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La difunta - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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La difunta

El ataúd estaba rodeado de flores. Blancas, rojas, rosas, en ramos y en coronas. Inundaban el pequeño espacio en el que estaba la caja. Parecía como si el ataúd emergiera de ese mar de flores. Un cristal de tres metros de ancho por dos metros de alto separaba la muerte de la vida. En la...

El ataúd estaba de pie, tras una ventana grande. A cada lado había un cirio, alto y grueso, que iluminaba su cara. Con los ojos, más que cerrados, sellados, y el aspecto de una momia, una escultura egipcia hecha con cera. Pero todavía estaba guapa. La habían maquillado muy bien, y a los que la conocieron en sus buenos tiempos todavía les recordaba su belleza de antaño.

El ataúd estaba rodeado de flores. Blancas, rojas, rosas, en ramos y en coronas. Inundaban el pequeño espacio en el que estaba la caja. Parecía como si el ataúd emergiera de ese mar de flores.

Un cristal de tres metros de ancho por dos metros de alto separaba la muerte de la vida. En la sala había sofás y sillones para los familiares y amigos, aunque la mayoría permanecía de pie, como el ataúd. Era una sala muy amplia, seguramente la más grande del tanatorio, pero se había quedado pequeña. No había sitio para todo el mundo, y bastantes personas tuvieron que quedarse fuera.

Un movimiento pausado la rodeaba. La gente charlaba en voz baja. Algunos no se veían desde hacía muchos años, e iban de un extremo a otro para saludarse.

En primera fila estaban los hijos. Uno de ellos, Jorge, hablaba con una mujer. Esta mujer tendría más o menos la misma edad que la difunta, pero no era tan guapa. Incluso estando viva aparentaba ser más vieja. El otro hijo, Antonio, estaba arrodillado en un reclinatorio. Parecía que rezaba, porque movía los labios, pero en realidad estaba conversando con su madre. Le hablaba, en un susurro, como si ella pudiera escucharlo.

Fuera había muchos fotógrafos. Era una notición. No todos los días muere la madre del presidente. Aquello ya era destacable. Se podía hacer un reportaje de “interés humano”, o simplemente morboso. Pero es que esa anciana fallecida era también la madre de un traficante de drogas. El más famoso de esta época, inexpugnable hasta ahora para la ley.

“Nunca me habían gustado las flores en los entierros, y menos en los velatorios. Siempre lo he considerado una horterada. Pero ahora me gustan. Ahora que me he muerto. ¿Tanto cambia todo después de la muerte?”

Su marido había fallecido hacía seis años, y ella no pudo pensar que lo iba a seguir a la tumba tan pronto. Al fin y al cabo todavía era una mujer joven, y se había cuidado siempre. Su marido fumó, bebió; todo lo perjudicial para la salud le atrajo. Pero ella, que hizo jogging hasta los setenta años, controlándose, claro, y que incluso el día de Navidad respetaba una impecable dieta vegetariana… Había muerto demasiado joven. Bueno, todo el mundo se moría demasiado joven, era tópico decirlo, pero ella…

De eso hablaba ahora el presidente con Rodolfo, “un tres cuartos de hermano”, como bromeaban ellos, y que probablemente quería a la difunta más que sus propios hijos. Los biológicos queremos decir. Había hecho mucho por él. Se lo estaba recordando al presidente. La familia Rouca lo había acogido en su casa al morir sus padres en un accidente de coche. Sus padres habían sido grandes amigos de los Rouca. El matrimonio se sintió en la obligación de acogerlo. Al día siguiente Rodolfo ya tenía un nuevo hogar. Había pasado de huérfano a niño feliz. El rostro del presidente se mantenía imperturbable, mientras que los ojos del otro estaban húmedos y su voz se mostraba emocionada.

También estaba muy afectado Antonio, el traficante. Su llegada al tanatorio no podía haber sido peor. En la puerta lo estaba esperando un regimiento de periodistas y fotógrafos. No era la primera vez que los tenía que torear. Había conseguido eludir la ley manteniendo a raya a los periodistas. Un periodista podía ser mucho más peligroso que un juez, y a menudo era la antesala de un juez. Pero ellos no respetaban nada, ni la muerte de una madre, y allí estaban tratando de pescar una foto con su hermano: “El presidente y el traficante, unidos por la muerte”. Ya se estaba imaginando el titular. Algo así pondrían. No era muy difícil imaginarlo.

Estaba deshecho. Continuaba hablando con su madre, le decía cosas en silencio, cosas que sólo ellos dos conocían. Movía los labios, pero a lo mejor esas palabras no coincidían con las de su mente. Recordaba anécdotas de su infancia, cosas tontas tal vez.

