Puedo recordar la escena. Tendría yo, no sé, ocho o diez años. Era invierno, esto sí lo sé porque deambulaban por casa, como cada diciembre, mis añorados abuelos. Ese día estaba previsto que Willy Fog, aquel león ordenado y caballeroso, desembarcara en Liverpool y recorriese el último tramo de su viaje hasta Londres en tren. Le quedaban apenas unas horas para agotar los famosos ochenta días de su apuesta. Hablando de tiempo, por aquel entonces había que ver los dibujos a su hora, pues la disposición del ocio no nos pertenecía. Hoy, sin embargo, niños y mayores pueden ver su serie preferida a la hora que gusten, una conquista del minutero que habla mucho y mal de nosotros. Pero volviendo a Fog y a sus tres compañeros, Rigodón, Tico y la princesa Romy, resulta que finalmente llegaron unas horas tarde a Londres, perdiendo la apuesta. Sin embargo —peligro, spoiler—, finalmente descubren que su reloj lleva un día de retraso por haber recorrido con él todos los paralelos del globo, y se alzan por fin ganadores. Sólo la alegría de un niño puede ponerle coto a lo que sentí yo aquel día: la semántica no alcanza para describir lo que percibí entre vítores a Fog y canciones de Mocedades —¡Sílbame!.
En fin, pienso en esta escena ahora que se cumplen 150 años de la publicación de La Vuelta al Mundo en Ochenta Días, uno de los superventas de Julio Verne. E inmediatamente después pienso, ¿hasta qué punto han caído en una insufrible y penosa decadencia los dibujos animados? Desde luego, esta adaptación de la novela del autor francés no fue la única; aquella época, los ochenta y los noventa, está plagada de series animadas con trasunto novelesco, con poso en los grandes clásicos de la literatura universal. Pienso también en Los Mosqueperros y su protagonista Dartacán, basada en el clasicazo de Alejandro Dumas. Pienso en El Quijote, la serie de cabecera inolvidable que colocaba a Cervantes en la inventiva de los críos. Pienso en los Trotamúsicos, la adaptación de los míticos Músicos de Bremen de los hermanos Grimm. Pienso en el Sherlock de Conan Doyle convertido en zorro, en el Sandokán de Salgari hecho tigre, y así ad infinitum.
Ahora que vuelvo a los dibujos animados por cuestiones de obligación sucesoria, me encuentro con un panorama distinto. Colorcitos por todas partes, lenguaje mal sonante —ay, si el refinado y pulcro verbo de Willy Fog levantase la glotis—, tres dimensiones o cuatro o cinco o qué sé yo, cierta moralina woke, y desde luego poca o nula intención de dirigirse a los clásicos. Quizá la decadencia no sea de los dibujos animados, sino de mi córtex cerebral, de mi capacidad intelectual para entender estas vaguedades, e incluso de mi capacidad emocional para adaptarme a los cambios. No lo negaría si así lo afirmase usted, querido lector. Pero nada me hará dejar de pensar que aquellos repasos por Salgari, Verne o Dumas tenían algo de pedagogía moral y literaria que ya no conoceremos. Que Netflix y su ética moderna nos pillen confesados.
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