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La cara oculta de la tinta - Zenda
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La cara oculta de la tinta

Cuando acabé mi primer manuscrito lo ignoraba prácticamente todo del mundo literario. Ni por estudios, ni por profesión ni por amistades me había adentrado nunca en los pantanosos territorios de la publicación de un libro, pero, animada por el resultado de mi primera imprudencia, decidí aprender lo necesario para conseguir verlo impreso. Imaginar tu libro...

Cuando acabé mi primer manuscrito lo ignoraba prácticamente todo del mundo literario. Ni por estudios, ni por profesión ni por amistades me había adentrado nunca en los pantanosos territorios de la publicación de un libro, pero, animada por el resultado de mi primera imprudencia, decidí aprender lo necesario para conseguir verlo impreso. Imaginar tu libro en un escaparate ―como si eso fuera fácil, pero soñar no cuesta dinero―, con tu nombre en la portada, flanqueado por las obras de autores consagrados, de esos a los que lees con devoción, tiene algo de proeza, de hito trascendental ―no en vano se dice eso de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro―; o, al menos, así se percibe cuando no lo has hecho nunca y la ignorancia se adereza con peligrosas dosis de romanticismo.

"Algo había leído sobre Alejandro Dumas y un ejército de escribanos que producían lo que el afamado escritor no alcanzaba a escribir."

Como tantos otros escritores principiantes me dediqué a visitar foros literarios buscando pistas sobre cómo hacer posible mi ilusión y, entre las sorpresas que me llevé, una de las que más me impactó fue el descubrimiento de los negros literarios. Algo había leído acerca de Alejandro Dumas y un ejército de escribanos que producían lo que el afamado autor no alcanzaba a escribir. La impaciencia de los lectores no daba tregua e, imagino, sus ganas de rentabilizar el filón en el que su nombre había llegado a convertirse también influyó en esa deriva. Luego he sabido de los rumores en torno a Molière y Corneille, Shakespeare y Marlowe, y otros autores sobre los que planea la sombra de colaboradores más o menos «intensos» y opacos. Hay casos más recientes y muy sonados, como los de Ana Rosa o Sánchez Dragó ―reconocido por ambos―, pero es sólo la punta de un iceberg en el que reina el secretismo.

Alejandro Dumas

Alejandro Dumas

Esta realidad es mucho más conocida hoy que hace diez años y, junto con los plagios, es uno de los temas habituales sobre la cara B de la literatura. Incluso se han hecho películas, como The Ghostwriter (El escritor fantasma, Roman Polanski 2010), protagonizada por Ewan McGregor y Pierce Brosnan.

La casuística para recurrir a ellos es muy variada: desde profesionales ―actores, políticos, deportistas, presentadores…― que quieren contar la historia de su vida, no saben por dónde empezar y no quieren reconocerlo ―Houdini, Maurice McLoughlin―, hasta editoriales que quieren prolongar los beneficios generados por un autor fallecido en el momento dulce de su carrera ―Robert Ludlum o Virginia Cleo Andrews y su Jardín sombrío―; pasando por famosos sin nada que contar pero con un público entregado que compra cualquier cosa que lleve su nombre ―aquí la lista sería infinita, pero pongamos a Belén Esteban como prototipo.

Ana Rosa Quintana

Ana Rosa Quintana

"Me preguntaba qué sentirían al pasar por un escaparate ―los que pagan para que escriban por ellos sí suelen llegar a los escaparates― y ver en la portada de una obra suya el nombre de otro."

Lo que me sorprendió entonces no fue tanto que hubiera autores que le echaran cara al asunto y firmaran libros escritos por otros, allá cada uno con su sentido ético; tampoco el descaro de la web que me tropecé a la hora de ofrecer sus servicios ―se llamaba así, tal cual, «negros literarios», sin pudor, y garantizaba completa discreción, cual agencia de detectives―. Lo que de verdad me impresionó fue que estos escribientes a sueldo ―mercenarios los llaman algunos― aceptaran ser invisibles, asumieran quedarse en la sombra cediendo, a cambio de dinero, lo que el destino le tuviera reservado al producto de su inteligencia y creatividad. Me preguntaba qué sentirían al pasar por un escaparate ―los que pagan para que escriban por ellos sí suelen llegar a los escaparates― y ver en la portada de una obra suya el nombre de otro. Sobre todo si el libro se convertía en un éxito.

