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La estadística de los detalles, de David Vicente - Zenda
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La estadística de los detalles, de David Vicente

Historias de parejas, de amigos, de personajes solitarios y desubicados que conviven con el desamor, la frustración, el fracaso, la falta de expectativas y los errores cometidos en el pasado… Son los detalles mínimos de cada día lo que hace relevante un presente continuo que roza la infelicidad. Una llamada, un niño que quiere pintar...

Historias de parejas, de amigos, de personajes solitarios y desubicados que conviven con el desamor, la frustración, el fracaso, la falta de expectativas y los errores cometidos en el pasado… Son los detalles mínimos de cada día lo que hace relevante un presente continuo que roza la infelicidad. Una llamada, un niño que quiere pintar al óleo, un regreso a casa, un autobús abarrotado de gente, una chiquillada, una infidelidad… Elementos casi sin importancia, que podrían engordar cualquier encuesta estadística como un dato poblacional más, pero que se transforman en el punto de ignición de una explosión vital, de un giro imprevisible del que los personajes no volverán de la misma manera.

Zenda adelanta «Las tres tes«, uno de los relatos que integran La estadística de los detalles, de David Vicente (Tres Hermanas).

***

LAS TRES TES

Es evidente que si la magistrada Carmen Hernán hubiese sabido lo que está a punto de ocurrir dentro de los juzgados de Villarrobledo, donde es juez titular, no estaría ahora encima de la mesa de su despacho ataviada simplemente con la toga que utiliza para impartir justicia, un minúsculo tanga de encaje negro y unos zapatos de tacón a juego, mientras Ignacio Lerma, el secretario judicial, lame sus muslos en busca de su sexo.

Pero creo que sería necesario hacer un inciso antes de continuar con esta historia que justifique, o al menos que explique, el porqué de tan inusual situación dentro de una audiencia. Aunque probablemente las explicaciones siempre acaben sonando a excusas, cosa que no creo que Carmen requiera.

Como ya he precisado, Carmen es la juez titular del juzgado de Villarrobledo (Albacete), eso que antiguamente se calificaba como «ciudad de provincias», al referirse a esas localidades que, aun dotadas de un cierto número de habitantes (en este caso unos veinte mil), permanecían ancladas en unas costumbres, podríamos decir, de carácter rural, alejadas, en cierta medida, del urbanismo o cosmopolitismo que gobierna otras capitales. Como podrán imaginar, por lo tanto, la vida dentro de Villarrobledo transcurría de manera tranquila y, por extensión, dentro de sus juzgados, sin más emoción que la de impartir justicia en pleitos por herencias, divisiones de terrenos agrícolas o juicios de faltas por disputas vecinales sin mayores consecuencias. Lo más emocionante que Carmen había tenido encima de su mesa, amén del cunnilingus que estaba a punto de practicarle Ignacio, era el caso por el asesinato premeditado de un buitre leonado, especie en peligro de extinción, que irrumpió en el corral equivocado, pero esto es harina de otro costal, como dirían los paisanos de Villarrobledo, y nos desviaría sin mayor sentido de la historia que nos ocupa. Así que dejémoslo al margen y centrémonos en nuestro relato.

Después de aprobar las oposiciones a la judicatura, Carmen había solicitado como primer destino Madrid, incluso a sabiendas de que era prácticamente imposible que se lo concedieran. Por lo que acabó recalando, como opción más cercana, en un juzgado a doscientos kilómetros de Alcalá de Henares, la ciudad donde vivía con su marido y su hija. Ante la negativa de él a pedir el traslado como director a una entidad bancaria de la provincia de Albacete con la excusa del trastorno que esto causaría en su hija Olga, de siete años, a Carmen no le quedó más remedio que alquilar un piso en la pequeña localidad. Lo ocupaba los días laborables y regresaba los viernes a mediodía para pasar el fin de semana con su familia. En muchas ocasiones, no le quedaba otro remedio que trasladar con ella expedientes que luego venían resueltos de vuelta en el autobús del domingo (Carmen no conduce).

