«Soñando cerca de un río
he consagrado mi imaginación al agua”.
Gastón Bachelard
A menudo, un libro como el cauce de un río, suele dejar una huella imborrable para toda la vida, como una pintura impresionista que vuelve a flote en la temporada de verano. En mí, esa estela quedó grabada desde el día en que reemplazaron a nuestra profesora de literatura. La expectativa por saber quién y cómo sería la nueva nos inquietó. Al verla aparecer, todos permanecimos quietos y expectantes. Ya en la puerta se detuvo dubitativa y alzó la vista para comprobar que no se había equivocado de aula. Entró con paso firme y caminó directamente hacia su mesa. Era el lado opuesto a nuestra anterior maestra. Venía de una ciudad costera, traía la mirada vivaz y el hablar rápido. Nos miró con sus ojos grandes, su sonrisa amplia y nos ganó para siempre. Su voz era armoniosa, musical y un poco debilitada, porque carraspeaba a cada momento, como si tuviese una faringitis. Sus movimientos y su andar eran lentos, sus explicaciones ágiles, pero las preguntas y ejercicios eran inteligentes y novedosos.
Yo soy un río, voy bajando por
las piedras anchas,
voy bajando por las rocas duras,
por el sendero dibujado por el viento.
Hay árboles a mi alrededor
sombreados por la lluvia.
Yo soy un río, bajo cada vez más
furiosamente, más violentamente
bajo cada vez que un puente me refleja
en sus arcos.Yo soy un río, un río, un río
cristalino en la mañana.
A veces soy tierno y bondadoso.
Me deslizo suavemente por los valles fértiles,
doy de beber miles de veces
al ganado, a la gente dócil.
Los niños se me acercan de día,
y de noche trémulos amantes
apoyan sus ojos en los míos,
y hunden sus brazos en la oscura claridad
de mis aguas fantasmales.Yo soy el río. Pero a veces soy bravo
y fuerte pero a veces no respeto
ni a la vida ni a la muerte.
Bajo por las atropelladas cascadas,
bajo con furia y con rencor,
golpeo contra las piedras más y más,
las hago una a una pedazos interminables.
Los animales huyen,
huyen huyendo cuando me desbordo
por los campos, cuando siembro de
piedras pequeñas las laderas,
cuando inundo las casas y los pastos,
cuando inundo las puertas y sus
corazones, los cuerpos y sus corazones.
Cuando terminó la tercera estrofa, su voz se apagó y un sonido cavernoso la obligó a parar, tosió con fuerza y se tocó el pecho como si le faltara el aire. Todos nos asustamos y quedamos pasmados. De su bolso mágico extrajo un inhalador, abrió la boca, absorbió el aire y repitió dos veces más hasta que recuperó el ritmo de la respiración. La miramos sorprendidos sin saber qué hacía, ¿qué era aquel frasco? Con la calma que la caracterizaba, estiró la palma de la mano para tranquilizarnos, sacó una botella de agua y bebió un sorbo. Cuando se sintió mejor, nos pasó el libro para que cada uno leyese algunos versos del larguísimo poema. Al retorno, nos explicó que sufría de asma y, a menudo, le daban esos ataques que la dejaban muy agotada. Entre todos enlazamos las manos y la ayudamos a subir la cuesta lentamente, aunque por momentos, parecía que se asfixiaba y teníamos que detenernos para que recuperase fuerzas. Por fin, remontamos la cuesta y agotadísima se sentó en una roca para descansar, al borde de la carretera. Al llegar al colegio y bajar del autobús, nos despidió a todos con una sonrisa. Cuando ya no quedaba nadie, estiró el brazo y subió a un taxi. Nunca más la volvimos a ver.
Ahora, cada vez que veo un río, recuerdo aquel libro y a mi profesora asmática. Me pregunto ¿qué habrá sido de ella? Después de la lectura del libro, su voz ha quedado grabada en mí como la propia cascada del río-libro.
Si para Jorge Manrique “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, en realidad, para mí los libros son los ríos que fluyen a lo largo de nuestra vida o nosotros fluimos a lo largo de sus páginas. A veces, nos detenemos en sus orillas para contemplarlo y, como en un espejo nos reflejamos en él, igual que en la novela El río sin orillas de Juan José Saer. Otras veces, recorren por nuestras venas hasta el corazón y laten al mismo compás, como si dijesen: “Yo soy el río que viaja dentro de los hombres”. Algunos libros son como las piedras, nos causan dolor, nos silencian y horadan en lo profundo de nuestro ser, como en Los ríos profundos, novela de José María Arguedas. La mayoría de libros son como los árboles, cuyas ramas se bifurcan y trepan hasta las más altas cimas de la imaginación. Otros, hacen nidos en nuestra mente, nos despiertan y enseñan a volar. Unos pocos, como las espinas, nos hincan, producen molestias y nos provocan heridas. Otro grupo de libros, nos encandilan con el oro brillante que esconden sus aguas, como ocurre con La Serpiente de Oro de Ciro Alegría. En esta novela, el río es la fuente de vida, pero también es el caudal descomunal de la muerte. Ciertos libros son semejantes a las brisas frescas de los ríos, cuyas palabras calman y susurran al oído. Unos cuantos libros son vientos que nos remecen de un lado a otro y nos llevan a transitar por inacabables afluentes. Como en la novela El río de Ana María Matute, todos volvemos al escenario de nuestra infancia: el río. Como en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, retornamos a Macondo “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. Nos mimetizamos con el paisaje y repetimos este párrafo, como si fuese el padrenuestro. Unos pocos libros son frutas, plantas, flores, aves, pronto vuelan y se nos escapan de las manos.
En sí, todos los libros son las cascadas de voces que sentimos en cada lectura, como la voz sibilante y cascada de mi profesora que, fluye como un río de libros, cuyo cauce todavía sigo. Aunque su presencia fue breve, aún oigo el silbido largo e interminable de la lección que nos dejó.
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