Discurso leído el 26 de noviembre de 2022 en el acto institucional organizado por el Ilustre Colegio Oficial de Farmacéuticos de la Provincia de Jaén con motivo de la festividad de su patrona:
Nací a dos tiros de honda de la catedral de Jaén. Desde la azotea de mi casa la veía sobrevolando tejados, con sus dos torres como cohetes dispuestos a ser lanzados al cielo desde un Cabo Cañaveral enclavado entre olivos. Crecí entre los metros cuadrados y cúbicos de una biblioteca de literatura e historia, y desde pequeño me acostumbré a ver a mis mayores con una novela histórica entre las manos, de modo que su lectura, andando el tiempo, se convirtió para mí en una pasión, en un viaje al pasado con un billete de vuelta al presente.
Como de chico era muy mandadero, me daban una talega de tela y me enviaban a comprar a las tiendas de ultramarinos del casco antiguo y al mercado de abastos de San Francisco —la plaza—, y también me encomendaban ir a la farmacia. Desde entonces, las boticas me dejaron prendado. Me fascinaba ver los albarelos alineados en los estantes, todos ellos de cerámica blanca y con misteriosos nombres en latín que designaban las plantas y sustancias medicinales que un día contuvieron. Me gustaba la tranquila sensación de tiempo detenido, el olor remansado a medicinas, el brillo satinado de la madera y el tacto frío de las mesas de mármol que servían de mostrador. Pero lo que más despertaba mi curiosidad era atisbar la rebotica, la habitación trasera donde la generación de mis abuelos había hecho tertulia. Aquella pequeña dependencia que yo entreveía era el laboratorio para elaborar medicinas, algo que afiebraba mi imaginación de lector de novelas de Julio Verne, pues me encantaba observar la balanza de precisión, las pipetas y las redomas de vidrio.
A veces compraba alcohol de romero con el que mi abuela se daba friegas en las piernas para activarse la circulación sanguínea, y aquel aroma a fresca serranía metido en un bote me gustaba aún más que el de la canela molida que compraba en los almacenes El Pósito. Más tarde supe que, en la Edad Moderna, el alcohol de romero, denominado agua de Hungría, era un popular remedio recetado por los médicos para combatir la viruela. Vinculé la historia y la literatura con las boticas, convertidas para mí en los modernos centros de alquimia, y desarrollé predilección por leer historias donde las farmacias cobrasen protagonismo.
Al igual que tenemos un médico de cabecera, también tenemos escritores de cabecera. Álvaro Cunqueiro es uno de los míos. Como hijo de farmacéutico asistió —primero de polizón y luego como invitado— a muchas tertulias en la rebotica de la farmacia paterna en Mondoñedo, y en recuerdo de aquello escribió Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, un libro que, como todos los suyos, es una recreación histórica y fantástica de una Galicia medieval y contemporánea, de tipos populares y de personajes legendarios, de hombres y mujeres que hacen uso de conocimientos científicos y de remedios tradicionales para curar los males del cuerpo y del alma. Pero por encima de todo, el libro es un homenaje al oficio que, con una vocación parecida a la del sacerdocio y con talante humanista, ejerció su progenitor.
El estadounidense Noah Gordon obtuvo un resonante éxito con su novela El médico, ambientada en la Alta Edad Media y convertida en best seller mundial. Gordon, un periodista especializado en temas de divulgación médica, publicó sus artículos durante muchos años en el Boston Herald, visitaba constantemente los hospitales de Massachusetts y en su permanente contacto con galenos y boticarios, tomó conciencia de que la medicina era una suerte de religión, una entrega a la humanidad. Un día quiso tentar a la suerte como novelista y escribió el libro que ha despertado miles de vocaciones sanitarias desde hace más de treinta años. En él, Rob Cole, un joven inglés de origen humilde, al ser consciente de poseer un don sobrenatural para la sanación, decide estudiar medicina, emprendiendo un largo viaje hasta la exótica Persia, una de las cunas de la ciencia médica de la época, donde se convertirá en discípulo del célebre Avicena, el cual lo instruirá en unas artes de la curación indisolublemente unidas a la práctica de la farmacopea. Al igual que le sucede a muchos superventas El médico fue adaptada al cine, pero también se transformó en un musical, estrenándose hace tres años en los escenarios madrileños con un llenazo de público.
La realidad supera muchas veces a la ficción, y en todo caso, la literatura siempre crece en el suelo fertilizado de la realidad. Y si no me creen, escuchen.
