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La ausencia que me dejaste, de Mercedes Lezcano - Zenda
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La ausencia que me dejaste, de Mercedes Lezcano

Mercedes Lezcano construye una novela que combina la confesión íntima y el testimonio político-social. Ambientada durante la revuelta de los «chalecos amarillos» de 2018 en Francia y en pleno conflicto palestino-israelí, La ausencia que me dejaste (Punto de Vista editores) nos presenta a dos amantes separados por un mundo que se hunde en la inestabilidad social, la discriminación y la imprudencia de los políticos....

Mercedes Lezcano construye una novela que combina la confesión íntima y el testimonio político-social. Ambientada durante la revuelta de los «chalecos amarillos» de 2018 en Francia y en pleno conflicto palestino-israelí, La ausencia que me dejaste (Punto de Vista editores) nos presenta a dos amantes separados por un mundo que se hunde en la inestabilidad social, la discriminación y la imprudencia de los políticos. Zenda adelanta las primeras páginas.

*****

1

Un día más anduvo por la ciudad como sonámbula. Oscuras nubes invadían el brutalmente bello y amenazante cielo rojizo al caer la fría tarde.

Tomó el bulevar Saint Germain, penetró por el de Saint Michel y, rodeando el Jardín de Luxemburgo, alcanzó la calle d’Assas.

Sin mucho entusiasmo entró en el jardín del sugestivo taller-museo de Ossip Zadkine. Se desprendió del gorro de lana, de la bufanda y del abrigo y los depositó en el guardarropa. Acudir a la muestra sobre Ossip Zadkine había sido idea de su padre. Lo buscó con la mirada. No lo encontró. La joven Adélaïde, asistente de la exposición, al verla desorientada, se acercó a ella.

—¿Puedo ayudarla?

—No, gracias. Busco a mi padre, pero quizás aún no ha llegado.

Diligente, la joven hizo una seña a uno de los camareros para que se acercara, tomó dos copas de champagne y ofreció una a Sylvie.

—Gracias.

—¿Es usted artista? —preguntó, para iniciar una conversación.

—No. Pero me interesa el arte.

—¿A qué se dedica?

—A nada.

Una risa forzada de desconcierto precedió a un tímido gesto antes de decir:

—No le entiendo.

—Intento desprenderme de los recuerdos.

—¿De todos?

—Solo de los más dolorosos.

—¿Y lo consigue?

—No es fácil.

—¿Tiene problemas?

—Perdone, pero es algo privado.

A la joven Adélaïde le sorprendió la actitud seca y distante de Sylvie. Únicamente había pretendido ser educada y cordial con alguien que parecía encontrarse fuera de lugar en aquel espacio.

—Tiene razón. Discúlpeme. Le dejo, debo atender al resto de invitados. Espero que disfrute de la visita.

—Gracias.

Y dejando su copa en una mesa, se alejó extrañada e incómoda.

El calor del ambiente, el champagne y las personas que iban llenando el singular edificio hicieron que Sylvie empezara a sentirse mejor. En aquella época de su vida ser invisible era lo único que ansiaba. Como si la convivencia con los otros la dañara. Entablar una conversación con extraños le producía fatiga y hastío. Intentó concentrarse en las bellas esculturas expuestas mientras daba pequeños sorbos a su copa.

—¿Cómo está mi pequeña?

La voz de su padre le hizo volverse.

—Bien, papá. Tranquilo —le dijo sonriendo, mientras este la escrutaba con la mirada intentando averiguar su estado de ánimo.

—Me alegro.

Cada noche, antes de acostarse, su padre le telefoneaba para constatar que seguía viva.

—Cariño, ahora estoy jubilado… así que tú eres mi única preocupación. Perdona que sea tan pesado.

—Lo sé. No me hagas caso.

—Estoy contento de que hayas venido, ¿qué te parece?

—Muy interesante. Y el lugar es precioso.

Siguieron recorriendo la exposición «El instinto de la materia» mientras Louis le hablaba del escultor ruso.

—Le conocí poco antes de su muerte. Mi padre me llevó a una exposición suya cuando yo aún era un adolescente.

—¿Cómo era?

