cela, y que ese Premio, entre otros muchos estímulos, fue muy importante para mi vocación, esencial. En verdad todos los libros de estos escritores, y de otros que ahora no cito, pero que están en mi corazón —el mismo Antonio Prieto, mi profesor, que murió hace poco—, me hicieron leer y escribir, con gran gozo y con gran pasión, con gran aprendizaje. Cela decía que los escritores, de unas generaciones a otras, nos pasábamos la antorcha de unos a otros, y la imagen es muy gráfica, muy clara, muy luminosa. Para mí la literatura, en efecto, tiene mucho de carrera, veloz, en la que entra la vida y el mundo —como la propia vida, en realidad—, y de luz, de fuego, de luz y fuego que todo lo ilumina y lo hace más bello, si cabe, más profundo, más intenso.
Cela escribió sobre esa carrera de antorchas en un artículo a los jóvenes escritores en ABC que a mí me gusta citar de vez en cuando.
Él murió en 2002. Vázquez Montalbán en 2003, si no me equivoco. Umbral en 2007. Sánchez Dragó y Gala han muerto en este 2023. Prieto murió en 2021. Pero ellos, y muchos otros, no han muerto en vano: nos han dejado el tesoro de sus textos, de sus libros, de sus obras… No exagero lo más mínimo. Para mí lo son, y disfruto de ese tesoro constantemente. Está en mi biblioteca y en mi cabeza, como si recorriera toda mi sangre, mis neuronas, todo mi ser.
Ahora escribo sobre la “generación huérfana” porque intuyo que habrá más gente como yo, más gente que se siente “huérfana”. Huérfana de estos maestros, de estos referentes, padres del oficio… Ellos tuvieron también los suyos. La genealogía literaria es una genealogía humana, y detrás de un texto hay un hombre latiendo, un hombre que escribe para otro hombre, para otros hombres, a veces, más o menos, para sí mismo, en ocasiones exclusivamente para sí mismo. Porque la literatura, sí, tiene mucho de necesidad. Y satisfaciendo esa necesidad íntima, curiosamente, el escritor puede satisfacer la de miles de personas, en su tiempo y en otro tiempo, quizá “fuera del tiempo”.
Aún me quedan “padres del oficio”, muy mayores sin embargo, pero muy vivos. Maestros que siguen escribiendo. Hoy no diré sus nombres, aunque éstos son bastante evidentes a mi modo de ver. A lo mejor sobreviven más tiempo que yo, porque esto de la vida es un misterio —también lo es la literatura, y muy grande—. Sea como fuere sigo disfrutando de sus libros y artículos, de sus palabras lanzadas al viento, de sus enseñanzas y de su amistad.
La “generación huérfana” no lo está del todo, pues siempre nos quedarán estos maestros, en vida y en muerte. Y los que ya se han ido nos han dejando el rico botín de sus obras, de su recuerdo. Cuando leo a Sánchez Dragó, por ejemplo, en sus libros, me parece “oírlo” a él. Y lo mismo me pasa con Antonio Prieto. Por otra parte, nunca he sentido más vivo a Antonio Gala que ahora, en sus obras, porque es en ellas donde siempre ha estado para mí. Todos estos maestros han sido nuestros contemporáneos, nuestros compañeros de vida, pero la literatura, la Literatura —perdonadme que lo ponga con mayúsculas—, entiende más de eternidades, de permanencias. Se mueve en el territorio del “siempre”, dura mucho más que nosotros los hombres, las mujeres, los seres humanos, que garabateamos en ella, a través de ella, nuestras inquietudes, nuestros sueños… La escritura es un instrumento de eternidad, no siempre, pero puede serlo, y esta verdad, esta certeza, la conocemos muy bien los escritores. Los escritores y los lectores. En una hermosa y muy viva alianza.
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