Verano de 1808. Guerra de la Independencia. El 19 de julio acontecerá en Bailén una batalla en la que, por primera vez, será derrotada la invicta infantería napoleónica. Entre tanto, los días 1, 2 y 3 de julio, bajo un habitual calor infernal, la ciudad de Jaén librará unos duros combates contra los imperiales, luchándose casa por casa en varios barrios hasta que el enemigo ceje en su empeño y huya. Durante la retirada, unos soldados franceses asaltarán la farmacia de Manuel Rueda en la calle Hurtado, descubrirán varias redomas con víboras que el farmacéutico tenía para elaborar medicamentos homeopáticos, destruirán a posta los recipientes y las serpientes venenosas, liberadas, sembrarán el pánico en la barriada de San Ildefonso hasta que posteriormente otro boticario, Bernardo Vasallo, se dedique a capturarlas vivas, devolviendo la tranquilidad a los vecinos y siendo felicitado por la Junta Suprema.
A lo largo de la Edad Moderna y Contemporánea, las cofradías jiennenses regían numerosos hospitalicos, es decir, pequeños sanatorios o minúsculos asilos de ancianos donde se alojaba a cofrades y a indigentes, proporcionándoles alimento y cuidados médicos básicos. La dieta básica consistía en caldo de gallina, legumbres, tasajos de carne y licores finos, y existía un botiquín con medicinas suministradas por los farmacéuticos, donde nunca faltaba la célebre triaca cordial, un compuesto utilizado de manera polivalente para las dolencias cardiacas, las enfermedades epidémicas y las mordeduras de animales venenosos.
Detalles de ese tipo los empleo para la documentación de mis novelas, en las que a veces doy vida a galenos, cirujanos y barberos, pero también a farmacéuticos que, a la vez que dispensan medicamentos reparten rosquillas de San Blas, la popular medicina religiosa que aliviaba los males de garganta y prevenía contra la difteria, enfermedad infantil conocida en el pasado como garrotillo porque asfixiaba paulatinamente a los niños, como si les aplicasen la pena del garrote.
Así, en mis libros La cofradía de la Armada Invencible y Tiempos de esperanza, tiene cabida la sabiduría sin alharacas de unos boticarios cuyos mancebos venden grageas y sobrecitos con polvos a los clientes. Cuando escribía una de ellas me acordé de que el príncipe Juan —hijo de los Reyes Católicos llamado a heredar ambas coronas—, murió con diecinueve19 años al poco de casarse, diciendo las malas lenguas que como consecuencia del ardor sexual incrementado por la ingesta de afrodisíacos. Curiosamente, la muerte de su padre, el rey Fernando de Aragón, también sería achacada por el pueblo llano al consumo desmedido del monarca por las sustancias afrodisíacas, que a comienzos del siglo XVI no eran pastillas azules, sino brebajes realizados con testículos de toro y mosca cantárida o española. Por eso en Tiempos de esperanza quise que el farmacéutico estuviese confeccionando en la rebotica un afrodisíaco a base de piedra tarmicón, la cual era molida y mezclada con aceite para untar el miembro viril, ungüento legendario que, al parecer, en la Edad Media, era mano de santo.
El ubetense Jesús Maeso de la Torre, en su novela El sello del algebrista, destaca la figura del farmacéutico a través de un anciano monje herborista del monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca. En la obra, situada en el siglo XIV —cuando la peste negra—, es fundamental la ciencia medicinal transmitida por los conventos medievales europeos, que ejercieron de puente con los centros del saber médico de Oriente.
También Antonio Pérez Henares, en Cabeza de Vaca, destaca la faceta boticaria de su protagonista, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que en su largo y tormentoso periplo conquistador en el Nuevo Mundo a comienzos del siglo XVI, sobrevivió gracias a sus conocimientos de la farmacopea silvestre, por lo que los indios lo convirtieron en chamán y lo denominaron «el hombre medicina».
Y ahora, de repente, una música de oboe se me ha colado en el corazón. La Misión constituye una doble obra maestra: cinematográfica y musical. La banda sonora que compuso Ennio Morricone es perfecta para la historia de los tozudos, leales e idealistas jesuitas que fundan una pequeña misión religiosa en la selva amazónica. La película, basada en una novela histórica, muestra de qué pasta estaban hechos esos hombres que, en plena selva, crearon una utopía que funcionó durante siglo y medio y que, ante todo, respetó las Leyes de Indias y defendió el imperio español contra sus enemigos en tierras americanas. Pues bien, aquellos jesuitas recibían formación farmacéutica. En las reducciones jesuíticas cultivaban con mimo un huerto de plantas medicinales para elaborar los medicamentos con los que curaban a los indios, pero además, produjeron en sus laboratorios el primer medicamento moderno para combatir con éxito la malaria: la quinina.
