Resistir. Tolerar, aguantar o sufrir. Combatir, oponerse a una fuerza, a una acción, a una violencia. Pervivir o sobrevivir. Durar. Pero también rechazar e incluso contradecir. Con estos verbos que son, en esencia, una acción o modo de actuación, un mito, una filosofía o modo de vida, define el diccionario de la Real Academia el término «resistir». Que ya de por sí, sin tener en cuenta su definición, su mera lectura, pronunciación e incluso declamación, nos invita precisamente a ser conscientes de que hay que aguantar. ¿Por qué razón? Quién sabe. A veces se desconoce, porque no hay respuesta ni explicación. A veces toca aguantar porque sí, porque alguien o algo la ha tomado con nosotros, ya sea la naturaleza, el Hado, Dios, los dioses, el universo o aquello en lo que se crea, pero que, indudablemente, es más fuerte y poderoso. Está por encima de nosotros. Nos domina o controla a su gusto. Y no hay más opción que seguir adelante, fortalecer el espíritu, la mente, el cuerpo, como sea. Ponerse a reconstruir, a reelaborar, a trazar un nuevo plan o trayectoria, aunque durante la remontada que acabamos de iniciar derramemos algunas lágrimas que emergen del más hondo tormento y pesar; de nuestra interna oscuridad, silencio y soledad. Sí, algunas cosas sencillamente suceden y no queda más remedio que recibir el golpe. Y aun así, a partir de ese instante, choque de fuerzas que han desatado el caos y la tormenta tanto en nosotros como en lo que nos rodea, lo primero que pensamos es: “¿cómo salgo de esta?”. «La misma cueva en la que temes entrar resulta ser la fuente de lo que estás buscando» advirtió Campbell, aunque la puerta de acceso se corresponda con la entrada al Averno. Mas ¿cómo hacerle frente? ¿Cómo resistir la caída, el fracaso, la desventura, la piedra, el guantazo o giro inesperado? Ahora la única opción que tenemos, y se nos da, es solamente una: sobrevivir, y hacerlo, además, con dignidad. No hay más. Y nos hallamos, por mucho que se nos revuelvan las tripas al pensarlo, en un punto de no retorno. En una zona tan combativa como conflictiva, pues somos conscientes de que esa circunstancia marcará un antes y un después. Nuestro carácter no volverá a ser como antes; nuestra vida, tampoco. Poco a poco, nuestro pasado se irá transmutando en un recuerdo tan vago que nos parecerá un sueño y, sin embargo, ya no podremos determinar si dicha ensoñación era buena o acaso mala y, por ello, lo mejor que podremos hacer es tratar de olvidarla. Y en cuanto al futuro, al mañana, ese mañana que se prometía dichoso y afortunado, liviano incluso, por lo visto no se asemeja en nada a lo que habíamos urdido en nuestro imaginario, con lo que tanto habíamos fantaseado, y quizá hasta nos reprochemos a nosotros mismos, increpándonos y maldiciéndonos, que la culpa de todo es sólo nuestra por haber tenido, puesto, las expectativas demasiado altas. Ese mañana tan platónico y anhelado es ahora artificial, ficción proyectada de una realidad propiamente virtual. Si acaso, pertenece a otro tiempo, pero no al nuestro, por lo que habrá que remangarse y convertirse en lo que nunca se fue. Desempeñar un papel que, pensábamos, estaba destinado a otros, y de nuevo errábamos. Nuestro ego, nuestro orgullo, han sido dañados, y eso nos ha hecho hincar la rodilla hasta el sangrado. La herida es tan profunda que va a costar sudor y lágrimas cerrarla. Cicatrizará, pues es ley que lo haga, mas la marca que nos deje será, cuando menos, memorable.
