Una elegía
No entiendo que no dejen a los perros entrar en ciertas iglesias, sobre todo si se piensa que sus almas son más puras y más nobles que la de cualquier persona que pueda internarse en ellas. Lo cavilo ahora que se ha muerto Otto, después de brindarnos durante más de trece años cariño y compañía, y su pérdida me deja el corazón tan encogido como si se hubiese ido con él una parte de mí mismo, quizá la más generosa o la menos envilecida. Lo vi por última vez el día de Reyes, y cuando me despedí de él me miró con la impasibilidad cariñosa de siempre, porque su cabeza no era capaz de concebir que no pudiésemos volver a vernos más. Esta mañana, muy temprano, me ha llamado mi padre para advertirme de que el final es inminente, y unas horas después me envía Pelayo, mi hermano, un escueto mensaje que confirma la fatalidad con dos palabras. «Ya pasó», dice, y encuentro algo hermoso y reconfortante en el empleo de ese verbo que él ha elegido no sé si por inconsciencia o por delicadeza y sustituye a la palabra terrible que ninguno queremos pronunciar con todas las sílabas porque es la que deja la verdad al desnudo. «Son sólo perros», suelen decir quienes no han convivido nunca con estos animales e ignoran todo lo que puede aprender uno a su lado. Otto corría a saludarme con gran algarabía siempre que entraba por la puerta, procuraba andar cerca cuando yo andaba a otras cosas —por si en una de éstas llegaba a necesitar de sus servicios— y se tumbaba a mi lado en la biblioteca, mientras escribía, en las temporadas en que convivimos. Me quedé a su cargo durante una época en la que yo me pasaba media vida en la calle y lo llevaba siempre conmigo, aun a las horas más intempestivas y en los destinos más pintorescos, y no sólo no emitía la menor queja sino que hasta disfrutaba, o fingía disfrutar, todos aquellos vaivenes. En los últimos años no nos habíamos visto demasiado, pero cada vez que me olía venía a pedir los mimos acostumbrados, como si no le ofendiese mis ausencias ni entendiera que constituían un despecho. Una de las últimas fotos que le hicieron se la sacó Pelayo en una playa de Galicia. Está tumbado en la arena, mirando al cielo, y parece despedirse del sol que se precipita hacia el crepúsculo. La observo ahora, con los ojos bañados en lágrimas, y no encuentro palabras que atinen a dar fe de quién fue Otto, a glosar en unas pocas líneas su existencia. Lo quise mucho. Era peludo y suave. Te asomabas a sus ojos y volvías a creer en la bondad del mundo.
Herir sensibilidades
Hace no mucho, dos instituciones —no estrictamente culturales— rehusaron acoger en sus sedes una exposición sobre los campos de exterminio nazis alegando, la argumentación es literal, que tal cosa podía «producir rechazo o herir sensibilidades». No sé a quién puede producir rechazo que se hable del genocidio nazi, supongo que sólo a los propios nazis, ni qué sensibilidades puede herir la muestra de las atrocidades que Hitler y sus secuaces perpetraron en la apoteosis de su delirio criminal, como no sea las de quienes se consideran herederos ideológicos de sus postulados enfermizos. Quiero pensar —y debo reconocer que me cuesta— que los responsables de las instituciones no estrictamente culturales a las que me refiero prefirieron tirar de libro de estilo en vez de pararse a meditar durante dos minutos, y optaron por evitar cualquier actividad que revistiera un mínimo contenido político —aunque una de ellas acogiera no muchos meses antes una exposición en torno a un histórico militar y sus alabadas hazañas bélicas—, pero aun así no puedo evitar preguntarme si somos conscientes del peligro que entraña el evitar llamar a las cosas por su nombre y creer que es decantación ideológica lo que no es más que una simple defensa de la dignidad. Cae ahora en mis manos Auschwitz, ciudad tranquila, un volumen que acaba de publicar Altamarea con diez relatos y dos poemas de Primo Levi que giran en torno al campo de concentración donde él mismo padeció penas y horrores y sobre cuyo recuerdo construyó una obra crucial, tanto por su calidad literaria como por su valor testimonial. Frente a la frialdad de los libros de registro y los análisis estrictamente histórico, las páginas de Levi hablan de la vida en medio de la barbarie, del temor y el derrotismo y la melancolía —también la esperanza o cierta ilusión a veces, porque el ánimo encuentra resquicios por los que derramarse aun en las circunstancias más inhóspitas— que impregnaba la cotidianidad de aquellos enclaves tétricos diseñados para la anulación y la muerte, verdaderos templos de la infamia que en su prosa reviven con toda su consistencia macabra, gracias a una lucidez que nos asombra aún hoy y que permite que —por mucho rechazo que produzcan y muchas sensibilidades que hieran— se mantenga fresco el recuerdo de una bestialidad que hoy algunos se obstinan en negar y otros relativizan con la frivolidad que sólo puede conceder la estulticia. Quien piense que el pasado no forma parte del presente, o que no puede regresar en el futuro, o bien no se ha detenido a reflexionar o bien no ha leído lo suficiente. Cierro estremecido el libro y recuerdo la célebre orden que dio el presidente Eisenhower inmediatamente después de la liberación de Auschwitz: «Graben todo. En algún momento, algún bastardo se levantará y dirá que esto nunca sucedió.»
La Biblia del hereje
Casiodoro de Reina fue un religioso extremeño que se pasó al protestantismo y acabó enemistándose profundamente con la Santa Inquisición, pero inscribió su nombre en la historia cuando se convirtió en el autor de la primera Biblia impresa íntegramente en castellano. La llamada Biblia del oso —porque en su edición original figuraba en la portada una ilustración que servía como logotipo a su impresor, Matthias Apiraius, y que mostraba a un esbardo intentando alcanzar un panal de miel— se publicó en Basilea en 1569 y marcó un hito en la literatura española. De hecho, sirvió de ejemplo y modelo para todas cuantas se han venido publicando después en el idioma de Cervantes, todas ellas inspiradas en su texto y en la revisión que en 1602 efectuó Cipriano de Valera, instaurando así el canon Reina-Valera, que permanece vigente en nuestros días. Traducida directamente del hebreo y el griego, la versión de Reina es un festín para quienes gozamos de los reencuentros con el español del Siglo de Oro y una invitación más que apropiada para acercarse a la Biblia con el espíritu desprejuiciado y lúdico con que se debería abordar cualquier lectura, olvidando las sacralizaciones y dejándonos llevar por una historia que no es más, ni menos, que la adaptación a una causa y un fin concreto de las viejas leyendas que nuestros ancestros urdieron para intentar explicarse el mundo. La acaba de recuperar Alfaguara en una edición que consta de cuatro tomos enfundados en un elegante estuche, y el rescate es una buena ocasión para adentrarse en un texto mucho más rico y polisémico de lo que dan a entender sus aplicaciones doctrinales. «En el principio crio Dios los cielos y la tierra», arranca el Génesis en la voz de Reina, y a partir de ahí todo es pura fantasía.
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