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La Deseada, de Maryse Condé - Zenda
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La Deseada, de Maryse Condé

Zenda publica las primeras páginas de La Deseada (Impedimenta), de Maryse Condé. Esta novela, que se alzó en 1997 con el más que prestigioso Prix Carbet de la Caraïbe, es una potentísima narración en primera persona sobre los orígenes, la sangre y la maternidad, esta última experimentada como una obligación biológica fruto, además, de una...

Zenda publica las primeras páginas de La Deseada (Impedimenta), de Maryse Condé. Esta novela, que se alzó en 1997 con el más que prestigioso Prix Carbet de la Caraïbe, es una potentísima narración en primera persona sobre los orígenes, la sangre y la maternidad, esta última experimentada como una obligación biológica fruto, además, de una violencia demencial. La novela traza un recorrido melancólico y profundamente reflexivo desde la memoria y, sin embargo, absolutamente apasionado con las curiosidades, ironías y virtudes del mismo existir en la voz de tres generaciones de mujeres. 

***

I

Ranélise le había descrito el espectáculo de su nacimiento tantas veces que ella terminó por creerse la actriz principal. Más que el papel de bebé aterrorizado y pasivo que madame Fleurette, la comadrona, arrancaba de entre los muslos ensangrentados de su madre, creía haber desempeñado el rol de lúcido testigo e, incluso, de auténtica protagonista del acontecimiento, por encima de la propia parturienta —Reynalda—, a quien se imaginaba recostada, mordiéndose los labios y apretando los puños, con una mueca de indecible dolor en el rostro. Años más tarde, frente a un cuadro de Frida Kahlo que representa la llegada de la artista a este mundo, sintió que aquella mujer desconocida lo había pintado para ella.

Eran las tres de la tarde. Hacía un tiempo espléndido y vibrante. Era martes de Carnaval. Día de fiesta. Las bandas de mas inundaban las calles de La Pointe. Desde el domingo, se preparaban en secreto para desfilar juntas desde los suburbios hasta la Place de la Victoire. Retumbaban los latidos del gwoka. Algunos mas se cubrían con hojas secas de banano. Otros se untaban el cuerpo con alquitrán y corrían restallando látigos, sinuosos como serpientes. También los había con cuernos de buey o de toro y con los disfraces recubiertos de espejitos, de pedazos de cristal o de mica de todos los tamaños que captaban y reflejaban los rayos del sol. Estos eran los terroríficos mas a’kon y provenían de la barriada de Casamance. Los burgueses y sus hijos los esperaban acodados en los balcones, entre buganvillas y palmeras enanas. Habían hecho acopio de moneditas para lanzárselas. A sus pies, el pueblo pataleaba y se emborrachaba.

El canal Vatable parecía un barrio fantasma, pues el gentío se agolpaba en el centro de la ciudad. Los moko zombis más despistados no tardaban en darse cuenta de su error y en salir disparados hacia la Rue Frébault, no sin antes dejar constancia de su presencia asestando con los zancos un par de sonoras patadas en los postigos cerrados de las ventanas. En el modesto apartamento de Ranélise, tras las persianas, no se escuchaba ni el barullo del gwoka ni el pitido de los silbatos ni la estridencia de las carracas que acompañaban a los mas. Tampoco se escuchaba la algarabía de la multitud. Lo único que turbaba el silencio eran las quejas ahogadas de Reynalda, cuyas caderas de quinceañera, demasiado estrechas, se negaban a colaborar; los juramentos en criollo de madame Fleurette, maternal y exasperada al mismo tiempo: «¡Empuja, empuja, por el amor de Dios, haz el favor!»; y, para terminar, el balido frágil y tenaz de un recién nacido.

Madame Fleurette era una mulata hermosa, matrona experimentada aunque sin estudios, siempre dispuesta a ayudar. Tanto en época de lluvias como en período de sequía, callejeaba por los arrabales en su bicicleta Flying Pigeon con el objetivo de socorrer a las pecadoras a las que rechazaba el Hospital General y a las que las monjas del hospicio de Saint- Jules tampoco podían atender. Cuando Reynalda empezó a tener contracciones, Ranélise —que la salvó de morir ahogada y le abrió las puertas de su casa— y Claire-Alta —la hermana pequeña de Ranélise— reconocieron la bicicleta de madame Fleurette aparcada frente a una chabola incluso en un día de fiesta como aquel, y acudieron a pedirle ayuda. No fue un parto fácil. Una vez finalizado, Ranélise y Claire- Alta se deshicieron en palabras de gratitud y acompañaron a madame Fleurette hasta el barreño de agua limpia del patio. De pronto, Reynalda emitió un gruñido tan funesto que las mujeres se dieron media vuelta alarmadas. Tenía cara de estar muerta en vida. La fina sábana que la cubría se había empapado de sangre en un abrir y cerrar de ojos. En el suelo se formó un gran charco rojo. Por suerte, el hospicio de Saint-Jules no quedaba demasiado lejos. Las monjas tumbaron a Reynalda en la cama aún caliente de la parturienta que acababa de pasar a mejor vida, y se pusieron manos a la obra.

