“Del amor universal a una mujer puede alimentarse toda
una larga obra de arte, mientras que del amor concreto y
cotidiano a una sola mujer no suele nacer más que un soneto”(Francisco Umbral)
Hay escritores que forman parte de nuestra vida, circulan por nuestra sangre y sus libros se convierten en una extensión de nuestra biografía, como me ocurre con Francisco Umbral. Mientras lo investigaba, su retrato colgado en el pasillo principal de la Biblioteca Nacional, junto a otros Premios Cervantes, me transmitía un mensaje indescifrable, ante el montaje y desmontaje de su vida/obra. Su perfil, desdibujado y lejano al principio, poco a poco fue adquiriendo nitidez hasta descubrirme los hitos de su escritura y de su mundo. Una frase brújula que me ayudó a decodificarlo fue: “Mis claves literarias valen más que la verdad”. Fue la pieza esencial para ensamblar los puntos cardinales de la totalidad del hombre/escritor, el hombre/obra que hizo literatura de su propia vida. A los quince años de su partida, sus palabras son el eco que aún repiquetea en mi mente, como un péndulo: ¡¡Oh, Umbral!!
Siempre ha proclamado que su primer referente del mundo fue femenino porque creció rodeado de un reino matriarcal de madres, tías, primas, amigas y criadas, donde la abuela ejercía de sacerdotisa. Sus textos remecen por la fuerza y repetición de una suerte de letanía autobiográfica, como si fuese la biblia umbraliana. No sólo nos invita a conocer su congregación familiar de protagonistas y/o antagonistas de sus ficciones, sino nos hace partícipes de su comunión personal.
Su consagración por la mujer es una eucaristía literaria, un segundo nacimiento después del útero materno. Un eterno retorno del hombre a sus orígenes para recuperar su infancia y niñez perdidas e inmortalizar los diversos lados de su propia personalidad poliédrica. La figura de su madre convertida en personaje literario complejo es la semilla multiplicada, al mismo tiempo, en otros arquetipos femeninos que parecen tener el don de la ubicuidad.
La fórmula creativa para retratar a sus protagonistas funciona como una receta: “Basta tomar un personaje real, escribirlo, meterlo en una novela, para que empiece a comportarse novelísticamente”. Así ha configurado a la madre, a la tía Algadefina, a Teresita, a Rimbaud y a otras mujeres de sus libros.
Umbral siempre ha reconocido su especial predilección por la niña-mujer, tanto en su vida como en su narrativa. La niña que vive en el inconsciente de su memoria habría nacido en el Frondor de su infancia-adolescencia, aquel paraíso armonioso entre el hombre y la naturaleza, alrededor de los inocentes juegos de la niñez. Este fervor manifiesto por la niña-mujer está en casi todos sus libros de la etapa vallisoletana, y se origina en el tronco familiar de su bisabuela, que se casó siendo aún niña y fue arrancada de los juegos por su bisabuelo. Se afianza con el rostro de niña de su propia madre, de sus tías y de todas las niñas atesoradas en su fuero interno. En Los males sagrados y sus otros libros, Teresita es la primera niña-mujer que ocupa el vacío dejado por su madre y representa la sumatoria de todas. Ellas son la bisagra entre la etapa transitoria de la niñez a la adolescencia, unen el pasado, el presente y el futuro.
En sus ensayos, diarios, memorias o crónicas Francisco Umbral entabla un dialogo, hace una entrevista o plantea una teoría sobre la mujer. En España como invento, La década roja, Mis mujeres y otros libros inventa un teorema sobre el perfil plural de Ana Belén, la niña predilecta: artista, cantante, actriz, novia platónica de todos: “Dulce grito silencioso de niña. Era la muchacha desnuda de cuando su cuerpo claro de pezones oscuros suponía la contestación a aquella España de cuello vuelto. Era la colegiala que seducía […], fue la novia piloto de una generación”.
Sin embargo, la mujer de su universo, de su país, su ciudad, su catedral, su hogar, fue su España, su santa esposa, su María España: “Mujer multiplicada, dividida, barajada por el jardín, tan diversa criatura, niña a punto de perderse en el bosque/continente de los árboles, mujer que ordena el mundo como en no sé qué génesis”. Ella fue la niña rubia con flequillo de quien se enamoró a la salida del colegio, la muchacha a quien paseó en la barca, la novia con quien bailó en los guateques. La niña-mujer con la que construyó su verdadero universo umbraliano.
En su libro póstumo Carta a mi mujer, publicado en 2008, parece dialogar con ella, interrogarla para esclarecer sus pensamientos y sentimientos. Confesarle sus anhelos, describirla en su entorno, situarla en su espacio, elevarla a un altar, hablarle como a la flor más importante de su jardín, oír sus cavilaciones, sentir sus latidos, respirar su aroma, insertarse en su mente. Sin duda, un libro que completa las piezas de su microcosmos vital y ficcional.
María España, igual que Véra de Nabokov, Annuska de Dostoievsky, Patricia de Vargas Llosa, fue la fiel compañera, el brazo derecho, el paño de lágrimas, la consejera, la secretaria, el apoyo incondicional. En sí, el pilar fundamental de su existencia. Sin ella el mural de la biografía umbraliana quedaría incompleto, porque forma parte de la historia de la mujer española del siglo XX. La expresión equivocada “detrás de un gran hombre hay una gran mujer” debe corregirse para decir: “Junto a un hombre/escritor grande hay una gran mujer”. España es y será la mujer-eslabón que fusionó el mundo real del hombre con el personaje creado por sí mismo. Ella vive para preservar el camino que emprendió este inolvidable ser de lejanías. A los quince años de su partida, sus palabras son el eco que aún repiquetea en mi mente como un péndulo: ¡¡Oh, Umbral!!
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