«Kino volvió a cerrar los ojos y atendió a su música interior. Quizá sólo él hiciera eso, y quizá lo hiciera toda su gente. Los suyos habían sido una vez grandes creadores de canciones, hasta el punto de que todo lo que veían o pensaban o hacían u oían se convertía en canción». Éste es el poder de Kino. Éste es su don. La música que crea desde lo más profundo de su alma, que poco a poco se filtra en la neblina de su mente y logra apaciguarle o prevenirle cuando el terror, y la oscuridad, se cierne sobre su familia y sobre él. Kino reconoce y compone la canción de la Familia, la canción del Mal o la canción de la Perla del Mundo porque realmente hay una canción para todo lo que sucede a nuestro alrededor y en nuestro interior. Únicamente hay que agudizar los sentidos, y prestar atención.
La perla, escrita por John Steinbeck y publicada en tiempos de guerra, es una de la mejores novelas de la literatura, y es también un símbolo de tragedia. Una especie de maldición que pone en jaque tanto el destino de su protagonista, Kino, como el de su mujer Juana y el bebé de ambos, Coyotito. Sin embargo, antes de la que historia comience, antes de que las palabras de Steinbeck motiven la mente del lector para que éste componga su propia canción, el mismo autor advierte: «Si esta historia es una parábola, tal vez cada uno le atribuya un sentido particular y lea en ella su propia vida». La historia del hombre, de sus países, sus ciudades y sus gentes, está compuesta por parábolas y canciones que se repiten en bucle a lo largo de los siglos. Todo vuelve, afirman algunos. La vida es cíclica, reafirman otros. Desgraciadamente hace unos días, el mundo entero pudo escuchar lo que el protagonista de La perla denomina la «canción del Mal», compuesta, en esta ocasión, por las sirenas antiaéreas que sonaron en Ucrania y mutaron toda «canción de Familia» que los ciudadanos intentaron crear y entonar para proteger a los suyos y luchar contra el mal.
No resulta difícil contemplar las imágenes de lo que está pasando y ver a Kino, a Juana y a Coyotito, en los hombres, mujeres y niños que no saben a dónde ir. Que se ven amenazados y desamparados. Que sólo tienen una opción: huir. Que lloran en silencio y sus gritos, tan ahogados como sus canciones, no llegan hasta aquí pues cada país, cada ciudad y cada hogar, tiene su propia canción, como afirma Steinbeck en su novela. Así, los sollozos del padre arrodillado frente a su hija de cinco o seis años que llora con él, la respiración de ambos, los latidos de sus corazones que únicamente se acompasan cuando se abrazan, componen el ritmo y la melodía de la canción de Despedida.
El ruido de los cristales rotos que una mujer recoge en el interior de lo que fue su hogar, y más concretamente su cocina, se funde con la melodía que canturrea mientras intenta controlar su emoción, pero más allá de la ventana, destrozada, las sirenas vuelven a sonar. Entonces dos melodías se superponen, la canción del Mal y la canción de la Supervivencia, y la mujer deberá hacer un esfuerzo para que la luz, su canción, venza a la oscuridad una vez más.
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