“Ahí está, llorando como un niño, diciéndome sus secretos de niño. Está machacado, mientras que el otro se mantiene como si nada. El otro es frío, y éste apasionado. Los dos tenían buen corazón… Es extraño que la política estropee más a los hombres que la droga. Pero yo sé que éste jamás tomó drogas. Se ha servido de ellas como otro comerciante utiliza los zapatos, o la comida congelada, como cualquier otra mercancía. En cambio, el otro, el flamante jefe de gobierno, sí que ha consumido drogas. La droga del poder es la que le ha hecho más daño, aunque siempre la tuvo en el cuerpo. Claro, así es la vida, una contradicción. ¿Y dónde se ve mejor esa contradicción? Pues en un velatorio, en el tuyo a ser posible.”

Los fotógrafos habían intentado entrar, pero los escoltas del presidente y los guardaespaldas del otro “hombre importante”, se lo impedían. No respetaban nada, pensaba todo el mundo en la sala, pero algunos de ellos eran periodistas: también ellos, en otra época, hubieran hecho todo lo posible por sacar esas preciadas fotos. Lo repudiaban, pero lo comprendían.

Los dos hermanos no se habían mostrado juntos en ningún momento. Las malas lenguas decían que se habían llamado para no coincidir en la puerta. Nadie lo creía, pero fue Antonio el que llamó primero. No sólo quería evitarle problemas a su hermano; se los quería evitar a sí mismo. Montar un espectáculo el día de la muerte de su madre… No se le pasaba por la cabeza.

Tenía los ojos cerrados, pero lo podía ver todo. Como si su imaginación fuera tan fiel que recreara las imágenes del velatorio para su cerebro. ¿Para su cerebro? ¿No estaba muerta? Pero también podía oler las flores. Incluso oía lo que hablaba la gente, y le llegaban nítidas las palabras de su hijo pequeño, dichas apenas en un susurro.

La muerte no era un estado desagradable. Era ver, oír, oler… sin ser advertida. Asistir a su propio velatorio en el puesto de honor, y de un modo invisible. Era divertido, sí. Pero se preguntaba qué pasaría cuando enterraban al muerto. ¿Seguiría viéndolo todo, escuchándolo todo, oliéndolo todo? No sería tan divertido sentir la tierra cayendo sobre tu caja. ¿Seguiría pensando uno, viviendo, debajo de la lápida?

¿No estaría viva en realidad?

Pero ella sabía que aquello era la muerte. Nunca había experimentado semejante paz, semejante clarividencia, nunca, en su vida.

Se iban retirando todos, uno por uno. Iban cruzando la puerta estrecha de la sala. De allí a un pasillo, y del pasillo a la calle. Ella también recorrería el mismo camino, pero ya no lo haría en posición vertical, como estaba ahora, sino en la horizontalidad de la muerte. Una horizontalidad forrada de madera.

Los únicos que quedaban eran sus hijos. El mayor la miró con una mirada rápida, furtiva. El menor se detuvo delante de ella durante varios minutos. A lo mejor sabía que ella también podía mirarlo, oírlo, incluso olerlo. Si no lo notaba Antonio no lo notaría nadie.

Lo vio perfectamente. O lo intuyó. Le había mandado un beso. Su hijo menor, la oveja negra de la familia, al que más quería, se había llevado los dedos de la mano derecha a su boca… y le había mandado un beso.

Entonces ella se lo quiso devolver. Quiso sacar sus manos del ataúd, levantar la tapa inferior para asomar los dedos ensortijados (no le habían quitado las sortijas), llevárselos a sus labios, como había hecho él, y enviarle volando el último beso.

Fue la primera vez desde que estaba muerta que quería hacer algo propio de una persona viva. Pero no pudo. Ésas eran las nuevas reglas.

Lloraba, pero sus lágrimas no salían de sus párpados sellados. La muerte no era tan agradable.

Habían salido todos. Sólo quedaban los dos hijos, que formaban una especie de paréntesis. La madre quedaba en medio, detrás del cristal, como un árbol rodeado de flores.

—Jorge, voy a dejar los negocios. Lo debería haber hecho hace mucho,  pero voy a hacerlo ahora.

—Me alegro mucho de oír eso, Antonio. Ella estará orgullosa de ti. Nunca es tarde para enmendar los errores.

—Me hace gracia que me lo digas precisamente tú.

