Es harto sabido que, apenas cambian la voz, los niños prodigio se convierten en juguetes rotos. Quiere esto decir que, a sus padres o tutores, se les muere la gallina de los huevos de oro. Y ya púber, si aún no lo ha vivido, al talento temprano casi siempre le aguarda un verdadero infierno. De ahí que sean, como poco dudosas, esas multitudes que convocan los castings infantiles. No es difícil comprender el convencimiento de todas las madres de que sus hijos son los más guapos del mundo. Pero que, a raíz de ello, pretendan monetizar —que se dice ahora— la gracia de sus primores en el cine, la publicidad o la actuación que se tercie, ya es otra cosa.
De ahí el escrúpulo con que los jueces de menores contemplan estos menesteres. Ahora cabría hablar de Perros perdidos sin collar (1955), la cinta de Jean Delannoy en la que Jean Gabin, el antiguo antihéroe del realismo poético francés de los años 30, ya envejecido, interpretaba a uno de estos magistrados. Pero hoy vengo a escribir sobre un niño que no llegó a viejo: Bobby Driscoll, el más dotado de estos portentos. “Una excepción entre los actores infantiles”, dijo de él la revista Time. “Si está relajado, resulta un niño de lo más atractivo y, cuando actúa, no es, en absoluto, repelente”.
En efecto, hay audiencias que sienten cierta repulsión ante los niños repipis, quienes pretenden imitar con gracia a los adultos para sanear la economía de sus padres y, a ser posible, hacer carrera en las películas de Steven Spielberg. Pero para quienes saben que lo mejor de la vida es la infancia, y además son conscientes de que simular otra edad, sea cual sea la propia, es una de las grandes necedades que la existencia depara, todas esas precocidades son tan censurables como el trabajo infantil para los jueces de menores.
“Va a ser doloroso ver a mi hijo en la pantalla”, comentó a la prensa Isabelle Driscoll —de soltera Kratz—, ante la reposición de 1972 de La canción del Sur (Harve Foster y Wilfred Jackson, 1946). “Pero también va a ser bonito. Por favor, díganle a la gente que pocas madres han tenido un hijo tan bueno y generoso”. Fue una lástima que Mrs. Driscoll se diera cuenta tarde de los dones de su hijo. Unos meses antes, el FBI —acuciado por la Disney, el estudio donde dio lo mejor de sí el pequeño Bobby—, había descubierto los restos mortales del mejor intérprete de Jim Hawkins de toda la historia del cine en una fosa común de Hart Island, allende el Bronx. A decir de Kenneth Anger en el segundo tomo de su Hollywood Babilonia (Tusquets Editores, Barcelona, 1985), aquella en la que el joven Driscoll, con tan solo treinta y una primaveras, empezó a dormir el sueño eterno, es una “tierra de desechos”. Camposanto o vertedero, lo cierto es que fue allí donde las autoridades de Nueva York inhumaron a los muertos sin nombre que se encontraron en las calles de la Ciudad de los rascacielos el treinta de marzo de 1968.
Con la que otrora fuera la estrella más rutilante de Walt Disney, amén de la primera de carne y hueso, dieron dos niños que jugaban en un edificio abandonado en las inmediaciones de la avenida A, según otros autores en el 371, Este, de la calle 10. Fuera cual fuese la dirección, aquello era un agujero donde iban a chutarse los yonquis como el antiguo niño prodigio. Sus restos se pudrían entre inmundicias y objetos religiosos, sin identificación alguna en sus ropas. Supieron de su último destino por las marcas de los pinchazos en los brazos y la metanfetamina encontrada en su sangre. Es este un psicoestimulante habitual entre los heroinómanos para aguantar el tirón a falta de caballo.
Fuera cual fuese la dirección en la que Driscoll inició aquel último viaje que no habría de llevarle a ningún sitio, sí es seguro que hablamos del East End, el mismo barrio en el que estaba ambientada La ventana (Ted Tetzlaff, 1949). Fue aquel un noir en el que ha quedado registrada su mejor interpretación infantil en un filme destinado a los adultos. Ya al cabo de su tiempo, cierto “no tengo a donde ir”, que responde a su madre en aquellas secuencias —personaje recreado por Barbara Hale, a la sazón Mary— ha quedado como una premonición, como esa tristeza que el pequeño Bobby expresaba cuando relajaba sus primores.
