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La catástrofe de anoche. España está de luto. Incendio del Museo de Pinturas - Zenda
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La catástrofe de anoche. España está de luto. Incendio del Museo de Pinturas

Este reportaje de Mariano de Cavia, el principal periodista de su tiempo, a caballo entre ficción y realidad, causó conmoción en su época. Es un antecedente del llamado «nuevo periodismo» y de la emisión radiofónica de La guerra de los mundos por parte de Orson Welles casi cincuenta años después. Sección coordinada por Juan Carlos...

Este reportaje de Mariano de Cavia, el principal periodista de su tiempo, a caballo entre ficción y realidad, causó conmoción en su época. Es un antecedente del llamado «nuevo periodismo» y de la emisión radiofónica de La guerra de los mundos por parte de Orson Welles casi cincuenta años después. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.

¡Noche, lóbrega noche! podríamos decir con D. Juan Nicasio Gallego, si la ocasión no fuera harto inoportuna para andarnos con floreos retóricos y si la idea de la lobreguez pudiera asociarse a la de la espantosa hoguera que en estos momentos tiene estremecido y atribulado a todo Madrid.

A las dos de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno Civil, nos telefoneaban desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:

—El Museo del Prado está ardiendo.

¡Ardiendo el Museo del Prado!…

En aquel mismo instante daban comienzo las campanas de las parroquias a sus tétricos toques. Nos echamos a la calle, y al llegar a la Puerta del Sol advertimos desusado movimiento de gentes. En las Cuatro Calles era ya imponente la masa que se dirigía por la Carrera abajo… De los cafés, de los círculos, del Casino, del Veloz, de la Peña, salían en revuelto tropel los trasnochadores, y el vocerío era tal, que apenas había ventana ni balcón donde no se asomaran los pacíficos vecinos, tumbado el sueño por el estruendo de la calle.

—¡Qué desdicha! ¡Qué catástrofe! ¡Pobre España!… ¡Perdemos lo único que aquí tenemos presentable!

Así hablaban las gentes, y corrían desaladas hacia el Prado, ávidas de ver para creer en tamaña desdicha, deseosas de que la realidad estuviese muy por debajo del temor.

Por desgracia, los resplandores del incendio, iluminando intensamente los nubarrones apiñados sobre Madrid, parecían decir:

—¡Rechazad toda esperanza!

La «gettatura»

—¡Es la «mala sombra» de Cánovas! —decían muchos—. Habían pasado dos semanas sin catástrofe nacional: y es claro, esto no podía seguir así… No; lo que es la Providencia no se olvida de nosotros. ¡Y apenas es flojo el recuerdito!

Un diputado conservador, amigo de los Sres. Silvela y Villanueva, hombre agudo y dicharachero, dirigiéndose a un compañero suyo, pero de la nueva promoción:

—Amigo, ésta sí que es una gettatura de verdad. Lo hacen ustedes mejor que nosotros. ¡Bonito debut el de Romero Robledo y el de Elduayen!

—Pues ¿y el de Linares Rivas? —interrumpió un lopezdominguista rencoroso.

La verdad es, sin dar por eso valor alguno a las supersticiones, que los hechos parecen dar la razón a los supersticiosos.

El más despreocupado se ve obligado a juzgar a España presa de un sino cruel, funesto e implacable, bajo el dominio de los conservadores.

El incendio

Un grito de angustia, seguido de violentas imprecaciones, de palabras de lástima, y aun de blasfemias, se escapaba de todos los labios, cuando los curiosos —perdónesenos la impropiedad de esa palabra— llegaban al Prado, y veían el monumental edificio trazado por Ventura Rodríguez, coronado en llamas, lanzando columnas de humo hacia las nubes, y de cuando en cuando haces de chispas, que semejaban luminosos residuos del espíritu de Velázquez, Murillo, Rafael, Rubens, Tiziano, Goya…

No; no ardía solo el ala de Poniente, ni el ala de Levante, ni el centro del edificio. Lo que ardía era el Museo todo, el Museo entero, el Museo por los cuatro costados.

