“No soy culpable”, jura el asesino, y Patricia Highsmith revela las cavilaciones íntimas de su interlocutor: “No le creyó nada, pero se dio cuenta de que el asesino había llegado a un estado mental en que se creía realmente inocente”. El párrafo pertenece a la novela The Blunderer, que algunos traducen como El torpe y otros como Una metida de pata. La reina del thriller psicológico alcanzó el Olimpo literario gracias a sus espeluznantes y sinuosos estudios sobre la culpabilidad. Quizá no habría desdeñado entonces esta otra trama urdida por la reina de la calle Juncal: resulta que la autora intelectual de un crimen se vuelve de pronto contra su socio y autor material, lo acusa del hecho trágico, lo deja librado a su (mala) suerte y a su torpeza, y se autoexculpa con histriónica convicción. En ese “estado mental” que únicamente son capaces de alcanzar los mitómanos o los grandes actores vocacionales. La arquitecta egipcia, que también metió la pata y cómo, empezó a despegarse de su terrible error, y muy pronto se creerá realmente inocente del drama pergeñado por ella misma. Ayuda mucho su talento ficcional y la propia dinámica de la maquinaria mediática: los cronistas del poder se han convertido en apasionados corresponsables de una guerra civil entre el Presidente de la Nación y su jefa. Resulta periodísticamente necesario y a la vez irresistible narrar lo que unos y otros se lanzan desde sus trincheras, pero es así como dos meses de crónicas bélicas y fuego cruzado han instalado el disparate de que la doctora no comulga con su propia administración y que por lo tanto tampoco ha tenido que mucho ver con la catástrofe desatada. Esa es la versión que eligen sus pícaros heraldos, olvidando la orientación personal y estricta que en materia económica, geopolítica, sanitaria y judicial impuso la Pasionaria del Calafate durante estos dos años de esperpento y derrota: el irresponsable y demencial “Plan platita” y el despliegue arcaico y negligente de Roberto Felletti fueron apenas dos de sus últimas ideas; esta inflación astronómica que destruye principalmente la vida de los más humildes le corresponde más a ella que a nadie. Pero poco solidaria, la dama no se hace cargo de su estropicio, y en las malas le cuelga el muerto a su regente; para reforzar incluso sus “diferencias abismales” con Alberto Fernández manda avisar que evalúa en su torre de marfil presentarse el año próximo como candidata principal, para que así el kirchnerismo regrese por quinta vez consecutiva y retome su gloriosa “revolución inconclusa”, pero en esta ocasión sin los perversos mestizajes con el peronismo “neoliberal”. Todo es argumento. Aunque luego también todo es cruda realidad, y allí no resulta tan sencillo hacerles creer a las infinitas víctimas dolientes que la autora intelectual de su calvario debe ser absuelta. Una cosa es el juego de salón; otra muy distinta es la intemperie de un país que presiente un crac. En cámara rápida o en cámara lenta. Ese negro presagio popular es el que explica el pesado pesimismo registrado unánimemente por todos los sondeos: navegamos hacia el ojo del huracán y del sufrimiento. Estaremos peor, y tu cuerpo lo sabe.
La exquisita arenga proselitista de la monarca inocente —así se consideraba también María Antonieta— el último miércoles en el auditorio “La ballena Azul” del CCK y frente a eurodiputados y focas amaestradas —justo el mismo día en que se anunciaba la mayor inflación de los últimos veinte años—, no solo le sirvió a Cristina Kirchner para ningunear elípticamente la figura presidencial, ratificar su propia complicidad tácita con el amo del Kremlin y relativizar los pilares conceptuales de la democracia representativa; también le permitió divulgar la presunta evidencia de que la pandemia había revalorizado el rol del Estado. Precisamente éste es un punto muy controversial por estas latitudes, puesto que por primera vez en dos décadas comienzan a detectarse masivos desencantos con el dogma estatista. Es bueno recordar que una amplia mayoría social amaneció entre los escombros humeantes de 2001 y consciente o inconscientemente decretó allí que sus males derivaban de un modelo fallido: el mercado y la apertura al mundo los habían traicionado. Sobre ese magma operó con éxito el kirchnerismo, vendiendo más Estado y más introspección económica: vivir con lo nuestro. Veinte años más tarde y cuatro gestiones kirchneristas después muestran a las claras un rotundo fracaso. Y a esto se agrega que millones de ciudadanos apolíticos —no leen diarios ni siguen las noticias— se vieron obligados durante la “cuarentena eterna” a mirar de frente el desempeño de sus gobernantes, porque estaban en juego su salud, sus trabajos y las escuelas de sus hijos. Advirtieron entonces de manera directa la impericia, la venalidad, la mendacidad y el doble discurso de los funcionarios a cargo de la emergencia, quienes además hicieron ostentación de pertenecer a una nueva élite de privilegiados: las fiestas en Olivos, el “vacunatorio VIP” y tantos otros escándalos y avivadas. El año pasado, antes de las elecciones, baquianos de los barrios carenciados susurraban: “La gente se dio cuenta de que el Estado ya no te salva”. Y los pobres sin subsidios y los pauperizados de las clases medias bajas que no están comprendidos dentro del escalafón estatal fueron los grandes protagonistas de ese voto castigo. Hoy emerge de allí mismo una aversión contra el modelo impuesto tras la caída de la convertibilidad, y es por eso que no solo la alternativa republicana cosecha votos: también lo hace un líder libertario: no se trata esta última de una adscripción mayormente ideológica, pero es sintomático que la bronca contra el statu quo no se exprese por izquierda sino por derecha. O dicho en términos argentos: no por la vía trotskista sino por el fundamentalismo ultraliberal. La secreta esperanza del Instituto Patria es que Milei debilite a Juntos por el Cambio y le permita a Kicillof retener el bastión cristinista, pero eso ya no es sociología política sino batalla de territorio y procura de aguantadero. Alejandro Catterberg, que viene estudiando la evolución de los estados de ánimo, asegura que la grieta ya no está sola: una tercera dimensión se ha abierto y no es la rosca ni la “avenida del medio”, sino una creciente pulsión antipolítica, que expresan paradójicamente los políticos libertarios desde los límites mismos del sistema.
Cristina Kirchner parece advertir todos estos desplazamientos, y siente en carne propia cómo la izquierda le arrebata piqueteros y sindicalistas, y cómo los republicanos le birlan espacios en las universidades, y también cómo amanece a la política una nueva juventud que la detesta, porque lejos de verla como la encarnación de la rebeldía la ubica como cara visible de un rancio establishment decadente, como una oligarca con plata ajena. Es por eso que en sus discursos ella sigue intentando persuadirlos de que el poder no está en el sillón de Rivadavia sino ahí afuera: en las corporaciones, en los medios, en la sinarquía internacional. Es un truco viejo y la chistera está vacía. La autora intelectual del actual estrago y del perimido modelo de un ciclo histórico que muestra signos de agotamiento hace malabarismos para su absolución (yo no fui, soy inocente), pero las pruebas parecen irrefutables y el jurado amenaza dictar sentencia. “Se pasa de inocente a culpable en un segundo —escribía Gelman—. El tiempo es así, torcazas que cantan en un árbol cansado”.
*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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