Como memorable es el ensayo que Andrea Marcolongo nos ha legado, para que sea, asimismo, perdurable: El arte de resistir: Lo que la Eneida nos enseña sobre cómo superar una crisis, publicado el pasado mes de marzo y tres años después de que se detuviera el tiempo y el mundo —o al menos eso nos pareció—, y todos sin excepción padeciéramos el confinamiento motivado por la Covid-19. Fue entonces cuando Marcolongo tomó la decisión de sentarse en su escritorio para empezar a escudriñar el poema que Virgilio, autor de las Bucólicas y las Geórgicas, compuso y pergeñó —sin llegar a terminar— en una época tan convulsa como la que nos tocó vivir a nosotros hace no mucho. En palabras de Andrea, «la Eneida es la lectura calurosamente recomendada cuando uno está en medio de una tormenta y, además, sin paraguas», y ella es la encargada de desgranarla hasta las entrañas durante esos meses tan delicados. Como si Virgilio se le hubiese aparecido, sin la autora llegar a verlo, pues él, tímido y receloso como era, prefiriese observarla a cierta distancia, ni muy corta ni demasiado larga, sino exacta, para poder susurrar apenas unas palabras: “Ahora eres tú la encargada”. De ese modo redescubrió la escritora italiana la leyenda fundacional que dio nombre a la hoy conocida como la Ciudad Eterna, Roma, y sintió la necesidad, impulso virgiliano, de narrarla, aunque, como es lícito, tratándose de un ensayo, a su manera. Bajo su prisma y sensibilidad. Así pues, los doce libros de la Eneida, y sus versos, se hicieron de carne y hueso para que Marcolongo reconociera a Eneas —hijo de Venus y Anquises—, el héroe prófugo, emigrante e inmigrante, deambulando entre nosotros como uno más. El héroe de posguerra y exiliado que todavía no ha finalizado su andadura ni aventura y se nos parece tan auténtico como veraz. Y más real y cercano que sus competidores homéricos. Un héroe que, al igual que su creador, nos despierta, para mayor escozor, un conflicto inherente que bien pudiera traducirse como pecado original, sello y lastre de la condición humana. Y le recriminamos que se parezca tanto a nosotros, que nos recuerde con sus gestos, acciones y sufrimiento quiénes somos. Quiénes somos de verdad. Para empezar, hombres y mujeres a quienes se les permite llorar, tropezar, caerse, pero con una condición: la de volver a levantarse y avanzar, aunque sea sobre terrenos pantanosos, sobre ruinas o escombros. Porque Eneas representa, como bien expresó el poeta Giorgio Caproni en un artículo publicado en 1949 y que Marcolongo recupera en su libro, el «símbolo único de toda la humanidad moderna, en estos tiempos en los que el hombre está verdaderamente sólo en la tierra cargando sobre sus hombros el peso de una tradición que intenta sostener, mientras que ella ya no lo sostiene a él, y llevando en la mano una esperanza todavía demasiado pequeña y vacilante para poder apoyarse en ella y que, a pesar de todo, tiene que salvar». Éste es el fatum (la obligación) y la pietas (sentido del deber) de Eneas y el nuestro. Por eso, según la escritora italiana, el mérito de Virgilio radica en haber dado «voz a aquellos que no hacen de su vida lo que quieren, sino lo que deben». Hombres y mujeres de misión, no de hazaña.
Eneas carga con el pasado de la historia, representada en Anquises, y el futuro aún lejano, aún inexistente, representado en su hijo Ascanio, siendo él intermediario entre ambos, siendo mediador y salvoconducto para que los tres lleguen con vida a la tierra prometida. Y en aras de la encrucijada resulta lícito preguntar: ¿cuántas generaciones actuales se encuentran en idéntica situación? Anteponiendo la vida y las necesidades de quienes le acompañan, y con quienes conviven, a la suya. Sacrificándose, cuidando, protegiendo. Y en definitiva, resistiendo. La responsabilidad pesa, como pesan también los compromisos ante los que enfrentamos y aceptamos como reclamo de alguien o de algo. En este sentido, el Hado, que es concebido en el libro como la naturaleza de la vida, como motor de la misma, no impedimento, le encomienda a Eneas no el éxito de una gran hazaña, sino lo que desata en ocasiones nuestra fatiga y desesperación: el cumplimiento de una misión. Eneas nació, quizá al igual que la mayoría de los hombres y mujeres a quienes se nos concede la vida y la posibilidad de exprimirla, predestinado. «¿Son los dioses, Euríalo, / los que infunden en nuestros corazones este ardor / o cada uno hace un dios de su ardoroso deseo?». Suele decirse que cada uno tiene la obligación de trazar un camino concreto, un recorrido por el que debe transitar, que va a más allá de la mera existencia, pues posee en su carácter un pedazo de transcendencia que dinamita toda barrera u obstáculo terrenal. El cometido de cada cual va más allá, aunque cueste vislumbrarlo, aunque no exista todavía. Y no debemos olvidar que Eneas se dirigía a ciegas hacia su destino: una tierra, un reino, un imperio que estaba por construirse y cuya prosperidad ni siquiera él llegaría a ver. Su misión no era disfrutarlo sino, más importante todavía, fundarlo. Sin embargo, en ningún contrato se decía que el periplo fuera a ser sencillo. Eneas conocía de antemano, porque así se lo habían mostrado, que iba a lograrlo, a pesar de tener que abandonar una Troya que se deshacía en llamas y cenizas; a pesar de las batallas donde luchó y de las que salió malherido pero no vencido porque la Muerte estaba de su lado. A pesar de perder a su padre, a sus fieles compañeros y hermanos troyanos que creyeron desde el principio en su causa, en su sino, y acabaron pereciendo. A pesar de haber encontrado por unos meses la felicidad y el amor, algo similar al calor del hogar, en el cuerpo y la compañía de Dido, y sin embargo también ella sucumbió. Sufrir es otra forma de vivir. Descender a los infiernos, como hizo Eneas acompañado y guiado por Sibila, es otra forma de revivir. Es posible que el héroe virgiliano perdiera más de lo que ganó. Que renunciara a más cosas de las que aceptó, pero es el precio, el peaje que se paga por el sacrificio que conlleva la fidelidad y el compromiso. Cierto es que Eneas contaba con el favor y protección de los dioses Penates, pero eso no le garantizaba más compañía ni alegría. En todo caso, mayor sacrificio, mayor voluntad, obstinación, fidelidad y compromiso hacia sí y su misión. Además de la suficiente fortaleza como para permanecer inmune ante los ataques de los escépticos; de quienes niegan y rechazan la existencia del sueño que sólo tú puedes ver y, por tanto, creer. ¿Cómo actúa o debería actuar el ser humano cuando le son desvelados fragmentos de su porvenir? ¿Debemos rendirnos ante lo dicho y oído de antemano, o hacer como Eneas y, ante todo, proseguir?
