[Foto: Inés Valencia]
‘LA Confidential’ es una demostración de que no hay que tener miedo a los clásicos del pasado y que cualquier género puede revisitarse con éxito, incluso cuando parece que los libros y las películas definitivas sobre el tema ya están hechos. Pues ya se ve: se puede hacer gran novela negra al final de un siglo, y cine negro en color y sin sombreros. Guion complicado, bajas pasiones, héroes imperfectos… Todos los tópicos del género están aquí. Y llevado con tanto brío que cuando Russell Crowe le dice a Kim Basinger que es más guapa que Veronica Lake, es difícil no compartir tamaña osadía.
Dos Oscars, a actriz secundaria (Kim Basinger) y guión adaptado (Curtis Hanson y Brian Helgeland). Otras siete nominaciones, a película (Arnon Milchan, Curtis Hanson, Michael G Nathanson), director (Curtis Hanson), dirección artística (Jeannine Claudia Oppewall, Jay Hart), fotografía (Dante Spinotti), música (Jerry Goldsmith), sonido (Andy Nelson, Anna Behlmer, Kirk Francis) y montaje (Peter Honess)
(Aviso de spoilers en todo el texto)
La película tiene dos influencias principales. Una es, obviamente, la novela original de James Ellroy, publicada en 1990 y definida como de género «neo-noir». Es mucho más amplia que el film, ya que si este sigue la pista a tres personajes principalmente, la novela tiene hasta ocho tramas entrelazadas a lo largo de una década. Ellroy, un tipo que no tiene problemas en soltar tacos cuando lo entrevistan, cual si fuera uno de sus propios personajes, dijo que tras haber planes para una serie de televisión (más tarde se acabó rodando un episodio piloto en 2003, pero la cosa no pasó de ahí), la historia se había tachado de inadaptable debido a que no tiene personajes «sympathetic», que no significa «simpáticos», sino con los que el público se pudiera identificar. Este es uno de los eternos conflictos entre productores y cineastas. Al parecer, los productores piensan que una historia necesita tener personajes «buenos» con quienes el público pueda simpatizar a cambio de aguantar a los «malos», y que si no los hay, la historia resultará desagradable y no recomendarán la película a sus conocidos, lo cual llevará a pérdidas económicas. Y lo peor de todo es que cuando se hacen encuestas en pases previos, resulta que los productores tienen razón muy a menudo: este tipo de cosas aparecen con frecuencia reflejadas en las opiniones de los espectadores, así que se puede considerar que no estarían haciendo bien su trabajo si ignoraran estos datos.
Afortunadamente, uno de los mayores aciertos de esta película es que tira esta teoría por los suelos, aunque tampoco cae en el feísmo de ensuciar cuanto más mejor a los personajes en busca de demostrar cómo de rompedora es. Si es cierto que se mantienen los defectos de todos los personajes, también lo es que la mayoría de ellos se redimen y acaban haciendo lo correcto cuando se enfrentan a un enemigo común y mayor. Porque lo que tiene el papel del capitán de policía Dudley Smith (James Cromwell) es que termina siendo tan sucio que acaba haciendo parecer a los meramente grises como casi blancos. Smith empieza pidiendo mano dura contra el crimen organizado para limpiar Los Ángeles de delincuentes, y se lo explica claramente al detective Ed Exley (Guy Pearce) en la famosa Nochebuena del 53: ¿serías capaz de apalizar a un sospechoso que sabes que es culpable para arrancarle una confesión? ¿Serías capaz de plantar pruebas falsas en la escena de un crimen para lograr una condena que de otro modo no se produciría? Smith no cree que Exley esté hecho de esa pasta, y se lo dice claramente. Es muy arriesgado decir si este tipo de conversaciones hoy en día tienen lugar aún en comisarías de todo el mundo, pero la naturalidad con la que tiene lugar en el film ya nos dice que estamos en otro mundo. En 1991, un año después de publicarse la novela, y seis antes de hacerse la película, ocurrió el famoso episodio de la paliza de un grupo de policías blancos al negro Rodney King, que fue grabada en vídeo en la propia Los Ángeles. Y hoy en día, con el tema del terrorismo internacional, se plantean dudas morales semejantes. ¿Hasta dónde debe llegar una fuerza policial para evitar delitos a gran escala? Y aún más, ¿hasta dónde queremos dejarlos llegar, o deseamos dejarlos llegar en nuestro atemorizado fuero interno?