Debatiendo hace poco el tema con amigos del ramo, alguno, muy digno, me comenta que no lo haría nunca. Yo no lo tengo tan claro, la palabra «nunca» no está en mi vocabulario, es más, en mi vida profesional, al reflexionar un poco, me di cuenta de que ya lo había hecho. Cuántos no hemos escrito dossiers, artículos, informes, por encargo de nuestro jefe para ver cómo, encima de ponerle pegas, acaba presentándolo a un cliente o colega como propio. Sí, muchos hemos hecho de negros sin siquiera darnos cuenta.

Houdini

Houdini

"Cuántos no hemos escrito dossiers, artículos, informes, por encargo de nuestro jefe para ver cómo, encima de ponerle pegas, acaba presentándolo a un cliente como propio."

Pero además, visto con perspectiva y conforme he ido aprendiendo sobre este mundillo y sus entretelas, lo que en su momento me pareció moralmente inaceptable he pasado a verlo como una solución digna y profesional para quien le gusta ―y sabe― escribir. Siendo prácticos, lo que pierde el ego, lo gana el bolsillo. Cada día es más difícil publicar. Se editan más títulos que en la vida pero sujetos a un estrés inasumible por cualquier autor novel. Los periodos de maduración de antaño que permitían el boca oreja ―o boca a boca, que nunca me queda claro― hasta sacar del anonimato un libro y su autor, han menguado hasta desaparecer. Se quiere el bombazo rápido y eso solo se consigue con una buena campaña de marketing, padrinos a ser posible incluidos, o teniendo un nombre y un público ya entregado. Recuerdo lo que me contestó hace unos años una editora cariñosa al comentarle la posibilidad de hacer una entrevista de radio en Madrid, aprovechando mi participación en la Feria del Libro: «Ni eres famosa ni política, así que aquí no interesas a nadie». Fue una cura de humildad fulminante. Algo así deben pensar los que trabajan de negros. Ni son famosos ni políticos, pero pueden reírse en la intimidad de muchos de estos.

"Ni son famosos ni políticos, pero pueden reírse en la intimidad de muchos de estos."

Los negros literarios cobran por su trabajo y no cobran mal. Se despreocupan del porvenir de su obra. Les da igual si su novela está en cincuenta, en cien, o en mil páginas de descarga ilegal ―yo llevo una semana con las tripas hechas yogur de la cantidad de alertas de pirateo que me han llegado― porque ya han cobrado su trabajo y, ante todo, ven publicado algo suyo que, muy probablemente, de haberlo presentado con su propio nombre a una editorial, habría tenido muy pocas posibilidades de prosperar.

La otra cara de la luna puede, a veces, no ser tan oscura como parece.

 

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Marta Querol

La valenciana Marta Querol llegó a la escritura por accidente. Estudió Económicas e Ingeniería de Calidad y su trabajo se desarrolló siempre en este último campo. Con su primera novela, El final del ave Fénix (Ed.Centurione 2008, Editorial Aladena 2010, Ediciones B 2012), cometió la insensatez de enviarla al premio Planeta y fue una de las diez finalistas de 2007. Había encontrado su camino. A esta le siguió Las guerras de Elena (Ediciones B, 2012) y Yo que tanto te quiero (CERSA 2015, Ediciones B México 2016). Con esta saga familiar ―que le gustaría pensar son unos Buddenbrok a la española― ha conquistado a lectores de todo el mundo y las tres han ocupado puestos destacados en las listas de Amazon, aunque ella sigue siendo invisible para la crítica especializada. Tampoco pensó nunca que haría televisión y radio ―en esto último sigue― o que escribiría en el periódico centenario de su ciudad (Las Provincias) y sin embargo lo hizo durante cuatro años con su columna Piedra, papel, tijera. Enlaces: martaquerol.es ·  Marta Querol en Facebook  · @Marta_Querol

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