Jorge permaneció en silencio. No quería pelearse con su hermano. No le gustaba hacerlo delante de su madre, y no lo haría ahora que estaba muerta. Ella sería capaz de revolverse en su ataúd para defender a Antonio. Como siempre.

—No es que sea pronto o tarde —dijo Antonio—. Es que lo necesito. Las cosas hay que hacerlas cuando llega el momento, y el mío ya ha llegado.

—Vuelvo a decirte que me alegro mucho, pero espero que ese momento sea pronto. Las elecciones están a la vuelta de la esquina, y sabes que tengo a la oposición pisándome los talones. Siempre aparece algún artículo que nos relaciona en plena campaña electoral.

En un momento como aquél su hermano sólo podía pensar en sus corruptas elecciones. Pero a Antonio le daba igual.

—Descuida. Voy a dedicarme a algo completamente distinto. Aunque en el fondo, como decía mamá, todo es lo mismo.

—Todo no es lo mismo, Antonio, aunque lo dijera mamá.

—Yo creo que sólo hay diferentes maneras de hacer las cosas.

—En fin, lo importante es que lo vayas a dejar. Me intriga qué harás a partir de ahora, pero… sé cómo has llevado siempre tus asuntos. Tu brazo derecho lo sabrá sólo cuando debas moverlo.

—Yo soy mi brazo derecho.

—Claro. Te deseo suerte. Irás al entierro, ¿verdad?

—No, al entierro no iré. Iré al funeral. No me gustan los entierros. Mamá sabrá perdonarme.

—Claro.

—¿Te puedo pedir un favor? –preguntó Antonio.

—Por supuesto, si no tiene nada que ver con negocios o política.

—Tranquilo. Sólo quiero pedirte que salgas tú primero. Me quiero quedar un minuto a solas con mamá.

—Muy bien.

Los dos hermanos se abrazaron y se despidieron. Salió Jorge. En el exterior le esperaban los flashes y muchas preguntas que no contestaría.

Vemos de espaldas a Antonio, su gabardina marrón claro. Está mirando por última vez el cuerpo de su madre. Trata de abrir esos párpados sellados. Le gustaría ver su mirada de nuevo. Su madre fue la única persona que nunca hizo distinciones “morales” entre él y su hermano mayor. En una ocasión le dijo que un presidente podría ser mucho más perjudicial que un traficante de drogas. Él sabía que tenía razón, pero desde entonces no dejó de pensar que podría trabajar en otra cosa. Recordó a su padre. Nunca se habían entendido. Para él siempre fue un delincuente, y se ruborizaba cada vez que le preguntaban por su hijo.

Su madre tampoco se entendió con su padre. Había dos grupos en la casa: su madre y él, y su padre y Jorge. Ahora que se habían ido los dos, los hermanos quedaban solos, sin grupos. Quizá ahora podrían ser los amigos que nunca fueron. Aunque él no lo creía posible.

“Pobrecito. Tiene más de cincuenta años y sigue con la cabeza enfollonada. Todavía no ha entendido nada de la vida. ¿Hay que morir para entender esta jaula de locos?”

La está mirando, fijamente. Murmura algunas palabras que no oímos. El cristal, las flores, como un mar del que ha surgido el ataúd de su madre. Un mar de flores en una vitrina. El cuerpo de ella, de pie, como una momia, una escultura egipcia. El maquillaje le ha devuelto algo de su belleza. Antonio recordó lo que decían sus amigos. Eran unos chiquillos, pero ya se fijaban en esas cosas: “ Tu madre es la más guapa del barrio.” Y él al principio no sabía si enfadarse o alegrarse de que se lo dijeran. Pero no se enfadaba, y quizá por eso jamás tuvo celos de nadie, aunque había vivido con las mujeres más deseadas del país.

Antonio mete las manos en los bolsillos de su gabardina. Parece que busca algo, porque los remueve. Pero saca las manos vacías. Ya le ha dado tiempo a su hermano para pasar por delante de los fotógrafos y alcanzar su imponente coche presidencial. Él también tendrá que hacer lo mismo, pero les ha dicho a sus guardaespaldas que fueran especialmente delicados con los fotógrafos. Nunca quería problemas, pero menos en un día como aquél. Además, iba a cambiar de actividades y necesitaba empezar a coger algo de fama, buena fama, claro.

Se encamina hacia la puerta, pero antes de llegar a ella se detiene. Se vuelve. Va hacia el cristal y deja en él la huella de un beso.

—Mamá, me has dejado solo. Ya nadie podrá comprenderme. Ahora tendré que hablar sólo conmigo mismo, porque tú no estás. Espero –sonrió- que te lleves con papá mejor que antes. No os permitirán allí arriba vuestras broncas. Cuídate, mamá, y míranos desde el cielo. Intentaré darte motivos para que te sientas orgullosa.