Poco a poco esta situación fue haciendo mella en la pareja a todos los niveles, incluida, por supuesto, su vida sexual. Por un lado, la separación no facilitaba demasiada actividad en este aspecto y, por otro, la imagen que Carmen tenía de su marido había dejado de ser tan idílica y se había visto recubierta en el último año y medio de una pátina de egoísmo que le empezaba a producir un cierto rechazo. Lo que, sin embargo, no significaba que se hubiese resignado a conformarse con un protocolario, y cada vez menos pasional, revolcón cada veinte días. Es más, había enfocado su deseo en otras personas, además de activarse dentro de ella la necesidad de llevar a la práctica situaciones dotadas de un morbo que anteriormente no le era necesario. Entre ellas, la avidez de practicar sexo dentro de los juzgados tan solo ataviada por lo que ella denominaba «las tres Tes»: toga, tanga y tacones. Algo que podríamos valorar como extravagante, puede que, a algunos, incluso, les parezca perverso. Pero, sinceramente, no creo que ninguno estemos en disposición de juzgar las fantasías sexuales de cada cual. Así que, prosigamos y pasemos por alto nuestras valoraciones.

En las últimas semanas había pensado que quien mejor podía aunar ambas condiciones (el adulterio y su particular fantasía), para dar rienda suelta a sus pretensiones, era Ignacio Lerma, un joven secretario judicial que no tenía mala planta y con el que mantenía una buena relación de trabajo.

Carmen era una mujer de treinta y ocho años bastante atractiva. Además, contaba a su favor con la erótica que siempre proporciona el poder, por lo que no le resultó difícil convencer a Ignacio Lerma para ir a trabajar el día de las fiestas populares de Villarrobledo, a pesar de ser día no laborable, con la excusa de los muchos expedientes que había acumulados y, una vez allí, mostrarle los encantos que ocultaba bajo la toga para que él hiciese el resto.

Tras unos segundos de desconcierto, Ignacio resolvió su parálisis inicial, posó sus labios en los de Carmen e introdujo la lengua en su boca, para después lamer sus pechos y descender poco a poco por todo su cuerpo hasta los muslos y recorrer el camino inverso hacia su sexo. Allí es donde los habíamos dejado al empezar esta historia (después de esta breve, y quizá innecesaria, explicación), así que recuperémosles en el mismo lugar.

***

A Carmen la situación le está resultando aún más morbosa de lo que su mente había previsto. Sobra decir que su sexo está más que preparado para recibir el pene del secretario judicial. Momento que, sin embargo, desea retardar lo más posible. Ni que decir tiene que él no había imaginado otra cosa que no fuese fastidio por tener que trabajar un día de fiesta, así que sus expectativas se han superado con creces. Deja resbalar su lengua lentamente por la cara interna de los muslos de la magistrada, mientras sus manos intentan acoplar sus movimientos al recorrido de su boca y acarician los glúteos, apenas separados por el fino hilo de tela del tanga cuando, de pronto, la puerta del despacho se abre de golpe. Carmen habría jurado que ha tomado la precaución de cerrarla con llave y dejarla incluso puesta en la cerradura, para que así resulte más complicada su apertura. Pero eso lo habría jurado si hubiese tenido tiempo para pensar ello. No lo tiene. Apenas un segundo más tarde de que la puerta ceda, y sin que pueda siquiera incorporar la cabeza de la mesa para comprobar qué está sucediendo, oye un disparo y siente cómo la cabeza del secretario judicial se hunde en su entrepierna (aunque no con intención de causarle placer) y un líquido espeso (mezcla se sangre y masa encefálica) se mezcla con sus flujos más íntimos.

Supongo que se habrán sorprendido de que las cosas, de buenas a primeras, se hayan precipitado de este modo tan inesperado. Por lo que es más que evidente que, si anteriormente la actitud de nuestra jueza requería una explicación, mucho más lo requiere este violento suceso que ha acabado con un disparo en la cabeza del bueno de Ignacio Lerma. Vamos con ella.