—Un tipo curioso. Tenía un hermoso y elegante cráneo cubierto de un alborotado cabello blanco. Su rostro… alargado y anguloso, con surcos profundos que enmarcaban una boca de gesto enfadado y labios apretados. Recuerdo que me impresionó una cabeza esculpida en mármol de aspecto trágico que tituló El poeta.

—Parece que te dejó huella.

—Sí. Yo era un niño muy impresionable en aquella época. Como ves, su arte no deja indiferente a nadie.

—Me ha encantado el grupo escultórico homenaje a los hermanos Van Gogh. Esas dos figuras de hombre entrelazadas con sus brazos y la manera delicada en que la cabeza de uno de ellos está apoyada en la del otro me han parecido bellísimas.

—Él siempre hablaba del diálogo entre la materia y la creatividad del artista. Del respeto por el material empleado era de donde sacaba parte de su inspiración.

—Tiene una gran fuerza. Como ese animal esculpido en bronce que ilustra el cartel.

—Cierto, es muy potente…

—Y las esculturas salpicadas por el frondoso jardín, como envueltas por la naturaleza… me parecen un prodigio de buen gusto. Medio ocultas entre la vegetación. Debió de ser feliz trabajando y viviendo en esta casa-taller.

—Bueno, su vida no fue, precisamente, un lecho de rosas.

—¿Por qué lo dices?

—Por lo que sé, su padre, que vivía en Smolensk y era profesor de griego y latín, envió al joven Ossip a estudiar a Londres. Tras vivir varios años entre Londres y Smolensk, vino a París a la escuela de Bellas Artes en 1911. Fue aquí donde se interesó por la escultura. Todo iba bien para él hasta que sus ancestros judíos le obligaron a dejar Francia. Durante la Segunda Guerra Mundial se refugió en EE. UU. Luego regresó a París, se instaló aquí en esta hermosa casa, y comenzó a cosechar éxitos y premios. Tenía una gran personalidad. Perdona, voy a saludar a Jérôme.

—¿Quién es?

—El comisario de la exposición. ¿Quieres que te lo presente?

—Déjalo. Te espero por aquí.

—Como desees.

 

2

Rastreaba las calles de París como si buscara algo. Caminaba, caminaba y caminaba… vehementemente. Se lo había impuesto para huir de aquella apatía plomiza, aquella anestesia emocional que la atenazaba. Era consciente de que debía librarse de ese sufrimiento que arrastraba desde hacía dos años.

«Tengo que dejar de escribirle cartas», se decía a sí misma. Cartas que jamás enviaba porque no sabía a dónde dirigirlas. Las iba amontonando en un hermoso cofre de palo santo e incrustaciones de nácar que su abuelo materno le había regalado cuando aún era una niña. A veces, sentía la tentación de cerrarlo con llave y tirarlo al mar. A aquel mar Mediterráneo en el que soñaron que un día nadarían juntos. Una y otra vez se preguntaba qué había sido de él. ¿Por qué aquel silencio que le culpabilizaba? No podía aceptar que aquella historia de amor vivida hubiera sido una mentira. No ser capaz de comprender la situación la carcomía. Estaba sumida en un hoyo existencial del que era necesario salir. Su única solución era caminar y caminar. Todos los días, y durante horas. Caminaba con furia, como si tuviera prisa por llegar, hasta quedar exhausta. Entonces, arrastrando los pies regresaba a casa.

—¿Sylvie?

Una voz de mujer la detuvo. Anne, la exmujer de su padre, rondaba los sesenta, pero tenía algo juvenil en su aspecto. Vestía con elegante discreción, sin duda fruto de su dedicación al mundo de la moda.

—Soy Anne. ¿No me recuerdas?

—Claro. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tu padre? Me enteré de que había estado enfermo, pero no supe si era correcto llamarle o no.

—Tras vuestra separación tuvo problemas de corazón; sigue con su dieta y medicación, pero está muy bien.

—¿Podemos tomar un café? Ahí mismo.

—De acuerdo —dijo Sylvie a regañadientes, y entraron en el café de la esquina sintiéndose un poco incómodas.

—¿Café?

—Sí. Solo.

—Dos cafés solos, por favor —pidió Anne al camarero mientras se sentaban a una mesa—. Siento haberte abordado así, pero, aunque tú y yo no nos relacionamos mucho, necesitaba darte alguna explicación.

