La anécdota con la que cada martes abren estas Romanzas viaja hoy hasta 1769. El ingeniero Wolfgang von Kempelen recorre medio mundo con una máquina que, según dice, es capaz de ganar a cualquiera que se preste a jugar una partida de ajedrez. El artilugio es una suerte de cabina, con un maniquí de madera sentado frente al tablero. Cuando el retador mueve una pieza, Wolfgang activa una manivela, el maniquí mueve su brazo de madera, y con él se efectúa el movimiento de respuesta. Efectivamente, nadie es capaz de ganar a El Turco, que así se hace llamar este autómata del siglo XVIII. Muchos son los que se acercan, tocan al maniquí, que lleva turbante y túnica, para comprobar que está fabricado con madera. Y lo está. Cuentan que El Turco, en su tremendo misterio, derrotó, entre otros contrincantes, a Napoleón, a Federico el Grande, a Benjamin Franklin o a María Teresa de Austria. Pese a su fama y a las habladurías, nunca se descubrió el secreto. Animo a los lectores presentes en este texto a que intenten descifrarlo en los comentarios del artículo.
En fin, el arriba firmante abre con esta anécdota para dejar claro que esta especie de aspiración científica por jugar contra máquinas viene de lejos. A fe de ese mismo firmante que algo gana el ser humano al conseguirlo, pero por supuesto algo pierde también. Y me explico. Acaba de terminar el Campeonato Mundial de Ajedrez, que se ha disputado en Kazajistán, con victoria para el chino Ding Liren. El ajedrecista asiático se ha impuesto al ruso Nepo, número dos del mundo y favorito. Pese a que en las distintas partidas disputadas se han producido numerosos errores, algunos de ellos de bulto para tratarse de Grandes Maestros Internacionales, lo cierto es que ha sido un campeonato divertido, emocionante y frenético. Sin embargo, la mayoría de la crítica mundial ha catalogado este match como desastroso, errático e incluso «de segunda fila». ¿El motivo? Aquí es donde entran en juego las máquinas, como nuestro protagonista El Turco.
La aparición de los algoritmos en ajedrez está destrozando ya no tanto el ajedrez mismo cuanto la percepción que de él tenemos. La llegada del big data, el machine learning, la IA y no sé cuántas zarandajas más están creando pequeños monstruos del cálculo, inquisidores baratos de tablero. Cuando Nepo, en este mismo Campeonato del Mundo, llevaba a cabo tal o cual movimiento, al instante el robot sentencia: «no, caballo F3 está mal, te coloca medio punto por debajo en seis movimientos». Y ahí tienes a los comentaristas juzgando. No ha ayudado a este perfeccionismo matemático el reinado de Magnus Carlsen, el mejor jugador de todos los tiempos, que era capaz de almacenar esta precisión en su privilegiada cabeza, y que ahora pasa de jugar el Mundial, cansado del nivel del oponente. En fin, abogo por mandar al carajo todas estas máquinas y vivir con la pasión que requiere este juego. Echo de menos la batalla política de los Spassky versus Fischer, a los parapsicólogos hipnotizando a Korchnoi, los zurriagazos entre Kárpov y Kaspárov… Allí no había algoritmos que sentenciasen que un alfil te hace perder la partida en veintidós movimientos. Allí había pasión, entrega y encanto. El encanto de este juego milenario que no podemos perder.
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