Otro diez de agosto, el de 1839, hace hoy ciento ochenta y tres años, Louis Daguerre es todo un personaje en el París de Luis Felipe I por sus dioramas. Se trata de pinturas murales, opacas o traslúcidas, cuyas perspectivas procuran al espectador un verdadero efecto de tridimensionalidad, e incluso de cierto dinamismo.
Con ese bagaje de triunfos y dinero —casi dos siglos después aún podemos preguntarnos si en Daguerre pesaba más la gloria o el vil metal— la dicha no le es desconocida. Pero a la que asiste tal día como hoy, su largo momento estelar, tiene trazas de auténtica epifanía: la que viene buscando desde que comenzó a darle vueltas a la fijación de las imágenes mediante la luz. Sumamente interesado por los trabajos de Joseph-Nicephore Niepce, Daguerre firmó con éste su primer contrato en 1829.
Ya de antiguo (1813), Niepce, físico y litógrafo, venía interesándose por la reproducción óptica de las imágenes. Consciente, además, del ennegrecimiento de las sales de plata ante la luz, desde 1814 acostumbraba a tomar ‘vistas’, que las llamaba él, para las que utilizó diferentes soportes: piedra, papel, estaño, cobre, peltre. Guiado por tan encomiable afán, fue Niepce quien tomó la fotografía permanente más antigua que se conserva —él las llamaba ‘heliografías’—: Vista desde la ventana en Le Gras. Está fechada en 1816. Pusilánime, tímido y desconfiado, Niepce era todo lo contrario que Daguerre. Cuando éste, que utilizaba una cámara oscura para hacer reproducciones de sus dioramas, ensayando con sustancias fosforescentes, sin llegar a obtener más que imágenes fugaces, tiene conocimiento, a través del óptico Charles Chevalier, de los trabajos de Niepce, corre hasta Borgoña, donde Niepce toma sus vistas.
En el contrato que firman el 5 de diciembre de 1829, Daguerre reconoce que Niepce «había encontrado un nuevo procedimiento para fijar, sin necesidad de recurrir al dibujo, las vistas que ofrece la naturaleza». Aunque mantienen una correspondencia sobre los descubrimientos que van haciendo, a veces con más recelo del que debería haber entre dos socios, Niepce y Daguerre no volverán a verse.
Muerto Niepce en 1833, aprovechándose de las dificultades económicas por las que atraviesa su hijo Isidore, so pretexto de que acaba de descubrir que los vapores del mercurio actúan como agente revelador sobre la imagen latente; al igual que un procedimiento con agua muy caliente y salada que sirve de fijador, firma un nuevo contrato con el vástago de su socio en donde las antiguas heliografías son llamadas daguerrotipos. Niepce no aparece ni por el forro en el documento. A la postre, ésa será la causa de que su apellido tampoco aparezca entre los de los setenta y dos sabios y eruditos recordados en los entrepaños de las ménsulas que soportan la primera línea de balcones de la Torre Eiffel.
Bien es cierto que Daguerre es uno de los primeros fotógrafos de campo que trabajan en París. Un limpiabotas que se aplica sobre el calzado de su cliente en el bulevar del Temple, fotografiados por Daguerre en un daguerrotipo de 1838, habrán de hacer historia como las primeras dos personas, vivas, fotografiadas. Los bodegones y los paisajes, esos son los primeros intereses del Daguerre fotógrafo. La exposición que requieren los daguerrotipos es lentísima —perfectamente puede extenderse hasta los cuarenta minutos—, prácticamente imposibilita al nuevo procedimiento para el retrato. De modo que se imponen los paisajes y los bodegones.
Cuando los paisajes son los de las calles de París, la presencia del artista de los dioramas, ahora tras su cámara, no se le escapa a nadie. Y uno de los que reparan en Daguerre es François Arago. Matemático, físico y secretario de la Academia de Ciencias de Francia, además de cabeza visible del republicanismo durante la Monarquía de Julio y diputado por los Pirineos occidentales, Arago se interesa vivamente por el trabajo de Daguerre. El procedimiento, que tanto le llama la atención, consiste en una placa de cobre, pulida hasta hacerla platear como un espejo, y sensibilizada a la luz con vapores de yodo.
Si se puede y debe llamar fotógrafo a Daguerre es porque este procedimiento que expone a Arago, aunque tiene muchos inconvenientes —sólo ofrece una imagen, muy delicada; para verla en positivo, hay que mirarla desde la izquierda; vista de frente da un negativo; desde la derecha, mitad y mitad—, es la primera técnica que habrá de conocer el éxito.
Para Daguerre todo es epifanía porque, en las conversaciones que mantiene con el diputado estos días, se le anuncia que tanto él como Niepce recibirán una pensión vitalicia del estado francés. Arago ha dispuesto que el daguerrotipo sea un regalo de Francia al mundo entero, sin patentes. Quien quiera podrá utilizarlo. Tras un primer anunció hecho el pasado treinta de julio, el próximo día diecinueve, Arago explicará el procedimiento con todo lujo de detalles en la Academia de Francia. Dos horas antes de comenzar su intervención, el aforo ya está completo.
La posteridad se referirá a 1839 como el año cero de la historia de la fotografía. Su camino no ha hecho más que empezar. Sus procedimientos serán cada vez mejores: el calotipo, el colodión húmedo, las placas secas… Una de las primeras cosas que cambiará la fotografía será la concepción de la pintura, que tenderá a ir dejando la figuración. Una imagen valdrá más que mil palabras. El mundo entero aguarda a la espera de ser fotografiado. El nuevo arte está llamado a ser la ilustración de la memoria de la humanidad. Toda ella es la que, tal día como hoy, asiste, más que a uno de sus momentos estelares, a una epifanía. Así se escribe la historia.
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