Cuando Ranélise salió de Saint-Jules, al filo de la medianoche, los fuegos artificiales lanzados desde el muelle surcaban el cielo, multicolores; zigzagueaban y se perdían en dirección a la isla de Dominica. Las calles estaban a rebosar de niños, de mujeres y de hombres vociferantes. Los borrachos daban tumbos. Envueltos en un griterío infernal, los mas orquestaban una última bacanal.

Entró en casa y corrió hacia la pequeña, que seguía exactamente donde la habían olvidado. Ajena a todo, dormía plácidamente. Tenía la carita mancillada de mierda y de sangre seca. Olía a pescado podrido. A pesar de ello, Ranélise sintió una oleada de amor que le desbordaba el corazón y se dirigía hacia aquel cuerpecito. Siempre había deseado tener un bebé. En su lugar, el Señor solo le había enviado un aborto tras otro, una criatura muerta tras otra, una muerte súbita tras otra. Estrechó a aquella niñita contra su pecho, convencida de que Dios, por fin, se arrepentía de haberla hecho sufrir tanto. Cubriéndola de besos, decidió llamarla Marie-Noëlle, aun naciendo en pleno Carnaval. Le parecía un nombre precioso. Pues Marie es el nombre de la Santa Virgen, madre de todas las virtudes; y Noëlle tiene que ver con la noche milagrosa en que nació el Niño Jesús, destinado a purgar todos los pecados de la humanidad. Le dio un baño caliente. Perfumó el agua tibia con esencia de rosas, un manojo de hojas de guanábana y un puñado de violetas de España. Luego la secó con una tela fina y la acostó bocabajo para evitarle sobresaltos nocturnos, gases y pesadillas.

Ranélise era muy negra. Grandullona. Trabajaba como cocinera en el Babor Estribor, un restaurante de poca monta, pero de buena mesa que estaba en Bas de la Source. Se le daban de maravilla los lambis: arrancarlos de la concha, enjuagarlos con una salmuera secreta donde ponía un puñado de hojas de agar; ablandarlos con un mazo que ella misma había fabricado con una estaca de guayacán y servirlos tan tiernos que se deshacían en la boca, como si fuera cordero bañado en salsa. Gérardo Polius, el alcalde comunista de La Pointe, comía en el Babor Estribor cuatro días a la semana. Venía exprofeso desde Le Moule o desde La Boucan. Lo acompañaba medio ayuntamiento. Meses antes, Ranélise estaba de compras por Carénage, charlando tan tranquila con su pescador de cabecera, cuando de repente vio un paquete de tela flotando como una boya en el agua. Intrigada, se acercó y distinguió un brazo, una pierna, un pedazo de nalga. Se puso a gritar para alertar a los viandantes y, con ayuda de un palo, repescaron a la náufraga cuyo corazón aún se empeñaba débilmente en latir.

Era muy joven. Casi una niña. Catorce años. Quince, a lo sumo. Tenía los senos aún sin desarrollar, parecían dos bulbos de mango. Ranélise tenía un corazón de oro. Se la llevó a casa. Le dio friegas con aceite de alcanfor y la obligó a beber infusiones de cardo bendito con un chorrito de ron para entonarla. Después la abrigó con un camisón grueso, de los que ella misma se ponía en época de lluvias. El primer día no hubo manera de sacarle más que frases entrecortadas. Decía llamarse Reynalda Titane. Su madre, de nombre Antonine, aunque todos la llamaban Nina, servía como criada en casa de Gian Carlo Coppini. Gian Carlo Coppini era un joyero italiano de la Rue Nozières y su tienda, Il Lago di Como, siempre estaba abarrotada de compradores y de curiosos. Gian Carlo Coppini se parecía a Jesucristo: tenía el pelo y la barba muy largos, sedosos y rizados. Su séquito lo componían mujeres: una esposa, siempre embarazada o pariendo; dos hermanas, eternamente vestidas de negro y tocadas con mantillas de encaje; no sé cuántas hijas. Gracias a él, Nina había podido enviarla a la escuela municipal de Dubouchage. Y a Reynalda le encantaba la escuela. Francés. Historia. Ciencias Naturales. Sacaba buenas notas y había terminado la primaria.

