Reconozco en el John Huston de Vidas rebeldes (1961), La noche de la iguana (1962) o Fat City (1972) a uno de los mayores retratistas de los outsiders y la derrota que haya cogido un tomavistas. El Huston de El tesoro de Sierra Madre (1948), Moby Dick (1956) o El hombre que pudo reinar (1975) es uno de los más grandes realizadores de cintas de aventuras; el de El halcón maltés (1941), Cayo largo (1948) o La jungla de asfalto (1950), todo un clásico del film noir.
Pero hoy vengo a hablar del autor de La horca puede esperar (1969), otra de las grandes aventuras de Huston. Antes que nada, quiero dejar claro que, si volviera, si John Huston regresase de la muerte —mordió el polvo en el 87, aún me acuerdo—, yo volvería a beber, tras 14 años ya de abstinencia, sólo por cogerme junto a él un buen ciego. Le pediría que me hablase del rodaje de Bajo el volcán (1984). Hay constancia de que Huston, si se terciaba, bebía con cualquiera. Nadie como él, por eso precisamente, para adaptar al gran Malcolm Lowry.
Ahora bien, en su filmografía, aunque pródiga en obras maestras, menudean títulos muy mediocres: Las raíces del cielo (1958), La Biblia… en su principio (1966), Evasión o victoria (1981), Annie (1982)… a la postre son tantos que desmerecen el conjunto. No hay duda de que estas películas malas que realizó Huston, como su actividad interpretativa, obedecieron a motivos meramente crematísticos. Pero acabaron mermando su valoración cinéfila frente a sus pares. Ford, Hawks y Walsh —por seguir con el trío ya citado— pertenecen a una generación anterior, los tres habían filmado obras maestras para la pantalla silente, los tres estaban lo suficientemente acreditados en la industria como para tener una mayor capacidad de elección sobre su propio destino profesional.
Huston, que llegó al tramo final del Hollywood clásico, fue siempre un mercenario. Puede que esas dos espléndidas adaptaciones que cierran su filmografía —Los muertos (1987), sobre el último de los relatos reunidos por James Joyce en Dublineses (1914), y Bajo el volcán—, obedeciesen a una iniciativa propia. Pero, Huston, básicamente, fue un mercenario de la puesta en escena con muy poca capacidad para rechazar proyectos. Las pensiones que tenía que pasar a sus exmujeres, su mansión en Irlanda, su tren de vida en cualquier lugar, le obligaban a no tener demasiados escrúpulos a la hora de filmar cualquier libreto. Bastaba con que el trabajo estuviera bien pagado.
Que la estrella de John Huston fuera errante, como la de Orson Welles —a quien le unieron tantas vicisitudes— o la de Erich von Stroheim, obedeció a un estigma. A von Stroheim, vendido en la publicidad de sus cintas como el hombre a quien gustaba odiar, le vetaron los productores por la desmesura de sus realizaciones, que cercenaron sin piedad; a Welles le maldijo Hollywood al completo, porque nunca le entendió, y el Comité de Actividades Antiamericanas, que sospechó de él desde el primer momento.
Sin embargo, hay que decir que fue el propio Huston quien llamó sobre sí mismo la atención de los alguaciles en el Congreso —al que pertenecía el Comité—, aunque el instigador de aquella fiebre anticomunista fuera el senador por Wisconsin Joseph Raymond McCarthy. En un principio, Huston no era un blacklisted. Junto a Ford había sido uno de los más heroicos realizadores movilizados. Durante el rodaje de San Pietro (1945), en plena campaña de Italia, vio caer junto a él, bajo el fuego enemigo, a varios de sus colaboradores. Es de suponer que, para los inquisidores del Comité de Actividades Antiamericanas, en una primera instancia, contasen más las heroicidades de nuestro cineasta durante la guerra, bajo fuego real, que las obras maestras que ya había rodado. De hecho, no estaba citado en el Capitolio.
Se convirtió en sospechoso de los alguacilillos de McCarthy cuando, junto al realizador William Wyler, el guionista Philip Dunne y la actriz Myrna Loy, creó el Comité Para la Primera Enmienda. Eso fue en 1947.
Y es ahí, en ese año, donde puede datarse con exactitud el fin del Hollywood clásico. La inquisición macarthista —vulgo, la caza de brujas—, entre 1947 y finales de la siguiente década, enrareció el clima de la industria fílmica estadounidense, fomentando la delación entre sus miembros. Terreno abonado para las envidias —que son consustanciales a la especie humana, y no exclusivas de nuestro país, tal señalan los autóctonos más míseros y menos ingeniosos al calificarla como nuestro “deporte nacional”—, todos podían ser acusados de “rojos”. Pero especialmente los mejores, los Gulliver del Hollywood de aquellos años, a quienes los enanos de entonces querían derribar.
Hay que hablar en plata, conciso y claro. Que el infausto realismo socialista, canon impuesto por las dictaduras de los miserables —a Boris Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn a Reinaldo Arenas—, que sojuzgaron brutalmente medio mundo a lo largo del siglo XX, fuera peor que los padecimientos a los que el Comité de Actividades Antiamericanas sometía a quienes emplazaba, no cuenta. Seguro que cuando Dalton Trumbo o Alvah Bessie languidecían entre rejas por haberse negado a colaborar con los alguaciles del senador McCarthy, comprendían mejor que la izquierda española de los años 70 los padecimientos de Aleksandr Solzhenitsyn en los campos de trabajo del estalinismo.
“Lo malo de la izquierda estadounidense es que se traicionó a sí misma para salvar sus piscinas. Y no hubo una derecha estadounidense en mi generación. No existían intelectualmente”, escribe Orson Welles. “Solo había izquierdas y éstas se traicionaron. Porque las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy; fueron ellas mismas las que se demolieron dando paso a una nueva generación de nihilistas”. La traída y llevada superioridad moral de la siniestra no fue óbice para que las casitas en Beverly Hills contasen más que la redención de los pobres y la camaradería.
Todos los denunciados —si no pidieron perdón y a su vez se convirtieron en delatores— fueron proscritos, enemigos del estado que, sea uno u otro su espacio en el espectro político, es igual de implacable con quienes atentan contra él en todos los sitios. Todos fueron malditos en un momento dado. Ciertamente hay ocasiones en que, según la superioridad moral de quienes les suceden en el nuevo gobierno, puede elevarse al proscrito desde los tugurios de la maldición hasta los altares de los benditos. Pero Hollywood nunca volvió a alcanzar la gloria de su clasicismo. Desde entonces, todo ha sido ir a menos. Década tras década —salvo las honrosas excepciones— cada vez es más parecido a esas canciones que suplen con ritmo su carencia de melodía. De aquel Bogart —acaso el mejor intérprete de Huston— que incorporaba a Fred C. Dobbs en El tesoro de Sierra Madre, al bueno de Indiana Jones en su enésima entrega y tan campantes.
John Huston, dada la “podredumbre moral” que alentó el macarthismo, en 1952 decidió instalarse en Irlanda. Hasta allí se desplazó Ray Bradbury cuatro años después para escribir juntos —y bastante mal avenidos— el libreto de Moby Dick. La burla del Diablo (1952), una producción inglesa rodada en Italia. La estrella errante de Huston, aunque intermitente, siempre brillaba. Se nacionalizó irlandés en 1964. Cuando la inquisición macarthista se fue relajando, volvió a rodar con los nihilistas de Hollywood siempre que hizo falta.
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