Siguiendo el procedimiento habitual con los muertos sin identificación alguna, el día que dejó el mundo se le tomaron las huellas dactilares. Eso fue lo que, a finales de 1969, cuando Cleptus Driscoll —el padre del infeliz—, ya en su lecho de muerte, se acordó del hijo que le había dado tanto y quiso verlo por última vez, hizo posible que el FBI encontrase el cadáver. Quién hubiera dicho en el 53, cuando el joven Driscoll fue el muchacho que inspiró el dibujo del Peter Pan de Clyde Geronimi, Wilfred Jackson y Hamilton Luske, es decir: el Peter Pan de la cinta homónima de la Disney —a quien también puso la voz en la versión original—, que sus restos mortales iban a ser hallados en semejante hoyo.
“La droga lo cambió”, recordaba la madre. “No se bañaba, se le estropearon los dientes… Tenía un coeficiente mental muy alto. Pero los narcóticos le afectaron el cerebro. Nosotros no sabíamos que le pasaba. Llegó a los diecinueve años sin que nos diéramos cuenta”.
Aunque en los pros y los contras de la gran pantalla casi todo sea cuestión de gustos —menos el emplazamiento del tomavistas que, como decía el gran Godard, es un enunciado ético—, siendo todo lo objetivo que se puede, cumple afirmar que Bobby Driscoll fue el más dotado de los niños prodigio. Ajeno por completo a esa cursilería de la buena de Shirley Temple con sus tirabuzones, así como también distante de los resabios de Mickey Rooney, cuando no interpretaba, cuando permanecía callado, el pequeño Driscoll exhalaba una tristeza que perfectamente hubiera podido ser otro presagio de toda la desdicha que le aguardaba apenas cumplió quince años y el acné juvenil le llenó la cara de granos.
Estrella a los seis abriles, Oscar al Mejor Actor Juvenil con once primaveras, treinta películas protagonizadas junto a los intérpretes más prestigiosos del Hollywood de su tiempo, Bobby Driscoll fue precoz en todo. Sólo tenía diecisiete abriles cuando aseguró por primera vez haber dejado la heroína y haber quedado absuelto de todos los cargos por los que fue detenido en varias ocasiones.
Tiempo después, ya en el 61, ante las nuevas detenciones, se comprobaría que nada de lo dicho tras las primeras era cierto. Tras cumplir seis meses en un centro para rehabilitación de drogodependientes de Chino (San Bernardino, California) se lamentó: “Lo tenía todo… Ganaba más de cincuenta mil dólares al año. Me daban trabajo y buenos papeles. Entonces empecé a drogarme. Como no me faltaba dinero, dedicaba todo mi tiempo libre a estar volado. Tenía diecisiete años… Ahora nadie quiere contratarme a causa de mis detenciones”. Esas fueron las últimas palabras que Bobby Driscoll dirigió a la prensa.
Nacido en Iowa en 1937, fue hijo único. Trasladada la familia a California por problemas de salud del padre, quiso la suerte que el peluquero del muchacho en Los Ángeles —cuyo hijo ya hacía colaboraciones con Hollywood para redondear los ingresos familiares—, se quedase tan maravillado con la gracia del pequeño Driscoll que recomendó a sus padres que llevasen al niño a uno de esos castings infantiles multitudinarios. Fue todo un acierto. Tanto era el donaire del muchacho que, apenas le vieron, le contrataron. Sólo tenía seis años cuando debutó en Lost Angel (1943), una comedia agridulce del siempre interesante Roy Rowland. Aquello fue en la Metro. Con su creación del pequeño de los Sullivan de Eran cinco hermanos (1944), un drama del gran Lloyd Bacon ambientado en la Gran Depresión, llamó por primera vez la atención del público.