Por último, y no por ello menos relevante, otro de los aspectos reveladores en el ensayo de Marcolongo es que algunas de las desavenencias que sufre Eneas —consigo y con lo que le rodea— son consecuencias y prolongaciones de lo que vivió Virgilio en tiempos de Octavio Augusto. Un sueño alcanzable, aunque distante. La promesa de una idea de Imperio anhelada y perseguida desde hacía siglos y que, por ambición y tiranía, se rompió en mil pedazos provocando el exilio del poeta que, como expresa Andrea, «hizo de la duda intelectual y de la crisis personal la clave de su vida y de su producción artística». Comenzó a escribir la Eneida por encargo del emperador (de nuevo como misión, no como hazaña). A regañadientes aceptó, y mientras lo hilvanaba no tardó en encontrar la terrible frustración de quien vive no como desearía o quiere, sino como le obligan. De quien ve o sueña con su propio infierno. De quien tiene en sus manos una historia que ha de combatir y pervivir a lo largo de los tiempos porque así lo reclamará una Humanidad que no ha nacido todavía, y que necesitará «mirar a los ojos del pasado para presagiar el futuro» con tal de seguir caminando, de seguir respirando. De quien alberga en su mente, espíritu y corazón el poder de la poesía y la palabra y, por ello, tiene la responsabilidad de darla a conocer, hacerla pública; compartirla, aun renegando de su don. Sin embargo, como se dijo al principio de este texto, nunca llegaría a terminarla. Y como último deseo, pidió que todo lo escrito fuera pasto de las llamas. Como Troya. Como Roma. Como él. No obstante, hay historias que, como los humanos cuando se rebelan contra su creador, a pesar de las adversidades y los conflictos, prosiguen su camino aun tomando desvíos, pues su misión, la razón por la que existen, es perdurar. Ser inmortal. Y Virgilio, junto a su obra, resistió en vida lo que Eneas en el largo poema de la Eneida. Con matices, sí, con notables diferencias también, pero con igual resistencia. Autor y héroe son, a su modo, un desdoblamiento del mismo ser con idéntico sentir y padecer; obligación y sentido del deber. La franqueza de sus palabras, cantos y lamentos les otorgan a ambos una vigencia que continúa fascinando y, a su vez, dañando, por ser demasiado presente y demasiado auténtico. Y ahí está la clave de ambos, de todos nosotros en realidad, en la capacidad de adaptación, de sobreponerse a lo que viene, a lo que se nos concede, para bien y para mal. De aguantar. El ser humano es sinónimo de Resistencia. De perseverancia, de temple, de obstinación, de pasión y coraje. De Voluntad. De querer salir adelante aun sin tener hogar ni tierra. De hacer caso al corazón, al instinto, a uno mismo y, mediante los actos, seguir manteniendo la fe. De querer tirarlo todo por la borda, incluidos a nosotros, dándonos por vencidos, pero entonces hay algo invisible que no se puede tocar, pero sí sentir en lo más profundo del alma: la Esperanza. Los primeros rayos del alba. Aunque naveguemos durante siete años por los mares, aunque al otro lado del océano encontremos una nueva batalla, más cruda, más sangrienta y descarnada, aunque nos confinen, concluimos que hemos nacido para sobrevivir. De llegar al final conscientes de nuestras cicatrices. Y en definitiva, Eneas y Virgilio —como nosotros— se enfrentan de igual manera al caos que les estalla en la cara e intentan, como pueden, esquivar todas las balas que les dispara la angustiosa y lúgubre realidad. Buscan a tientas la supervivencia, y cuando se les pregunta en qué consiste la belleza de resistir, ambos nos responden: «En seguir viviendo».
Sólo los mitos y relatos del pasado, que reencontramos y releemos cuando más perdidos y desorientados nos hallamos, nos devuelven una parte de nuestro espíritu que, sin querer, habíamos creído perder.
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