Más tarde vemos a Smith haciendo exactamente lo que predica. Al menos dos veces lo vemos ante un delincuente atado a una silla siendo machacado a puñetazos para que se largue de la ciudad. «Esto es la ciudad de Los Ángeles, y tú no tienes alas». Objetivo cumplido, seguridad lograda. Claro que la gran revelación final es que Smith está haciendo todo esto no para limpiar Los Ángeles, sino para quedarse él con los negocios ilegales de los delincuentes a los que despacha. Son sus hombres quienes ametrallan a los esbirros del mafioso Mickey Cohen y quienes dominan los bajos fondos de la ciudad amparados en sus placas. La actuación de James Cromwell es espléndida, y más si se lo recuerda en un papel anterior suyo como el granjero bonachón de ‘Babe, el cerdito valiente’. Ese tono bondadoso, campechano, de abuelo sabio, con un toque de veterano irlandés bebedor, pero firme en sus decisiones esconde una mente criminal de primer orden, como se ve en la historia.
La otra influencia de la película (allá por la primera línea habíamos dicho que había dos) es la tradición del cine negro norteamericano y en especial de la Warner Brothers. El guionista, productor y director del film, Curtis Hanson, estaba encantado de rodar para la Warner, viendo su proyecto como la continuación de una línea por la que habían pasado Humphrey Bogart, James Cagney y hasta Warren Beatty en ‘Bonnie y Clyde’. Sin embargo, este gusto por y conocimiento de toda esta tradición anterior no se tradujo en un seguimiento esclavizante de su estética. Más bien al contrario, la imagen visual del film carece de dos elementos importantísimos de la tradición del cine negro de los 30-50: las sombras y los sombreros. Los sombreros eran parte de la vestimenta habitual de la gente de aquel tiempo, tanto para hombres como para mujeres. Al incluirlos como parte natural del vestuario en las películas rodadas en esos mismos años, los cineastas de entonces no hacían más que replicar en la pantalla lo que veían en la calle. Ciertamente, también se le sacaba partido estético, ya que un buen sombrero da a la figura una cualidad elegante, amenazadora, bella, malévola, alegre, sombría o lo que se desee. En cuanto a las sombras, a pesar de que ya existía el color, el cine negro se destaca por su uso de la media luz, el contraste de sombras, los rostros medio ocultos, los decorados con escondrijos, la nocturnidad… toda una estética que luego llevaba a lecturas sobre lo blanco, lo negro y lo gris de la existencia humana.
Bien, pues en ‘LA Confidential’ no aparecen ninguno de estos elementos, y es por decisión deliberada. Hanson y su director de fotografía, el nominado al Oscar Dante Spinotti, filmaron con una luz natural (o mejor dicho, que pareciera natural), que iluminara bien visiblemente unos rostros de frentes descubiertas. Además, hay muchas secuencias diurnas, e incluso en interiores nocturnos la luz es abundante. Esto se hizo con el objetivo de acercar a los personajes al momento actual. No se buscaba una fiesta de disfraces ni un ejercicio de nostalgia, ni mucho menos un gesto concreto que recordara a Bogart o Cagney. Se buscaba una historia que hubiera ocurrido en un pasado con fecha específica y exacta (1953-54), pero que no fuera una pieza de museo. El efecto, junto con el del propio guion, es el de lograr un heredero, digno, incomparable y con personalidad propia, de la tradición desde la que se empezó.