A pesar de su relativa juventud, treinta y un años, este no era el primer juzgado donde Ignacio Lerma ejercía como secretario judicial. Anteriormente lo había sido del juzgado de un pequeño pueblo de Badajoz, Llerena. Muchos de ustedes, amigos lectores, recordarán que, no hace mucho tiempo, a todos nos sobrecogió la noticia del brutal asesinato, que se había producido en este pueblo desconocido para casi todos hasta ese momento, de una adolescente a manos de unos presuntos desalmados que finalmente quedaron absueltos. Bien, como ya estarán deduciendo (no pongo en duda su capacidad para atar cabos), puede que incluso estén informados, gran parte de la responsabilidad de esa absolución la tuvo el bueno de Ignacio que, dada su torpeza e inexperiencia, extravió e hizo mal uso de expedientes y pruebas fundamentales para el caso, lo que impidió al juez responsable impartir la justicia que se daba por sentada.

Y sí, el que ha irrumpido de un modo tan inoportuno, aprovechando la festividad y la falta de personal en los juzgados, en busca de venganza, es Antonio Espejo, el padre de la adolescente víctima de unos depravados.

Y después de esta breve, pero concisa explicación, regresemos a la narración. Allí tenemos a Carmen Hernán, la magistrada protagonista de nuestra historia, tumbada en una mesa con su toga subida hasta la cintura, y un minúsculo tanga y unos zapatos de tacón por vestuario. Las tres Tes, ¿recuerdan? A la altura del sexo descansa la cabeza inerte y destrozada del secretario judicial Ignacio Lerma y, por si esto fuese poco, frente a esta macabra y un tanto kafkiana escena, Antonio Espejo sujeta en la mano una Smith & Wesson que ha adquirido de manera ilegal por Internet.

Una vez hecha esta recapitulación, continuemos hasta el final sin necesidad de más interrupciones ni explicaciones, sean estas o no necesarias.

Carmen emite un grito de espanto al oír el disparo. Después, el miedo la paraliza y no puede articular palabra. Solo espera —pues está segura de que así va a ser— correr la misma suerte que su amante. Durante un breve instante, apenas una fracción de segundo, piensa si la bala que a no tardar se alojará en su cabeza la matará al instante sin causarle ningún dolor o bien hará que agonice a lo largo de unos minutos, quizá horas, que le resultarán interminables. También piensa en su hija, Olga, y en su marido. Ahora, asomada al precipicio de la muerte y arañando los últimos instantes a una vida que llega a su fin, sabe que siempre ha estado enamorada de él y se arrepiente de no haber optado por otro camino distinto al del abandono y el resentimiento. Pero ya no hay remedio para eso. Ya no hay remedio para casi nada que no sea prepararse para afrontar la muerte con un mínimo de dignidad… Sus últimos pensamientos, o los que ella cree que van a ser los últimos, se interrumpen abruptamente cuando su entrepierna es bruscamente liberada del cuerpo inerte que descansa sobre ella y oye una voz grave que le pide que se incorpore y se tape.

Ahora, con la Smith & Wesson a un palmo de la cara, las piernas ensangrentadas colgando de la mesa y el rostro del hombre destinado a poner fin a su vida frente a ella, piensa que quizá no esté todo perdido, que quizá tenga una opción, que quizá pueda suplicar a ese desconocido, del que no adivina los motivos que le han llevado allí, que no impulse el dedo índice hacia atrás para amartillar de nuevo el gatillo del arma. Piensa que quizá él se apiade de ella.

—No, por favor…, soy madre de una niña de siete años que me necesita —es lo único que acierta a decir. Espera que eso remueva algún sentimiento dentro de aquel ser humano.

Por las facciones áridas de Antonio, tostadas por el sol de las tierras extremeñas y el trabajo en el campo, y desgastadas por estos dos últimos años y medio de castigo inhumano al que la vida lo ha sometido, se resbala el sudor que recorre las líneas horizontales que forman las arrugas de un hombre de cuarenta y cinco años, que aparenta diez más, hasta confluir en su nariz. La mano le tiembla, como nos temblaría a cualquiera que sujetásemos una pistola por primera vez. Como nos temblaría a cualquiera que acabásemos de cometer un asesinato cuando era algo que no formaba parte de nuestras posibilidades vitales. Los ojos enrojecidos se le empañan de agua.

