La curiosidad es el punto de partida de todo viaje, real o imaginado, físico o literario. La búsqueda de un conocimiento transformador es el motor que nos empuja a iniciar los periplos más apasionantes, de los que nunca se puede regresar, porque cambian nuestra forma de ver el mundo y, por ende, lo que un día llamamos hogar.
La relación espacial entre el texto y la realidad se ha explorado en muchas ocasiones. Un caso ejemplar es el del Danteum, el monumento dedicado a Dante Alighieri, proyectado en 1938 por el arquitecto italiano Giuseppe Terragni, por encargo de Mussolini, e inspirado en la Divina Comedia [1]. Por desgracia, la Segunda Guerra Mundial truncó la construcción de este pabellón, cuya composición recordaba a la precisa estructura del infierno, del purgatorio y del paraíso descrita en el célebre poema y proponía al visitante un recorrido análogo. Los valiosos dibujos de Terragni nos demuestran que la ficción literaria puede llegar a convertirse en realidad construida. No era una transcripción literal del texto, sino una interpretación del mismo, que recurría a la simbología, la proporción áurea o a elementos alegóricos para reencontrar la esencia de la palabra escrita. Al tratarse de un poema, el arquitecto se apoyó en ciertos elementos formales, como el número de cantos, para definir las proporciones del monumento. Pero, ¿qué hubiera sucedido si se hubiese encontrado frente a una novela?
Milan Kundera, en su obra La cortina, recurre a la definición de novela aportada por Fielding, uno de los precursores de la misma: “una rápida y sagaz penetración de la verdadera esencia de todo lo que es objeto de nuestra contemplación” [2]. Según Kundera, “inventando su novela, el escritor descubre un aspecto hasta entonces desconocido, escondido, de la naturaleza humana”. El autor, para explorar esa naturaleza humana, se sirve de todas las herramientas a su disposición, incluida la arquitectura. Si bien en ciertos textos los lugares en donde sucede la acción resultan secundarios y apenas si son descritos, en otros casos adquieren un carácter capital y ayudan a comprender esa naturaleza humana: los escenarios someten a los personajes a desafíos que les ponen a prueba y sacan aspectos desconocidos de su personalidad.
La humanidad existe en un ineludible contexto físico: el autor puede obviarlo, haciendo que el lector acabe construyéndolo a su manera, o utilizarlo para pasear al lector por un lugar que le va a ayudar a entrar en la acción y comprender mejor lo que sucede.
Para ilustrar el relato regresivo Viaje a la semilla, dentro de Guerra del tiempo, Alejo Carpentier recurre a la deconstrucción de una casa. La progresiva desaparición de elementos arquitectónicos, empezando por las tejas y siguiendo el orden inverso en que fueron erigidos, orienta al lector, que, gracias a este recurso, entiende que el escritor propone un viaje hacia atrás en el tiempo para comprender la vida de su protagonista. La forma en que éste habita el espacio en las distintas etapas de su existencia nos sirve para empatizar y comprender su historia, hasta llegar al inicio de la misma. Es entonces cuando comprendemos la importancia del punto de vista y nos convertimos en un bebé con ojos de adulto, porque “solo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación” [3].
Y es que solemos identificar a una persona con la casa en donde vive, como si la arquitectura recibiera rasgos de su personalidad, y viceversa, como si no se pudiera entender totalmente la identidad de alguien sin conocer el lugar que habita. Esa vivienda entendida como el espacio en el que uno siente, esa vida que impregna la arquitectura, es un tema recurrente en la literatura. Cuando Paul Auster quiere explicar la personalidad de su padre tras su fallecimiento, en La invención de la soledad, recurre a la descripción de la casa en donde vivió. “La casa se convirtió en una metáfora de la vida de mi padre, la representación auténtica y fidedigna de su mundo interior, porque a pesar de que conservó la casa ordenada y más o menos en su estado anterior, ésta sufrió un proceso gradual e inevitable de desintegración” [4].
La arquitectura que aparece en las novelas no tiene por qué ser real. En muchos casos el autor se convierte en un improvisado arquitecto que imagina espacios evocadores, que nos proyectan más allá de su condición física. Como hace Jorge Luis Borges con su relato La Biblioteca de Babel, incluido en su libro El jardín de los senderos que se bifurcan, dentro de Ficciones. En él, describe una biblioteca de una forma muy precisa: “el universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandillas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente “ [5]. La visión de esta arquitectura utópica y fractal, en la que se desarrolla el relato, aporta el vértigo que necesita el lector para imaginar la Biblioteca como un lugar situado entre la ficción y la realidad, en el que las ideas adquieren la materialidad que necesitan para llegar a toda la Humanidad. “La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible” [6].
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[1] APARICIO GUISADO, Jesús. Terragni. El Danteum 1938-1940. Madrid: Editorial Rueda, 2004. ISBN: 84-7207-166-9
[2] KUNDERA, Milan. Le rideau. Paris: Editions Gallimard, 2019. ISBN: 978-2-07-034137-5, p. 19
[3] CARPENTIER, Alejo. Guerra del tiempo y otros relatos. Madrid: Alianza Editorial, 2004. ISBN: 84-206-3359-3, p. 56.
[4] AUSTER, Paul. La invención de la soledad. Barcelona: Editorial Seix Barral, 2012. ISBN: 978-84-322-1031-0 (epub), pos 132
[5] BORGES, Jorge Luis. Ficciones. Madrid: Alianza Editorial, 2004. ISBN: 84-206-3312-7, p. 86.
[6] BORGES, Jorge Luis. Ficciones. Madrid: Alianza Editorial, 2004. ISBN: 84-206-3312-7, p. 88.
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