Hanson nació en Nevada, pero creció en Los Ángeles y se considera un angelino de pro. La presentación del proyecto a los posibles productores (lo que se llama el «pitch») consistía en una simple serie de 15 fotografías antiguas de la ciudad en los 50. Se trataba de ilustrar que estábamos hablando del nacimiento de varias cosas importantes en el futuro de Los Ángeles. Una de ellas es la influencia del cercano Hollywood, con el apetito por el glamour de unas estrellas a las que podías encontrarte por la calle (véase la escena a costa de Lana Turner), y las historias sórdidas de un entorno que mezclaba estrecha moralidad calvinista, espíritu emprendedor, desarrollo de un arte que estaba en su infancia, venta de sueños y pesadillas, riqueza casi ilimitada de la noche a la mañana, caídas en desgracia de la mañana a la noche y pasiones humanas desatadas que quedan resumidas en el lema de Fleur-de-lis, el lujoso burdel de Pierce Patchett (David Strathairn): «Whatever you desire». Cualquier cosa que desees. Ojo, no «want», «quieras», sino «desire», «tengas deseos de». «Desear» en español está un tanto rebajado por expresiones como «¿qué desean los señores?» para pedir una simple cerveza. «Desire» se usa mucho menos en inglés, y va más por el sentido de deseo ardiente, como por ejemplo el de poseer bellezas únicas e inalcanzables como las estrellas de cine del momento, pulidas y milimetradas por los estudios para provocar precisamente el máximo deseo posible. Patchett ha tenido el ojo de ver una oportunidad de mercado, y se dedica a vender sexo con prostitutas que se parecen a actrices famosas, llegando al extremo de operarlas para que se parezcan aún más (aquí aprovecho para babear sobre Amber Smith, el pedazo doble de Rita Hayworth, que toda la vida me ha parecido un pibón del quince largo, y que pasados ya los 40, no ha logrado salir de la serie B, del cameo de chica mona y de las pelis medio eróticas copias de ‘Nueve semanas y media’). La nariz de la Hayworth (a la que en la vida real también retocaron un poco su rostro natural) es un simple precursor de la amplia panoplia de posibilidades de cirugía estética de hoy. Incluso, en un momento que puede pasar inadvertido, se ve que Patchett tiene en su establo hasta una Shirley Temple de diez añitos, con rizos y todo, sentada en la rodilla de un anciano contentísimo con su juguete de carne y hueso. Whatever you desire.
Sin embargo, Patchett no llegaría a tal grado de lujo con un simple burdel, y otra de las referencias que se cuelan es a la construcción de la autopista a Santa Mónica, en la que tanto Patchett como Smith han invertido y chanchullado. Es un tema muy prosaico, y Sid Hudgens (Danny De Vito) no lo considera digno de su revista de cotilleos y amarillismo ‘Hush hush’ (trasunto de la auténtica ‘Confidential’). Es otro tema precursor y profético, el de la obsesión por preferir saberlo todo de los famosos y pasar por completo de los temas económicos y políticos, a no ser que incluyan escándalos sexuales. Hudgens debería investigar este tipo de cosas, pero no tendrían público, y además, no es lo mismo tender una cobarde trampa a un par de actores novatos dándole a la marihuana con la complicidad de un poli que meterse con peces gordos y sus manejos bajo cuerda. Y ya se ve cómo acaba Hudgens también, asesinado por Smith cuando ya no le sirve de nada. La conversión definitiva de Los Ángeles en una ciudad horizontal, extensísima, donde sin coche no eres nadie, tuvo lugar en estos momentos, hizo muchas fortunas, y Hanson recuerda este instante también. Uno de los temas principales del film es, pues, volver al momento donde empezó lo que hoy tenemos.
Otro de los temas, según el propio Hanson, es el de la diferencia entre la realidad y la imagen. Ya hemos visto parte de esto, con las referencias a Los Ángeles, Hollywood y los dobles de estrellas de cine, pero la cosa va mucho más allá. La propia policía ha de parecer una cosa mientras hace otra más siniestra por debajo. Por encima es el garante de la seguridad local, pero por debajo es totalmente corrupta y racista. Sin llegar a los extremos de Smith y sus esbirros, podemos ver cómo se trata a negros e hispanos en episodios como el de los mexicanos en los calabozos en Nochebuena o la investigación por la matanza del Nite Owl, donde Smith hace asesinar a uno de sus hombres, Dick Stensland (Graham Beckel) que empezaba a sisar del negocio, y no tiene inconveniente en cargarle los muertos a unos negros que pasaban por allí.
