El de cinéfilo, supongo que como muchos otros, es un término que se utiliza muy a la ligera. La cinefilia —nunca me cansaré de repetirlo— es más que una afición. Se trata de una entrega absoluta al estudio de cuanto concierne a la realización cinematográfica. Pero, a la vez, la cinefilia es una quimera, el vano intento de saciar un apetito que, de hecho, es insaciable: la necesidad imperante de ver películas.
Yo necesito ver un mínimo de cinco cintas a la semana. Eso sí, las revisiones y los primeros visionados contabilizan igual en mi cómputo. En caso contrario, el lunes siguiente no puedo dormir: mi yo más íntimo me acusa en la vigilia de haber fallado en mi entrega.
Pero aún no era cinéfilo cuando descubrí los títulos de los 70 de Sam Peckinpah en sus estrenos en la cartelera madrileña de aquellos años: Pat Garret & Billy the Kid (1973), con el score de Dylan, la vi por primera vez en el cine Princesa; La cruz de hierro (1977), cuyo antibelicismo mereció un elogio que Orson Welles dispensó a Peckinpah, en el Palacio de la Prensa; incluso llegué a asistir a la proyección de Grupo salvaje (1969), ya en la versión sin censurar, en su estreno en el Real Cinema.
El viejo Sam —me permitiré llamarlo así, como se llamaban los compadres en sus filmes, como expresión de todo lo que amo su cine desde aquellos primeros visionados de sus cintas— ya me arrebataba de tal modo que empezaba a correr al salir de la sala y, en una misma carrera, me iba desde Argüelles hasta Ópera. Y eso que entonces fumaba. ¡Hay que ver lo que es la fuerza que da la juventud!
En realidad, el viejo Sam nunca fue viejo. Sólo tenía cincuenta y nueve años cuando, con la salud minada por su alcoholismo y su drogadicción, le llevó al hoyo una insuficiencia cardíaca. Corría diciembre del año 84. Entonces sí, yo ya me iniciaba en la dulce entrega y aquella fue la primera vez que tuve el honor de escribir sobre él. No volveríamos a cabalgar juntos. No volveríamos a cruzar río Grande y bajar a Méjico en busca de los últimos problemas.
Cuando escribí por primera vez sobre Sam Peckinpah aún me encontraba —por así decirlo— en el primer estadio de la cinefilia, aquel en el que se descubren a los clásicos más básicos —Hitchcock, Billy Wilder, Jean Renoir y el largo etcétera— y le di muchas vueltas a cómo el gran Sam —a quien ya sabía maldito, nunca clásico— había ido a completar ese crepúsculo del western inaugurado por John Ford —el más clásico de todos los clásicos— en El hombre que mató a Liberty Valance (1962).
En ese atrevimiento al que indefectiblemente lleva la ignorancia, con esa superficialidad de todos los comienzos, estimaba que Ford y Peckinpah se parecían como un huevo a una castaña. Y llegaba a semejante conclusión en base a un único dato: su tratamiento de los disparos. Ford raramente los muestra. Una detonación en off le basta. A lo sumo, un plano del cuerpo del herido que se contrae, ya en trance de muerte. En Peckinpah, todo lo contrario. Sus efusiones de sangre, su ralentización de la violencia, esa sublimación de la brutalidad que le estigmatizó entre los censores, para acabar con el lirismo —en eso los dos coinciden— de esa frase pronunciada con el último aliento.
A medida que los años empezaron a pasar como películas ya vistas, fui comprendiendo que son más las concomitancias que los unen que los antagonismos que los separan. Para empezar, los dos bebían hasta caerse. Hacer de la ebriedad un dogma de fe, un modo de vida, ya es algo que une bastante. No obstante, a lo que voy es a la épica de la derrota, que tuvo en ambos maestros a dos de sus más grandes cultivadores. Ford no se recrea en la violencia, y muy raramente retrata a los forajidos. Los fuera de la ley son los personajes favoritos de Peckinpah, pero los dos cineastas exaltan a los perdedores.