“Es verdad que lo dejo solo. Está solo, por eso eligió un oficio de hombres solos. También el otro lo hizo, pero éste es más débil. Se metió en un mundo de fuertes para demostrarse que él también lo era. ¿Será por eso que lo quiero tanto? El mejor de la familia es el peor considerado. A eso llega la locura de esta jaula. Pobre Antonio. Pero ya se va. Me deja. Ahora soy yo la que está sola. ¿Pero no lo estuve siempre?”.

Sí, él se iba, con la cabeza aún más agachada que antes, con lágrimas en los ojos. Pero justo al alcanzar la puerta, irguió la cabeza. De un bolsillo de la gabardina sacó un pañuelo. Se enjugó las lágrimas. Volvía a ser don Antonio, el temido traficante (no sospechaban que lo sería por poco tiempo), mientras que “el hijo” quedaba atrás.

Empezó a sonar música, en un tono bajo al principio, pero subía, cada vez más fuerte. Eran violines.

Los sofás y los sillones, vacíos. La calma se ha adueñado de la sala, transmite desasosiego. Es la calma típica de la muerte.

Sigue estando guapa, como la hemos visto todo este tiempo. Quiere hacer un último gesto pero vuelve a ser inútil. Parece una momia (es una momia), una escultura egipcia. Los párpados sellados.

Él se ha ido. Ahora puede descansar en paz.

—¡Corten! —exclamó el director, Roque Sánchez, el mago del drama español—. ¡Magnífico, maravilloso, espectacular! Se acabó. Felicidades a todos. Sobre todo a Lucía y a Miguel. De aquí a los Goya: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor y Mejor Actriz. Ésos están clarísimos. Ha sido una escena soberbia. ¡Felicidades a todos!.

El director estaba como loco. Abrazaba al cámara, movía la cabeza del ayudante de dirección, gritaba de júbilo. Y a Miguel Roncales, Antonio en la ficción, lo levantó en volandas.

—¿Y qué buscabas tú en la gabardina, traficante? Porque ahí no llevabas nada, ¿no?

Pensé que le iría bien. Fue algo instintivo. La verdad es que ésta es la escena más rara que he hecho en mi vida.

—Rara porque ha sido cojonuda. Ojalá rodara yo tantas escenas raras. Es un final inmejorable.

—¡Roque, Roque!

Era la voz de la maquilladora. Estaba dentro de la pequeña habitación, con el ataúd. Algo extraño pasaba.

—Roque, Lucía no se mueve. Está como dormida.

—Claro —dijo el director—, se ha metido tanto en el papel… Tú te crees que un Goya lo gana cualquiera. Es una profesional; hace de muerta, pues tiene que comportarse como una muerta. No querrás que resucite de la noche a la mañana. Lleva un buen rato en el otro barrio.

A la maquilladora no le gustaban mucho aquellas bromas. Se estaba agobiando. Lucía no oía, y parecía que no respiraba. Además, se había fijado en su maquillaje. Ahí no había huellas del laborioso envejecimiento artificial que le habían hecho. Era una piel arrugada, ¡naturalmente arrugada! Sólo encontró una capa de colorante, y debajo de ella, una tremenda palidez. Aquello no lo había hecho  nadie del equipo.

—Roque, no soy médico, pero… parece que está muerta.

—Mientras lo parezca es que va a ser la interpretación de su vida.

—No, Roque, yo creo que está muerta.

—¡Cómo va a estar muerta! ¿Estás loca? Se habrá desmayado de la impresión. Llamad al Samur.

Pero Miguel Roncales, el actor que había interpretado a Antonio, el querido hijo de Magdalena Sáez, sabía que Lucía estaba muerta. No lo dijo, pero lo sabía.

La madre de Jorge y Antonio estaba ya en otro lugar. Magdalena pasaría toda la noche en el tanatorio, y a la mañana siguiente la enterrarían en el panteón de su familia, en la Almudena.

Jorge no iría allí. Miguel Roncales le entendía perfectamente. A él tampoco le gustaban los entierros, ni los funerales.

Mientras todos andaban como locos por la sala, contando por sus móviles la aventura que acababan de vivir, Miguel Roncales rezó un padrenuestro por el alma de Lucía Colón, es decir, por la de Magdalena Sáez.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a moverlas.

Ella parecía una momia, y tenía los parpados sellados, como una escultura egipcia. Pero seguía siendo muy guapa.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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