También los propios policías parecen una cosa y son otra, o al menos tienen temas importantes de imagen con los que lidiar, en especial los tres protagonistas. Exley, para empezar, tiene un problema de imagen externa, que es el llevar gafas, cosa que, se supone, los hombres de pelo en pecho no hacen, y que inmediatamente te hace parecer un burócrata de despacho, no un hombre de fiar que se viste por los pies. En principio aparece como el recto baluarte, en contra de palizas, amenazas y pruebas falsas para obtener condenas, pero luego vemos que para lograr resultados sin usar estos métodos ha de ser un consumado y sibilino político, en el sentido no necesariamente positivo del término. Primero negocia el resultado del affair de los mexicanos con destreza, mínimo escándalo y un ascenso para sí mismo. Luego, la escena de su interrogatorio a los negros es magistral, aunque queda interrumpida por el inimitable estilo Bud White, que consigue el dato definitivo a base de revólver en la boca. Es decir, Exley es un trepa, pero porque cree tener los méritos para ello, incluida una moralidad que si no es del todo blanca, al menos al lado de los demás lo parece. Más tarde, cuando las cosas se pongan feas de verdad, Exley se verá obligado a usar rifles e intimidación como en la vieja escuela, y no lo hará mal.
White (Russell Crowe) es la bestia sin cerebro, un tío sin doblez, lo cual es a la vez virtud y defecto. Por un lado, no tiene inconveniente en usar los puños para arreglar extraoficialmente cosas que van desde abusos contra las mujeres (es lo primero que le vemos hacer) hasta ayudar en las actividades ilegales de Smith. Sin embargo, Smith no las tiene todas consigo sobre White, y aún no lo ha metido en lo peor de sus manejos de droga y crímenes, donde sí estaba Stensland, el compañero de White. Smith demuestra buen ojo ahí, porque White tiene un límite y es un tío decente que arregla las cosas a lo antiguo, pero al menos en la dirección digamos correcta, la de hacer sufrir al delincuente las consecuencias que la ley no le hace llegar. Más sobre Russell Crowe como Bud White, al alimón entre Arturo Pérez-Reverte y un servidor, aquí.
El tercer poli de las tramas es Jack Vincennes (Kevin Spacey), seguramente el que más de entre todos se ve afectado por el tema de la imagen y la realidad. Trabaja como asesor de una teleserie llamada ‘Badge of honor’, calco de ‘Dragnet’ y otras pioneras del mundo policiaco de la pequeña pantalla (no contento con las referencias al mundo del cine, también vemos el nacimiento de la influencia de la televisión en la vida de la gente, y eso que cuando se hizo ‘LA Confidential’ aún estaban lejos cosas como ‘The wire’ o ‘The shield’). Por lo poco que vemos, la serie parece tener un poli de esos de una sola pieza cuya frase favorita es «just the facts» (los hechos nada más), que le repiten a Vincennes como coña privada. Vincennes, pues, vive en una especie de realidad paralela, en la cual se codea con estrellas famosas (Hanson le sugirió a Spacey inspirarse en Dean Martin, vividor, cantador, vestidor y mujerizador cool por antonomasia), y tanto le ha llegado a molar este curro extra que cuando hay que buscar un testigo interno para solucionar el tema de la pelea de Nochebuena, Exley inmediatamente da en el clavo al identificar que la pasión de Vincennes por ese mundo de policía irreal será lo que le convenza para chivarse. Una simple mención a que el trabajito extra podría aparcarse durante unos meses y Vincennes se chiva hasta de su madre si hace falta.
