Los elementos del noir, del cine negro clásico, tendrían hoy, y me temo que tienen, la más completa censura de los doctrinarios de la cancelación. En esas novelas y relatos, en las películas, se bebe mucho, se fuma más, se mata infinitamente y las mujeres, ay, llevan a la perdición —el título español de la magnífica película de Billy Wilder era ese precisamente— a los hombres que, fascinados y encandilados por su sensualidad, su sexualidad y también por su inteligencia y carencia de barreras morales, se juegan la vida eterna, o simplemente la vida, por una sonrisa, una promesa o el recuerdo de días y noches de esas que no se olvidan nunca. Ava Gardner, Barbara Stanwyck, Lauren Bacall, Kim Novak, Veronica Lake, Kim Basinger, Rita Hayworth, Susan Sarandon, Gloria Grahame y cien más, han encarnado e interpretado fabulosamente ese arquetipo de femme fatale y lo hacen de tal manera que, efectivamente, uno no las olvida jamás.
Richard Quine, el director de Pushover (La casa número 322, 1954), estuvo perdidamente enamorado de Kim Novak. Quién no, me dirán ustedes, pero la diferencia es que ella le correspondía, hasta que dejó de hacerlo. Muchos años más tarde Quine, un cineasta fabuloso y hoy en día semi-olvidado, se suicidó. No hay constancia de que lo hiciera porque le resultara insoportable vivir sin Kim —eso lo explicaría todo—, pero a mí siempre me ha quedado la sospecha de que esa fuera una de las muchas razones que por lo general concurren en esa desesperada decisión. En todo caso, sí que hay constancia de que, tras la despedida de Kim, Quine se sumergió en una profunda depresión. Quine dedicó cuatro películas a Novak. La primera de ellas es La casa número 322. Luego la siguieron Me enamoré de una bruja, una comedia ligera llena de encanto con Jim Stewart y un juvenil Jack Lemmon; Un extraño en mi vida, un maravilloso y emocional melodrama sobre el amor y el adulterio que parece, y posiblemente lo fuera, la despedida romántica, desesperada y apasionada de un hombre profundamente enamorado de su chica; y La misteriosa dama de negro, una divertida comedia negra de intriga, de suaves contornos hitchcockianos.
La casa número 322 cuenta con una extraordinaria dirección de Quine, un cineasta de esos que conocen los secretos de las imágenes que se graban para siempre en tu cerebro, un cineasta capaz de cincelar las acciones y los pensamientos, los sentimientos más íntimos de sus personajes en un encuadre, un plano mental o inesperado, una secuencia coreografiada desde los sentimientos más ocultos. Pero todo ello funcionaría más pagadamente sin el guion de Roy Higgins, un excelente novelista y guionista, responsable de series como El fugitivo o Los casos de Rockford. Es también un especialista consumado a la hora de mezclar acción, suspense, personajes fuertes y situaciones límites; adapta dos novelas y las trasfunde en un relato de pasiones, amores y ambiciones en el que, si el objetivo es resolver un atraco, atrapar a un delincuente asesino y recuperar un montón de dinero, la verdadera razón de contar todo ello es cómo hombres y mujeres juegan en el tablero de ajedrez de la vida, rompiendo las reglas o creyendo que las cumplen.
La película juega al jardín de los senderos que se entrecruzan. Los policías y amigos Sheridan (Fred MacMurray) y McAllister (Philip Carey) vigilan a la Lona McLane, inevitablemente Kim Novak, la chica del atracador Harry Wheeler (Paul Richards), que tras disparar a un guarda del banco se ha llevado 200.000 dólares. Por la chica se llegará al botín, piensa la policía. Sheridan cae de inmediato en las redes de Lona, que le propone matar —la huella de Perdición aparece ahí —a Wheeler y quedarse con el dinero. McAllister también cae rendido en la vigilancia a distancia —apunten a La ventana indiscreta— de otra dama, una enfermera llamada Ann Stewart. Si les digo que ella es Dorothy Malone, seguro que abandonan estas notas y corren a ver la película donde puedan. Con esos mimbres la partida se pone en marcha, como lo hace el Destino, riguroso, implacable, y su motor las pasiones humanas, que no suelen tener paradas intermedias. Habrá muertes, traiciones, sexo y dinero, amor y desesperación, nada nuevo en la ruleta de la vida, que diría Fritz Lang, uno de sus más conspicuos, junto a Billy Wilder, cultivadores. No va más, advertirá el croupier, pero una buena película de cine negro y suspense nunca se frena ante esa advertencia. Dios sea loado por ello.
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Pushover (La casa número 322, 1954). Producida por Jules Schermer para Columbia Pictures. Dirigida por Richard Quine. Guion de Roy Huggins, adaptando las novelas The Night Watch, de Thomas Walsh, y Rafferty, de William S. Ballinger. Fotografía de Lester White, en blanco y negro. Montaje de Jerome Thoms. Música de Arthur Morton. Interpretada por Fred MacMurray, Kim Novak, Philip Carey, Dorothy Malone, E. G. Marshall, Allen Nourse, Paul Richards, Phil Chambers. Duración: 88 mimutos.
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