—Europa entera —oímos decir a un espectador— dirá mañana que España ha perdido uno de los pocos florones que quedaban en su corona. Esto es como una desmembración de la patria.

Algunas personas lloraban… otras se precipitaban hacia el edificio, siguiendo a los soldados que llegaban de los próximos cuarteles de los Docks.

Por la puerta central salían algunos hombres arrastrando lienzos —tal vez los de menos valor, los menos interesantes— que habían logrado arrancar de los marcos, cortándolos con cuchillos y navajas.

Las bombas funcionaban con dificultad que llamaríamos extraordinaria, si no fuese eso lo ordinario en semejante servicio. Ni ¿de qué podían servir unas cuantas mangas ante las proporciones del siniestro? Los chorros de agua que se lanzaban hacia el Museo desde la explanada de los Jerónimos más parecían avivar la hoguera que extinguirla.

La confusión era inmensa. Todos mandaban; nadie obedecía. Las autoridades corrían de acá para allá, cuando no permanecían sumidas, corno mucha gente, en una especie de estupor ante los crecientes estragos de incendio.

—¿Qué [es] esto, Dios mío? —oímos decir al Sr. San Pedro, alcalde de Madrid.

Y el Marqués de Viana, gobernador civil, le contestó, echando a rodar formas, distinción y todo:

—¡El acabose!

Origen del siniestro

La premura del tiempo y lo angustioso de las circunstancias nos impiden entrar ahora en pormenores acerca de la fundación del Museo de Pinturas, ni en la descripción de sus espléndidas salas, ni en la reseña de sus riquísimos tesoros.

Tiempo nos quedará —si la gettatutra del Sr. Cánovas no acaba con todos los españoles de una vez— para recordar a la patria lo que a estas horas está perdiendo, como lo pierden también la Humanidad y el Arte, por culpa de la imprevisión oficial.

Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe. Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.

Allí se guisaba, allí se encendía fuego para toda clase de menesteres caseros, allí se olvidaba, en fin, que una sola chispa podía bastar para la destrucción de riquezas incalculables… Los suelos y la techumbre eran, por otra parte, inmejorables agentes para el elemento destructor, gracias a la endeblez y combustibilidad de sus tablones y cañizos, poco menos que desnudos.

Un brasero mal apagado, un fogón mal extinguido, un caldo que hubo que hacer a medianoche, una colilla indiscreta… y ¡adiós, Pasmo de Sicilia!, ¡adiós, cuadro de las Lanzas!, ¡adiós, Sacra Familia del Pajarito!, ¡adiós, Testamento de Isabel la Católica!, ¡adiós, Vírgenes y Cristos, Apolos y Venus, héroes y borrachos, reyes y bufones, diosas de Tiziano y anacoretas de Ribera, visiones de Fra Angélico y desahogos de Teniers!

Inmensa debiera ser la responsabilidad para los que no han querido cortar abusos a tiempo, y conjurar peligros oportunamente; pero ¿qué es en Esparta la responsabilidad? Una palabra hueca.

El ministro de Fomento, herido

Entre los personajes que vimos acudir en primer término al teatro de la catástrofe está el Sr. Linares Rivas.

—¡Qué debut! —como habíamos oído decir momentos antes.

El ministro de Fomento se mostraba grandemente indignado al enterarse del origen probable del siniestro.

—Pero ¿en qué pensaban mis antecesores? —gritaba—. Esto se hallaba en el más escandaloso de los abandonos, en la más ignominiosa de las desidias… ¿A quién se le ocurre tolerar que en los desvanes del Museo se albergase toda una muchedumbre, con niños, mujeres, perros y gatos? ¿Cómo lo consentían los directores de la Institución Pública? ¿Cómo lo autorizaban los ministros de Fomento?…

El Sr. Linares Rivas, al ver la escasa atención que se prestaba a sus elocuentes apóstrofes, comprendió que el tiempo no estaba para discursos, sino para hechos.