—No tienes que hacerlo —dijo intentando evitarla.

El camarero les sirvió los cafés y una jarrita de agua con dos vasos y se alejó.

—¿Te ha contado tu padre por qué nos separamos?

—No. Jamás me dijo nada. Tampoco era necesario.

—Siempre fue un caballero. Yo… me porté muy mal con él y me siento culpable.

—Bueno, las parejas se separan. No sois los únicos.

Anne, bebió un sorbo de su café y después dijo:

—Me enamoré de otro hombre y le engañé. Cuando se enteró, quiso saber si era una aventura o algo más serio. Fue muy generoso conmigo. Deseaba comprender qué había fallado en nuestra relación. Se preguntaba qué había hecho mal. Nos dimos un tiempo para reflexionar, pero… ya era tarde. ¡Estaba dispuesto a perdonarme!

—Le hiciste daño.

—Lo sé.

—¿Y te mereció la pena dejar a mi padre?

—No fue fácil. Pero sí. Al principio con Jean solo eran encuentros casuales porque ambos nos movíamos en el mundo del diseño. Es publicista. Y después cuando yo tenía que venir a París por trabajo siempre nos veíamos; al final, sin pretenderlo, nos enamoramos…

—¿Sigues con ese hombre?

—Por supuesto, pero me gustaría ver a tu padre. Que pudiéramos ser amigos. Decirle que yo sigo ahí por si me necesita. ¿Comprendes?

Sylvie apuró su café. La conversación le resultaba incómoda. Pero Anne continuó hablando.

—Cuando supe que estaba enfermo, me sentí tan culpable. ¿Crees que estaría bien que le llamara?

—No. Creo que no. Ahora está tranquilo. Disfrutando de su jubilación, vigilando su corazón, recuperando amigos que había dejado atrás y lo que menos necesita es verte. Lo siento.

—Pero si alguna vez surge la posibilidad de que lo vea…

—Tranquilizar tu conciencia no puede ser el precio de violentar su salud otra vez. Mi padre sufrió mucho.

—Comprendo. Me gustaría decirle que le recuerdo con mucho cariño. Toma mi tarjeta. Por favor, llámame si puedo hacer algo por él.

La guardó e hizo una señal al camarero para que trajera la cuenta.

—No. Déjalo. Yo te invito. Y gracias por escucharme.

Se le veía tan abatida que, ya puesta en pie, Sylvie añadió:

—Anne, todos cometemos errores. No eres la única.

—Gracias —le dijo apretándole la mano con cariño.

El inesperado encuentro la revolvió. Al salir a la calle, el frío le sentó bien. Era cierto que durante los escasos años que duró aquel matrimonio, la relación entre ellas, e incluso con su padre, había sido fría. La excusa era la distancia geográfica. Ellos vivían en Lisboa y Sylvie no paraba de viajar por el mundo. Sin embargo, también estaba el rechazo ante el hecho de que su padre se hubiera vuelto a casar. Los años y la experiencia hacían que ahora viera las cosas de forma distinta. ¡Quién era ella para juzgar a nadie!

*****

Mercedes Lezcano (Zaragoza, 1952) es una reconocida actriz de teatro, cine y televisión. Estudió Arte Dramático en el Instituto del Teatro de Barcelona y es profesora de primaria por la UCM. En 1999, se estrenó como directora teatral con Mujeres de Merçè Rodoreda y recibió el Premio al Mejor Espectáculo en el Certamen de directoras de Escena de Torrejón de Ardoz. Como directora y adaptadora le siguieron otros títulos como Otoño en familiaNoche de Reyes sin ShakespeareDanza MacabraConversación con Primo LeviLeonor de AquitaniaExtraño Anuncio y Viva el mestizaje. Su carrera como actriz incluye series y películas como Santa TeresaLa forja de un rebeldeRecuerda cuandoJuncalLa mitad del cielo y La casa de Bernarda Alba. Ha publicado la novela Sólo quedaban… preguntas (2018).

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Autor: Mercedes Lezcano. Título: La ausencia que me dejaste. Editorial: Punto de vista editores. Venta: Todostuslibros

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