La historia del western puede estudiarse a través de la filmografía de Ford, desde su amanecer en la pantalla silente, cuando el género aún es conocido como las «películas de caballistas», y el maestro destaca con filmes como El caballo de hierro (1924), hasta su crepúsculo, que él mismo inaugura, como ya ha quedado expuesto. Peckinpah, tras escribir y dirigir westerns televisivos, se inicia como realizador cinematográfico con uno protagonizado por la musa de John Ford, Maureen O’Hara, junto a Brian Keith. Lleva por título Compañeros mortales y data de 1961.
El mismo año del estreno de El hombre que mató a Liberty Valance, el viejo Sam toma el relevo a Ford en el otoño del Oeste con Duelo en la alta sierra. En sus secuencias, Randolph Scott, el protagonista del ciclo de westerns del gran Budd Boetticher producidos por Harry Joe Brown —uno de los orgullos del cine de bajo presupuesto— cabalga por última vez. Y lo hace junto a Joel McCrea, otro viejo jinete. Sí señor, Peckinpah llevaba el género en la masa de la sangre.
Hijo de una familia acomodada, el futuro cineasta nació en Fresno (California) en 1925. Aún era un niño cuando acostumbraba a faltar a clase para ir al rancho de su abuelo materno y vivir allí como un vaquero. Ya adolescente, su carácter pendenciero le llevó a verse envuelto en numerosas peleas. Indisciplinado como sus futuros personajes —¡todo en el viejo Sam era tan auténtico!—, sus padres le metieron en una academia militar. En 1943 ya forma con la legendaria infantería de marina estadounidense. Pero nunca llegó a entrar en combate con los marines. Destinado en China en el 46, todo lo que hizo con ellos fue verificar el desarme del ejército japonés.
Descubrió la poesía, lírica y dramática, con su primera esposa, Mary Selland. Tras cursar estudios de Teatro, se empleó como tramoyista. Con posterioridad, fue contratado por la CBS. A partir de 1957, comienza a escribir guiones para la pequeña pantalla. Entre aquellos libretos hay varias entregas de series tan populares como La ley del revólver (1955-1958) o El hombre del rifle (1958-1959).
Pasa de la pequeña a la gran pantalla con el aplauso de todo el mundo. Los productores comienzan a estigmatizarle tras los problemas habidos durante el montaje y la filmación de Mayor Dundee (1965). Protagonizada por Charlton Heston y Richard Harris, será Heston quien acabe mediando para que Peckinpah pueda terminar el rodaje.
Cierto mapa de un territorio sumido en una rebelión apache, impreso sobre una piel en la que caía una flecha ardiendo que prendía fuego a todo, era una imagen recurrente en los créditos de los westerns de la época. Así empieza Mayor Dundee, y bien puede servirnos de metáfora sobre la irrupción del viejo Sam en la cartelera de la época. Ahora bien, esa sublimación de la violencia, a la que ya apunta en Mayor Dundee —que versa sobre la persecución de una partida de apaches a Méjico—, no fue lo que le granjeó la maldición de los productores y distribuidores.
Fue la densidad que quería dar a sus personajes, lo que le llevaba a rodar secuencias y más secuencias que alargaban el metraje y disparaban el presupuesto, lo que convirtió a Peckinpah en un proscrito. Cuando vio los cortes que la Columbia había hecho en el montaje final de Mayor Dundee, arremetió contra el filme públicamente.
A consecuencia de aquellas declaraciones, el estudio le rescindió el contrato. Fue sustituido por Norman Jewison en la dirección de El rey del juego (1965), que habría debido ser su siguiente película. Sí tuvo tiempo de trabar amistad entonces con Steve McQueen, quien habría de ser uno de los principales protagonistas de su cine.
El Peckinpah llamado a ser leyenda nace con Grupo salvaje, sobre la huida a Méjico de Pike Bishop (William Holden) y su gente, tras haber caído en la celada de unos cazarrecompensas en el que habría debido de ser el golpe de su retiro. Hablamos de un grupo de atracadores envejecidos, en cuyo Oeste ya impera la ley y no tienen más salida que huir a Méjico en busca de los últimos problemas. Y, en efecto, los encontrarán vendiendo las armas, que acaban de robar a unos reclutas de la caballería estadounidense, al general Mapache. Incorporado este último por uno de los grandes de la pantalla azteca, el singular Emilio Fernández, su buen hacer nos brindará secuencias de antología. Quiero recordar aquella en que está parado el tren del general ante un ataque de los villistas y Mapache contiene la emoción ante el arrojo del niño soldado. Todos han huido menos él. El uniforme le queda grande, pero muchacho, antes que salir corriendo, prefiere quedarse en su posición observando con sumo interés la evolución del combate.