Desde ese momento, sin embargo, algo parece cambiar en él. Al principio de la película lo vemos sin ningún pudor destrozando las carreras de un actor y una actriz novatos al pillarlos en bolas fumando marihuana, rodeado de cámaras, luz y taquígrafos, con el neón del cine bien visible al fondo. Vincennes vende exclusivas a Hudgens, pero poco a poco Vincennes parece empezar a pensar que no está vendiendo, sino que está siendo comprado. Más tarde, el mismo actorcillo de antes ha de vender lo poco que le queda de su dignidad haciendo de prostituto para pescarlo a él y al fiscal in fraganti a cambio de un papel en la teleserie que nunca llegará («como si se fueran siquiera a acercar a él tras haber sido portada de ‘Hush hush’ dos veces en un año», se refocila Hudgens), y aquí Vincennes reacciona con asco. ¿Hundir al pobre chaval otra vez? ¿Y al fiscal también, sólo porque es homosexual? Si el joven fuera un cabrito pederasta o racista, todavía, pero aquí está ayudando a vender prensa amarilla nada más. Esto y la conversación sobre «Rollo Tommasi» que tiene Vincennes con Exley, donde el segundo le pregunta al primero por qué se hizo poli, y Vincennes se ve obligado a responder que no lo recuerda, espolean a éste a dejar a un lado toda esa capa espesa de imagen irreal en la que vive y ponerse manos a la obra para encontrar al asesino del actor, sacando de dentro el poli que aún lleva. Cosa que por otra parte le costará la vida.
Por último, en el asunto de la imagen y la realidad hemos de referirnos a Lynn Bracken (Kim Basinger), en la que el tema aparece cubierto de capa tras capa de mentiras, verdades, realidades e imágenes. Para empezar, es bella y prostituta, con lo que esto conlleva de imagen contra realidad. Para seguir, se especializa en parecerse a Veronica Lake, lo cual aumenta la imagen que de ella se hacen los clientes (White se encuentra hasta a un concejal haciendo uso de sus servicios), que ni siquiera buscan en ella a la tía buena esa, la Lynn, sabes cuál te digo, sino a una estrella de cine inalcanzable. Es decir, que ni siquiera se la tiran por ser ella, sino por ser como otra más famosa. Sin embargo, a diferencia de casi todas las demás, a las que se define como «cut to look like movie stars» (cortadas, o sea, por un bisturí, operadas, para parecer estrellas de cine), Lynn es natural, excepto por el tinte de cabello. Es decir, que bajo el disfraz de Veronica Lake, se encuentra un asomo de autenticidad que no llega a la cirugía estética por la que otras sí pasan. White se la gana cuando no le menciona el parecido, como hacen todos, lo cual lo marca como alguien distinto. Y también, obviamente cuando él le dice que es más guapa que Veronica Lake, que eso siempre licúa las cosas. A pesar de eso, tampoco hay que llegar al punto de ver a Lynn como pobrecita muñeca rota, aunque es cierto que no sabemos mucho más de su vida, y simplemente deducimos un sueño roto, convertido en pesadilla. Pero Lynn no deja de haberse prestado, suponemos que voluntariamente, al empleo en que la tiene Patchett. «Gracias a él», llega a decir, «así llegamos a actuar un poco también». Sólo que entre luces rojas, en vez de entre focos de estudio.
Lynn es el desencadenante de la alianza contra natura de Exley y White, en un espectacular tiro por la culata de Smith. Smith contrata a Lynn y a Hudgens para cazar a Exley acostándose con ella, y montando una pantomima por la que White descubre las fotos, se supone que accidentalmente, para entonces irse a por Exley con furia asesina. Este se libra por los pelos y por sus propios reflejos al lograr colar un atisbo de reflexión en la dura mollera de White, aunque sin dejar de llevarse una buena tunda. Como se la lleva, en plan de par de bofetadas muy al uso, la propia Lynn.
Para acabar de enredar la madeja, está la propia Kim Basinger, a la cual el tema de la imagen la ha perseguido toda su vida. Dotada de una belleza espectacular, pasó por ser chica Playboy y chica Bond a icono erótico de los 80, y justo cuando los papeles de tía buena empezaban a escasear le llegó esta Lynn Bracken que le trajo un Oscar con berrido incluido tipo «Stellaaaargh» de su entonces marido Alec Baldwin desde el público el día de la ceremonia de entrega, mientras la mira como se ha de mirar a Kim Basinger. Ella misma define el personaje de Lynn como «una fachada». Hanson es más caritativo y dice de ella que es el único personaje de todos los de la historia que se conoce a sí mismo, y esto, como vemos, a pesar de ser el más complejo.
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