Las circunstancias por las cuales llegué a conocer esta historia son tan carambolescas —no rocambolescas, que refiere más a lo aventurero que a lo insólito o azaroso— que necesito de ese neologismo para describir el efecto de bola de billar chocando alocadamente contra los bordes de paño verde antes de entrar insospechadamente en la buchaca. El director de una revista teatral, también actor de cierto renombre, me había pedido que si, en mi viaje a Belgica, pasaba por Brujas, por favor entrevistara a Atilio Marchán, el famoso intérprete argentino de Hamlet, que se consideraba en el exilio desde fines de los años 60. Yo no había conocido a Marchán, ni durante su período actoral argentino ni por referencias posteriores: mi única pista era la del director de la revista. Tampoco había registros fílmicos de su Hamlet: debo reconocer, como ya dejé entrever en otra de mis columnas, que nunca he ponderado la personificación de Hamlet en sí misma como un tour de force para un actor. Me parece tan difícil como interpretar al patriarca de los Campanelli o al malo de Duro de matar. En suma, ni me interesaba Marchán ni mi boleto era para Brujas. Pero los hechos se desencadenaron. Probablemente mi lector lo considere un recurso, pero la realidad fue que en la parada en Brujas un grupo terrorista, que no casualmente la policía no alcanzaba a definir si fascista o izquierdista, emitió una amenaza de bomba en el tren y nos obligaron a descender. Eran las 8 de la mañana, nos dieron dos tiketes de comidas por barba y nos convocaron a tomar el siguiente tren a las 8 de la noche. Tenía el día completamente libre. El tren detenido finalmente no explotó. Tratar de pedir explicaciones en inglés o flamenco estaba mucho más allá de mis posibilidades. Me hallaba en la tierra de Hergé y Jacques Brel, y en una ciudad aparentemente en sí misma un souvenir. Me compré un par de chocolates —no incluidos en los tiketes—, los mezclé con un croissant y un café. No recuerdo haber desayunado nunca algo mejor en el rubro de lo dulce. Si bien las materias primas eran del lugar, la combinación era mía. Cuando pagué y alcé la cabeza para salir, increíblemente la calle me sonaba: era la que me había anotado el director de la revista. Estaba prácticamente en la puerta del edificio donde vivía Marchán. Yo no creo en el destino, pero mucho menos en mí mismo. De modo que toqué directamente el timbre del portero eléctrico, aunque todavía existían los teléfonos públicos y lo pude haber llamado primero desde la confitería. Me atendió con una voz engolada, en flamenco, y en cuanto le dije quién era y de parte de quien venía, pasó a un acento porteño de los años 50. Me invitó á subir. Era un monoambiente, dividido en dos, como en el que había vivido mi abuela en la calle Marcelo T de Alvear. Había olor a té de tilo y una interminable soledad. También una calavera, que parecía reír, como siempre hacen las calaveras.
Durante lo que yo denominaba la nouvelle vague argentina, entre La noche de los bastones largos y la asunción de Perón en el 73, el Di Tella, las vanguardias, nuestros hippies y Lamborghinis, Marchán había frecuentado los subterráneos de la bohemia porteña incursionando en el humor.
—Era lo más parecido que se pudiera pensar a Lenny Bruce. Me gustaba el stand up corrosivo. Quería a la vez escandalizar y hacer reír. Usted ha escrito que para un actor es más difícil hacer Rambo que Hamlet: que Hamlet lo han hecho miles de veces los más diversos interpretes, mientras que Rambo solo lo puede hacer Stallone.
Efectivamente, yo había escrito esa boutade. ¡Marchán me había leído! Me conmovió.
—También escribió un cuento sobre una mujer que nunca se reía y medio arruinaba la vida de un payaso.
—Es cierto —reconocí.
—Pues fíjese: nunca me gustaron las mujeres, pero las hice reír como si las adorara. No se resistieron a mis encantos de clown… para reír, me refiero. Pero en un bar de catacumbas porteño, El Vikingo, como el Bar Baro, pero con una referencia kitsch a Titanes en el Ring, conocí a un espectador que nunca se reía de mis chistes.
—A todos los cómicos les ha pasado alguna vez —lo alenté.
—No así —respondió Marchán— Este señor serio me perseguía. Era muy buen mozo: de bigote. Yo no militaba en ninguna de esas algaradas, pero perfectamente pudo haber sido un policía. Cada vez que remataba con uno de mis gags, lo primero que veía eran sus labios rectos, impasibles, con su bigote advirtiéndome que yo era un fracaso, que nunca haría reír a nadie.
—Pero el resto del público reía —comenté.
—No me interesaba: ese rostro hierático era la sentencia.
—Como el padre de Amadeus —aporté.
—Amadeus triunfó —me desmintió Marchán.
—¿Alguna vez descubrió por qué se le aparecía en todos los shows? —inquirí.
—Quizás admiraba un matiz de mi performance que yo desconocía —especuló Marchán, como si lo hubiera pensado durante décadas—. O me despreciaba tanto por mi falta de talento que deseaba manifestarlo en cada función. O simplemente quería tener algo conmigo. Nunca lo supe. Pero gracias a él me dediqué a hacer teatro serio: Hamlet.
Su pronunciación y petulancia al decirlo, me recordaron el sketch de Ana María Campoy donde ella terminaba diciendo: «Chéjov». La solemnidad del tono de Marchán me recordó la viñeta de Lauzier, en un episodio de sus Cosas de la vida: “Hasta las verdades parecen chorradas en tu boca, tío”.
—¿Lo volvió a ver alguna vez? —consulté, como prolegómeno a mi partida.
—Lo veo todos los días —me señaló la calavera. Y agregó:
—Fíjese cómo se ríe ahora.
Efectivamente, como acoté al comienzo, entre ustedes y yo, la calavera se reía.
Podía preguntarle cómo había conseguido el cráneo de su némesis, y probablemente eso sí hubiera dado pie a la nota que nunca publiqué y no a esta remembranza sin nombres verdaderos.
Me ofreció un té de tilo, eran las once de la mañana y le dije que debía marcharme, que mi tren salía dentro de dos horas.
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