Apenas llegó a la Disney fue la estrella de la casa, y empezó a ganar esos más de cincuenta mil dólares al año tras su creación del Johnny de La canción del sur. Filme tan injurioso con la comunidad afroamericana como Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) —ofrece la misma visión romántica de la esclavitud y presenta a quienes la sufrieron como idiotas—, habría de ser el propio estudio quien, ya en épocas más recientes que esas primeras reposiciones —en las que Bobby Driscoll, invariablemente, volvía a ganarse al público—, lo retirase de la circulación. Ha sido ahora, ya bien entrado el siglo XXI, cuando se ha vuelto a distribuir con las debidas advertencias previas. Y bien es cierto que su execrable visión de uno de los mayores crímenes perpetrados por la humanidad, no puede ni debe afectar a sus méritos cinematográficos. Salvo error u omisión es la primera cinta en la que se combina la imagen real —las secuencias en las que Johnny, recién llegado a la plantación de su abuela en Georgia, corre a escuchar las historias del tío Remus (James Baskett)— y las animaciones —las historias que Remus, un anciano esclavo, le cuenta—. La moraleja de una de ellas es que no se debe escapar de los problemas. Antes de empezarse a deslizar por la cuesta abajo, Bobby Driscoll debió aplicarse el cuento.
Antes del principio del fin aún tuvo tiempo de ser el Jim Hawkins de la adaptación de La isla del tesoro —también producida por la Disney— estrenada por Byron Haskins en el 50. Amén de la mejor, es aquella en la que Jim, el hijo de la viuda que regenta la posada del Almirante Benbow, cobra un mayor protagonismo. En otras versiones suele contar más John Silver. Pero aquí hay un dato incontestable: Jim es quien focaliza la mayoría de los planos de la cinta.
Y en el 53 Peter Pan. Basta con ver la cara a la representación de la Disney del personaje imaginado por J. M. Barrie —el entrañable niño que se negó a ser adulto, no como esos repipis que parecen desearlo—, para advertir que reproduce las facciones de Bobby Driscoll. Pero el acné, que empezó a extenderse por todo su rostro, le hizo perder el favor de Walt Disney. El creador del estudio ahora veía a su antiguo favorito como un matón de barrio. El contrato no le fue renovado. Aquello fue bastante para que sus padres le sacasen de la Hollywood Professional School, donde había cursado sus estudios desde que se convirtió en algo así como el hijo predilecto de América. La escuela pública que les quedaba más cerca era más barata.
Aquellos eran los tiempos en que los problemas de acoso escolar se resolvían a puñetazos y Bobby, tan odiado como todos los niños prodigio entre los chicos del barrio, no supo darlos. Él decía que sí, y de hecho fue entonces cuando se volvió lo suficientemente pendenciero como para atracar un establecimiento a mano armada. Antes de iniciarse en el crimen, consiguió que sus padres le devolvieran a la escuela de Hollywood. Lo que no fue óbice para que a los diecisiete años ya fuera un politoxicómano. A los diecinueve se casaba con su novia, Mary Jean Rush. Permanecieron unidos hasta 1960. Tuvieron tres hijos. El antiguo portento fue detenido por primera vez en el 59. Un año antes, en el 58, coincidió con una actriz, también de sino trágico, Frances Farmer, en el rodaje de The Party Crashers, un drama de Bernard Girard.
En el tramo final, como era costumbre entre las viejas glorias del Hollywood de entonces, todo fueron colaboraciones televisas. Pero a Bobby le llamaban los productores por pena, conmovidos por su vertiginosa caída. Y cuando descubrían que ya no era aquel muchacho de memoria prodigiosa para los diálogos, dejaban de hacerlo. En el 61, tras salir de la prisión de Chino, se le perdió el rastro. Hay constancia de que pasó por la Factory de Andy Warhol. Piero Helizcer, uno de los acólitos del artista, lo incluyó en su cortometraje Dirt (1965).
De lo que fue del antiguo portento entre aquel corto y la cloaca donde dejó el mundo nunca se supo. Pero es fácil imaginarlo.
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