La gente aconsejó a Ranélise que pusiera a Reynalda de patitas en la calle. ¿Y si resultaba ser una delincuente en busca y captura por los gendarmes? Pero, al hablarle Ranélise de volver a Il Lago di Como, Reynalda se arrodilló y le empapó los pies con sus lágrimas de María Magdalena. Reveló entonces que se encontraba en estado. Por eso se había lanzado al agua. Ranélise se quedó mirándola boquiabierta. ¿Querer matarse por un embarazo? ¿Acaso no sabía que los hijos son un regalo del Señor? ¿Un auténtico milagro? La mujer que ve cómo se le infla y redondea el vientre debería hincarse de hinojos, golpearse el pecho y exclamar: «¡Alabado sea Dios!».

Reynalda no se sinceraba con nadie. Excepto a veces con Claire-Alta, que tenía más o menos su edad. Ranélise no tuvo agallas para echarla y le encontró un trabajo en el restaurante Babor Estribor. En la cocina, donde nadie la viera, porque los clientes se quejaban. La preñada les quitaba las ganas de beber ron.

El segundo recuerdo inventado de Marie-Noëlle era el de su bautizo. Fue en plena Cuaresma, un sábado. Ese día estaba reservado para los bastardos, esos niños que ignoran el nombre de sus padres. La iglesia de Saint-Jules, aneja al hospicio homónimo, era una construcción de madera con la nave central en forma de quilla de barco. Había resistido a los incendios y a los terremotos que venían azotando La Pointe desde el inicio de los tiempos. En la actualidad, faltaban numerosas persianas; las vidrieras lucían resquebrajadas y el rosetón parecía ladeado, como el madrás de una vieja cansada de existir. Ranélise, su madrina, la sostenía en brazos como si fuera una reliquia. ¡Daba gloria verla aquel día! Estaba radiante. Vestía un conjunto azul satinado con lunares y ribetes blancos, y un tocado con capelina. Uno de sus muchos buenos amigos, trajeado de negro y con corbata oscura, ejercía de padrino. Cantaban a coro: «Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria».

La pila bautismal se encontraba frente a una de las pocas vidrieras intactas. Representaba la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen. Chupándose el dedo, con la mejilla apoyada en el seno generoso de Ranélise, Marie-Noëlle no prestaba atención ni a la homilía del cura ni a las promesas de sus padrinos. No podía despegar los ojos de la imagen celestial del arcángel Gabriel, con su capa azul, con las enormes alas abiertas y con aquel ramillete de flores de lis en la mano. A su alrededor, los demás bebés lloriqueaban o chupeteaban granos de sal. Marie-Noëlle, absorta en su visión, se sabía infinitamente superior. ¿Acaso no aseguraba Ranélise que ella era la niña más maravillosa del mundo? El día del bautizo hubo música. No solo las acostumbradas mazurkas, biguines, wa-bap y demás ritmos tradicionales. Los Léonidas, dos cooperantes llegados de Senegal, pincharon discos y explicaron a los asistentes quiénes eran los griots de África. Todos los escucharon maravillados.

Sin embargo, por más que Ranélise también se lo hubiera descrito muchas veces, Marie-Noëlle no guardaba ningún recuerdo del día en que su madre se marchó. Fue en septiembre. Era todo lo que sabía. En un mes de septiembre cargado, como suele ser habitual, de ciclones y de tormentas amenazadores. La cólera del cielo parecía no tener fin. Una o dos semanas después del bautizo, Reynalda anunció que se marchaba a trabajar a la metrópolis. ¿A la metrópolis? ¡Pues sí! Como a tantos otros compatriotas, el BUMIDOM le había conseguido un puesto en casa de Jean-René Duparc, que vivía en el bulevar Malesherbes, distrito diecisiete, París. La familia del tal Jean-René contaba con tres hijos pequeños necesitados de una niñera. Gérardo Polius dejó bien clara su postura. También los vecinos. Ranélise, por el contrario, brincaba de alegría, como una niña con zapatos nuevos. Le regaló a Reynalda tres billetes de cien francos. Antes de marcharse, Reynalda le confió a Claire-Alta que no entraba en sus planes pasarse la vida de criada.

Se proponía estudiar y llegar a ser alguien en la vida.

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Autora: Maryse Condé. Título: La deseada. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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