Dejó, pues, la palabra, y se lanzó, con resolución digna de todo encomio, hacia el mismo lugar del peligro… Confundido entre varios soldados de artillería, algunos obreros y tres o cuatro compañeros nuestros de la prensa, le vimos penetrar en el Museo por la puerta principal.

Momentos después, le veíamos salir en brazos de varias personas que acababan de arrebatarle a una muerte segura. Al querer entrar en la sala de ingreso a la galería principal, se hundió el techo y un tablón incendiado alcanzó al señor Linares Rivas en un hombro.

La herida no parece ser de gravedad, mas no por eso es menos meritoria la esforzada y generosa conducta del señor ministro de Fomento.

¡Laudable, pero estéril sacrificio el suyo!

Última hora

La desgracia acaecida al Sr. Linares Rivas ha aumentado la confusión y el desorden entre las autoridades y sus subordinados… El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido.

Con lágrimas en los ojos, cerramos apresuradamente esta edición, reproduciendo la siguiente carta que nos envían desde el sitio del siniestro:

«Amigo y Director: Creo que, para ser ésta la primera vez que ejerzo de reporter, no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos… que pueden ocurrir aquí el día menos pensado.

Tuyo,

MARIANO DE CAVIA».

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Mariano de Cavia

Mariano de Cavia nació en Zaragoza el 25 de septiembre de 1855; comenzó sus estudios en Derecho en la Universidad de Zaragoza, pero pronto los abandonó para volcarse de lleno en la profesión que lo acompañaría desde entonces, el periodismo. En 1879 fundó El Chinchín en Zaragoza, un semanario satírico donde comenzó a dar muestras de su ingenio y buen estilo. Colaboró también en el Diario de Avisos de Zaragoza y en la Revista de Aragón hasta que en 1880 se trasladó a Madrid para trabajar en la redacción de El Liberal. Comenzaba, así, su larga lista de colaboraciones en la prensa española. El Liberal y El Imparcial fueron sus territorios de combate, y también El Sol, donde colaboró los últimos años de su vida. El periódico era como un cuadrilátero para Cavia, el lugar donde purgaba sus preocupaciones y volcaba su ingenio: «Cavia fue el prototipo del periodista combativo, crítico, pero de dotes literarias» (La Real Academia Española, 1999, p. 94). La literatura y la imaginación fueron una constante en los artículos de Cavia. En 1891 publicó una breve ficción en El Liberal en la que narraba un incendio en el Museo del Prado. El ilusorio incendio llevaba un titular de corta extensión —como si se tratara de una noticia de última hora— y solo al leer el contenido completo el ávido lector podría percatarse de que se trataba de un texto crítico e irónico acerca de la mala gestión que las autoridades estaban llevando a cabo en el museo. Muchos lectores, alarmados, se acercaron al Prado para comprobar de primera mano lo ocurrido; sin embargo, todo había sido una artimaña del ingenioso periodista para revalorizar la fantástica pero malograda colección del museo. El periodista ejerció también la crítica taurina bajo el seudónimo de Sobaquillo y tuvo una popular sección en El Imparcial —llamada «Despachos del otro mundo»— en la que algunos muertos ilustres comentaban sucesos de actualidad. Publicó varios volúmenes en los que reunió artículos dispersos, como De pitón a pitón (1891), Salpicón (1892), Grageas (1901) y Chácharas (1923). Cavia, famoso por su presencia en la vida noctámbula de Madrid, aparece incluso nombrado en la conocida obra de Valle-Inclán, Luces de bohemia (1920): «¡Ni que se llamase ese curda don Mariano de Cavia! ¡Ese sí que es cabeza! ¡Y cuanto más curda, mejor la saca!». Fuente: RAE

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