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La fragua del despropósito - Enrique Turpin - Zenda
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La fragua del despropósito

Si alguien piensa todavía que la década que retrata Klosterman dista poco de nosotros para mostrarse con perspectiva, sólo debe leer una de las frases que acuñan el sentido final de este tratado sin nostalgia de una década prodigiosa al borde del colapso. Cuando el autor de El sombrero del malo escribe que “los noventa...

Chuck Klosterman (Minnesota, 1972) sabe hacer muchas cosas bien, pero hay una que hace de maravilla: tiene un don especial para empezar sus libros con una combinación de palabras ganadora. Que cómo empieza Los Noventa: “Los noventa empezaron el 1 de enero de 1990, salvo por el hecho de que, por supuesto, no fue así. Las décadas tienen que ver con la percepción cultural, y la cultura no sabe leer el reloj.” ¡Boom! Luego sigue, y sigue, ya imparable, con la seguridad de que el lector ha picado el anzuelo —sin trampas, con cebo bueno, eso sí—, y da sedal, y suelta hilo, y no recoge hasta que uno no acaba con el último de los nombres del índice onomástico en la cabeza. Y sí, nos ha pescado. A esas alturas ya importa poco. Dice la ley natural de la cadena trófica que el pez grande se come al chico, pero aquí es al revés; el lector ha devorado un pez inmenso, no es otra cosa el libro de Klosterman, que llega después de Pégate un tiro para sobrevivir (Random House, 2005), Matarse para vivir (Es Pop, 2019) y el que me cazó a mí, el desternillante, freaky y documentadísimo Fargo Rock City (Es Pop, 2011).

Si alguien piensa todavía que la década que retrata Klosterman dista poco de nosotros para mostrarse con perspectiva, sólo debe leer una de las frases que acuñan el sentido final de este tratado sin nostalgia de una década prodigiosa al borde del colapso. Cuando el autor de El sombrero del malo escribe que “los noventa no fueron una buena época para los que aspiraban a ser algo. Lo peor que podías ser era un vendido, y no porque venderse quisiera decir que había dinero de por medio. Venderse quería decir que necesitabas ser popular, y cualquier deseo explícito de aprobación bastaba para demostrar que eras lo peor.” Cuando escribe eso, digo, ya no cabe duda de que la idea se torna necesidad. Hay que explicar el eslabón perdido entre aquel desinterés hacia el éxito convencional frente al culto a la invención de la personalidad digital y el deseo warholiano de convertir la popularidad en moneda de éxito a cualquier precio. Sí, fue el final del siglo XX —que trajo consigo como regalo el final del apartheid—, y todavía venía acompañado de aquel poso humano de imaginar que controlábamos la tecnología, y no que la tecnología nos controlaba a nosotros. El advenimiento de la Era de Internet estaba al caer, qué tiempos.

"Todavía era una década en la que la televisión resistía como herramienta para explicar el mundo"

En medio de todo ello, una prosa escalpélica que ahonda en los lugares comunes para desmontarlos mediante un discurso que se envuelve en los ropajes del crítico consolidado para dinamitar desde dentro conciencias y falsas seguridades, con la idea de reforzar la constatación de que es en el pensamiento múltiple, esquinado y lateral donde caben todas las respuestas, o bien donde es posible que surjan las preguntas pertinentes para el análisis de una época que vale como análisis final de todo un modo de enfrentarse a lo que acontece. A aquel mundo del que hace ya más de treinta años. Entonces, el adjetivo de moda era postmoderno, lo eran los productos cinematográficos, las muñecas, los relojes, el arte de masas y el de culto, lo era, en fin, el mismo adjetivo postmoderno. En medio de todo ello, el moderno convertido en postmoderno se iba al videoclub y daba palio al renacer del cine independiente y, en otro ámbito escénico, a la propuesta inesperada pero programada de incrementar exponencialmente el volumen del arte de consumo manufacturado para desembocar en un mundo donde lo natural quedaba totalmente reemplazado por la virtualidad de la producción artística consumida con modos de merchandising. Es como cuando Jorge Javier Vázquez se deja caer del guindo al confirmar que el progreso no siempre circula hacia delante, que también se da el caso, al que asistimos desde muchos ámbitos, en el que va para atrás. Como en el cambio de paradigma que significó la llegada generalizada de Internet, también aquí sólo los boomers y la Generación X experimentaron esa transformación democrática a priori en directo. Y hablando de directo, todavía es una década en la que la televisión resistía como herramienta para explicar el mundo, y, sobre todo, para explicarlo mientras toda la sociedad recibía al unísono la imagen y la glosa de lo que se fraguaba en cada segundo, desde el juicio a O. J. Simpson al escándalo Lewinski o las consecuencias del Efecto 2000.

"Con Los Noventa, Klosterman no glosa, disecciona, hiere con elegancia porque en medio del juego interpretativo, nos ha quitado la venda de los ojos"

Un libro que se lee con la banda sonora del Nevermind de Nirvana en la cabeza (la idea musical de la versión adaptada a todos los públicos de una ideología contracultural) pero que se degusta mejor si en la lista de reproducción personal están también presentes Pearl Jam, Pixies, Sonic Youth, Garth Brooks, New Kids on the Block, Lenny Kravitz, Ice-T y sus Body Count, Red Hot Chili Peppers, Busta Rhymes, Roy Hargrove o D’Angelo, así no se hacen trampas.  Chuck Klosterman, tan fino en sus análisis, tan audaz en sus argumentos, perspicaz y risueño a un tiempo, yerra sólo en una cosa, con permiso: “Una persona nacida en el siglo XXI no es capaz de entender por qué alguien pagaría 13,25 dólares por doce canciones preseleccionadas que solo podían reproducirse en un aparato electrónico concreto de gama alta sin ninguna otra función. Sobre todo porque ahora es posible acceder al instante y desde cualquier lugar del mundo a gran parte de la música existente por menos de diez dólares al mes”. Y decimos que yerra porque hoy un componente de la Generación Z se gasta mucho más que esos dólares o euros en un disco de vinilo que ha acabado convertido en codiciado objeto de lujo, en material de atrezzo para instagramers, en paradigma de glamour, cuando no en fetichismo puro por culpa de la moda retromaníaca. Pero nunca dijimos que el bueno de Klosterman fuera infalible. En solidaridad con este ensayo ejemplar, diremos que también nosotros comprábamos elepés en los noventa a precios desorbitados pensando, sin que nos llegara el hálito de la estafa, que seguían hechos de polivinilo cuando estaban hechos de policarbonato. Si es que no hay quien se escape del timo perpetuo. Tampoco podemos huir de aquella década previa al nuevo siglo. Con Los Noventa, Klosterman no glosa, disecciona, hiere con elegancia porque en medio del juego interpretativo, nos ha quitado la venda de los ojos, nos ha devuelto al camino para acabar por decirnos que hemos perdido el control de lo que hemos construido, pero que hubo un tiempo en el que lo de hoy iba fraguándose. Los Noventa es el libro que lo cuenta. Indispensable.

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Autor: Chuck Klosterman. Título: Los Noventa. Traducción: Ana Camallonga. Editorial: Península. Venta: Todostuslibros.

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Enrique Turpin

Sabadell, 1970. Filólogo y crítico musical. Secretario General de la Asociación Española de Críticos Literarios (AECL). Redactor de la ya extinta Cuadernos de Jazz y de Allaboutjazz.com. Editor y antólogo de narrativa hispánica. Su última edición es Besos a la luz de la lona. Historias de boxeo (Demipage, 2016). Ha ejercido la crítica literaria, entre otros medios, en El Periódico de Cataluña y La Vanguardia.

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