Sin embargo, cuando en 1985, cuestionado para un cortometraje sobre Cinema del Callejón —una productora con la que colaboraba— sobre mi secuencia favorita, así, en abstracto, de todas las que había visto, me referí a otra, también de Grupo salvaje. Es aquella en la que Pike y los hermanos Gorch (Ben Johnson y Warren Oates), al salir del burdel, deciden ir en busca de Ángel (Jaime Sánchez), su compañero, quien está siendo torturado por Mapache y sus soldados. Dutch (Ernest Borgnine), que esperaba fuera, se les une con una sonrisa socarrona. En el score, un redoble continuado de tambor, sobre una triste canción mejicana, nos anticipa que Pike y su gente van a morir matando. ¡Vaya si lo consiguen! Antes de caer, se llevan por delante a todo el ejército de Mapache en la secuencia que —con la del tiroteo final de Dos hombres y un destino, estrenada por George Roy Hill ese mismo año 69— constituye la respuesta de Hollywood a la violencia del spaghetti western.
La crítica, que le viene aplaudiendo desde Duelo en la alta sierra, se divide. Para unos es extremadamente violento, para otros un genio. El caso es que su estilo crea escuela. Su impronta, a lo largo de los años, llegará hasta el cine de John Woo. Con todo, no será bastante para que los productores vuelvan a confiar plenamente en él. Le vigilan tan de cerca que La balada de Cable Hogue (1970) es un filme humorístico. Entrañable, sí. Pero más nostálgico que elegiaco.
Mejor recuerdo merece Perros de paja (1971). Ambientada en la campiña inglesa, lleva toda la brutalidad de las huidas a Méjico de nuestro cineasta a la supuesta arcadia ruralista y a un hombre de paz, un matemático interpretado por Dustin Hoffman en una de sus grandes creaciones, que ha de defender a su mujer de esos energúmenos que tampoco faltan entre el buen rollito de las aldeas.
El Peckinpah que emplaza su cámara para El rey del rodeo (1972) ya es un tipo alucinado como una estrella del rock. Bebe y consume cocaína igual que ellos. Aun así, nos descubre a uno de sus grandes losers: Junior Bonner. Incorporado por Steve McQueen, Bonner es un cowboy de rodeos que, a mi entender, viene a cerrar una trilogía de perdedores en torno a estos espectáculos. Hombres errantes (Nicholas Ray, 1952) y Vidas rebeldes (John Huston, 1971) serían sus dos precedentes. Cierra el díptico del viejo Sam protagonizado por McQueen La huida (1972). Sobre un guión de Walter Hill, basado en una novela de Jim Thompson, es la gran aportación de Peckinpah al cine negro. Volvemos en sus secuencias a la escapada a Méjico tras un atraco. Pero esta vez lo hacemos en clave de filme noir y con el maestro enamorado. En última instancia, La huida es un canto al matrimonio. No en vano, durante su rodaje, tras un paréntesis con otra mujer, el cineasta se había vuelto a casar con la actriz Begoña Palacios.
Tengo la teoría de que en el reparto de Pat Garrett & Billy the Kidd menudean las estrellas del country & western —Kris Kristofferson, Rita Coolidge, el propio Bob Dylan a los efectos— porque el cineasta estaba más cerca de ellos que de sus auténticos colegas. En cualquier caso, la cinta será el último gran acercamiento de la pantalla a la figura de El Bandido Adolescente, que llamó Ramón J. Sender a Billy el Niño.
El resto, hasta la prematura muerte, fueron obras menores. Tan sólo en Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) parece volver a despuntar ese talento para la sublimación de la violencia y el lirismo de la derrota del gran Sam Peckinpah.
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