El Colegio San Pablo de Lima, fundado por la Compañía de Jesús en 1568, estaba dotado de un avanzado laboratorio farmacéutico, y los jesuitas españoles, en sus investigaciones sobre el árbol de la quina, descubrieron sus formidables propiedades para rebajar la fiebre y aminorar el temblor producido por la malaria, una enfermedad endémica en latitudes tropicales. Ellos obtuvieron quinina a gran escala y la exportaron a Europa, por lo que este milagroso medicamento, conocido como «la corteza jesuítica», fue muy bien acogido en los países católicos, no así en los protestantes, que recelaron durante algunas décadas de la ciencia de los hijos de San Ignacio, hasta que, vencidos por la evidencia, se tragaron el orgullo e incorporaron la quinina a sus botiquines para tratar el paludismo. Por muy contumaz que siga siendo la leyenda negra, lo cierto es que en la Revolución Científica del siglo XVII, la Farmacia hispánica ocupa un sitio en el podio.
El autor jiennense más internacional, Juan Eslava Galán, conocía bien la tradición herbolaria española cuando ganó el Premio Planeta con En busca del unicornio, la extraordinaria novela que relata la aventura, o mejor dicho, la desventura de la expedición que, por mandato del rey de Castilla Enrique IV el Impotente, parte de Jaén hacia África para cazar un unicornio, a cuyo mítico cuerno se le atribuía la propiedad de curar la impotencia. Entre los expedicionarios figuraba Fray Juan de Monserrate, un fraile gordo de buen carácter tocado con sombrero de paja que, en el huerto de su convento segoviano, cultivaba hierbas medicinales. El bueno de Fray Juan se detendrá en los caminos para buscar hierbas y raíces, secarlas al sol y echarlas en su talega de lino, y su planta favorita será la verbena, con cuya tisana curaba las llagas y heridas, purificaba la sangre y embellecía la piel de sus pacientes.
La novela que populariza mundialmente la figura del boticario es El nombre de la rosa, de Umberto Eco. En esta obra, que puede considerarse tanto una novela histórica detectivesca como una novela negra de ambientación histórica, uno de sus personajes capitales es Severino, el monje herbolario. Se trata de un hombre inteligente y amante de su oficio que vive encerrado en su laboratorio conventual rodeado de alambiques y retortas, morteros y balanzas, elaborando medicamentos que guarda en cajas, botellas, recipientes cerámicos y bolsas de piel. Como en 1327 no existían las benzodiacepinas, el hermano Severino utilizaba pequeñas dosis de arsénico como tranquilizante para tratar los trastornos nerviosos, a sabiendas de que pasarse en la dosis podía causar la muerte. También, el fraile era el encargado de los baños terapéuticos de la comunidad benedictina, siendo uno de sus remedios infalibles agregar hojas de lima al agua caliente para conseguir un efecto relajante.
Precisamente el villano de la novela, el bibliotecario ciego Fray Jorge de Burgos, para evitar que los monjes leyesen el libro segundo de la Poética de Aristóteles que ensalzaba las virtudes del sentido del humor, ordena a su mano derecha y sicario que empape con una solución de arsénico el borde de las hojas de dicho libro, para que al mojarse los dedos en la lengua y pasar las páginas, el monje que leyese aquella obra prohibida escondida en la biblioteca muriese envenenado.
Por consiguiente, la figura del farmacéutico ha sido tradicionalmente respetada y valorada por los novelistas históricos, salvaguardándola de mostrar el lado turbio de la condición humana. El boticario ha sido interpretado en la ficción como una especie de ángel tutelar de la salud.
La pandemia del covid-19 ha generado numerosas obras literarias, siendo algunas de ellas distopías, es decir, ficciones que recrean un mundo futuro de signo catastrofista o revestido de ropajes autoritarios. De la misma manera que no me gusta la literatura de ciencia ficción en su variante distópica, me cansa un tanto la abundancia de narrativa sobre el confinamiento que padecimos durante la fase aguda del coronavirus malaje.
Dentro de un tiempo, cuando la funesta oleada vírica sea contemplada con prismáticos, se escribirán novelas históricas ambientadas en la época que nos tocó vivir, cuando los ancianos morían solos en las residencias, los hospitales se saturaban al frenético ritmo de una guerra bacteriológica, y en los entierros solamente se permitía estar presentes a dos familiares, que debían abrazarse a sí mismos porque ni siquiera les quedaba el consuelo de abrazarse al cuerpo del ser querido, pues estaba prohibido.
Cuando llegue ese tiempo futuro, estoy convencido de que alguna novela histórica tendrá como protagonistas a quienes, en los días terribles en los que el mundo chapó, mantuvieron abiertas las farmacias, atendieron solícitos a los pacientes, vendieron medicamentos y suministraron, suministrasteis, esperanza.
El mejor argumento es el de personas corrientes sometidas a circunstancias excepcionales, el día a día de quienes, calladamente, se entregan a los demás en cumplimiento de su deber sin necesidad de hacer ostentación. Ése es el secreto de la ética profesional. Porque la verdadera materia con la que se escriben las novelas históricas es la épica. Y vosotros, ángeles tutelares de bata blanca, sabéis mucho de ella.
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