—Yo también tenía una hija que me necesitaba y a la que yo necesitaba —dice con la voz palpitante.

—No sé qué le ha sucedido ni qué tengo que ver yo en todo esto. Pero seguro que tiene solución —replica la juez. Intenta ganar tiempo al ver que se abre una pequeña brecha de diálogo entre el desconocido que la encañona y ella. Quizá pueda colarse por esa brecha y agarrarse con fuerza a una vida que hace unos minutos daba por concluida.

—No, claro que no, ya nada tiene solución —responde él—. Ni siquiera haber matado a este pobre diablo.

Y sí, como supongo imaginarán, se produce el final más lógico para esta historia. No voy a tratar de engañarlos con trucos de prestidigitador de feria, ni llevarlos por otros derroteros que no sean los previsibles. Antonio Espejo, un hombre desesperado, preso de la sinrazón de la vida, conduce su pequeña pistola a la cabeza y se descerraja un disparo, para sorpresa de Carmen, que hace que su cabeza estalle, cubriendo nuevamente de masa encefálica la toga negra. Su cuerpo se derrumba sin vida en la plaqueta blanca, junto al de Ignacio Lerma. De inmediato se forma un gran charco donde se mezcla la sangre de ambos.

Carmen Hernán explota en un llanto histérico, que da rienda suelta a su tensión. Ni siquiera se plantea qué es lo qué ha sucedido allí ni por qué. Ni siquiera es consciente de lo macabro de la escena, quizá más tarde lo será, pero ahora no puede abstraerse tanto como para ser capaz de convertirse en un espectador y analizar la situación desde fuera. Ahora solo llora, solo libera sus nervios a través del llanto desconsolado. Tampoco repara en que está semidesnuda en medio de una casquería, solo ataviada con una tela que en otro contexto impondría solemnidad y respeto y que a ella le iba a servir para salir de la rutina de una relación que se apagaba.

Carmen solo llora y levanta el teléfono que hay en la esquina de su despacho, también manchado con los restos de los dos cadáveres que yacen en el suelo. Marca el número del móvil de su esposo. Su marido responde al otro lado.

—Te quiero… —dice con una voz que se ahoga en la garganta antes de llegar al exterior a través de las ondas—. Perdóname.

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Autor: David Vicente. TítuloLa estadística de los detalles. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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David Vicente

Después de desarrollar varios trabajos (mozo de almacén, operario en una panificadora industrial, camarero o vendedor de colchones, entre otros) desarrolló su carrera profesional dentro del sector editorial y el mundo de la comunicación. Ha trabajado como corrector, lector y editor para distintas editoriales; y como redactor y colaborador freelance para diversos medios de comunicación. Ejerció como jefe de redacción en el canal de literatura Literalia Televisión y se ocupó de la dirección editorial del sello independiente Ediciones Baladí. Hasta el momento ha publicado las novelas Un pequeño paso para el hombre (Editorial Tagus, 2012reeditado por VdB Ediciones, 2015), seleccionada como uno de los cinco mejores debuts literarios del año 2012 por El Cultural del diario El Mundo; Esto podría ser un gambito de dama, pero es una canción de amor (Editorial Almuzara, 2016), y el libro de relatos El sonido de los sapos (Editorial Tagus, 2013; reeditado por Inventa Editores, 2016). Además de la obra de teatro infantil en edición bilingüe, La hormiga que quiso ser persona (Inventa Editores, 2017). Actualmente dirige la escuela creativa La Posada de Hojalata  e imparte talleres de escritura creativa.  Ha sido galardonado con el XLVIII Premio Internacional de Novela Corta por su obra Isbrük, que será publicada en los próximos meses por la editorial Pre-Textos. @Davidvicentev

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