Vivimos tiempos populistas. La intensa precarización de todos los dominios vitales, el aumento de la exclusión social y la desigualdad económica, así como la ruina de las viejas convicciones culturales dan lugar a un escenario político en que el populismo, como forma por antonomasia de la expresión del malestar socio-político contemporáneo, parece haber llegado para quedarse.
Zenda reproduce un fragmento de El fantasma de un orden (Plaza y Valdés), de Alejandro Sánchez Berrocal.
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I
Ningún lugar para la esperanza
El 27 de junio de 2020, el célebre semanal The Economist presentaba un titular apocalíptico: «La próxima catástrofe (y cómo sobrevivir a ella)». La ingeniosa y terrorífica imagen de la portada nos muestra a una familia sentada en el sofá, bajo una aparente sensación de calma y seguridad, inmediatamente perturbada cuando la mirada del lector repara en dos detalles. Primero, el padre, la madre y el gato van equipados con máscaras de gas, mientras que el pequeño de la familia lleva un casco militar. Segundo, en la pared del apacible salón es posible ver una serie de cuadros con aciaga simbología: el retrato de un cerdo, la erupción de un volcán, un pingüino sobre un trozo de hielo con un sol abrasador de fondo, un meteorito que impacta sobre la Tierra, unos virus y bacterias, una explosión nuclear y una tormenta solar. En el centro de la composición visual un sencillo reloj de pared está a punto de marcar la medianoche, como si se tratara de un Doomsday Clock que nos advirtiera de la inminente «destrucción total y catastrófica» de la Humanidad.
«Destrucción total y catastrófica» son los términos usados por la junta directiva del Bulletin of the Atomic Scientists desde que en 1947 las agujas del metafórico Reloj del Juicio Final empezaran a moverse. Con el amenazante tictac del reloj alrededor del cual orbitan los cuadros, la portada ofrece una multiplicidad de catástrofes posibles, las cuales van desde la colisión de la Tierra con un gran asteroide hasta una guerra nuclear, pasando por una crisis alimentaria, una pandemia o las consecuencias medioambientales del cambio climático. La amarga conclusión es evidente: nada menos extraño en nuestros días que la destrucción; normalización generalizada de la devastación absoluta; siniestra familiaridad con lo imprevisto de una hecatombe.
Apocalipsis como contemporaneidad, crisis que deviene permanente y excepción como «nueva normalidad». Son las características del Zeitgeist post-2020. Ningún lugar para el optimismo tras la pandemia: nadie habla ya de unos nuevos «felices años veinte». La fractura de legitimidad, normatividad e identidad que atraviesa nuestro presente se ha convertido en un fenómeno duradero e inmutable; las grietas de todo el edificio social son estructurales y amenazan su ruina, a la vez que la desorientación y el malestar invaden no pocas dimensiones de la vida. Recientemente, el 11 de enero de 2023, el World Economic Forum ha publicado, una semana antes de la Cumbre de Davos, su Informe sobre los riesgos globales, en el que una palabra recorre el mencionado dossier: «policrisis». Según el informe, es apremiante analizar la actualidad geoeconómica, así como sus perspectivas a dos y a diez años, «para proporcionar análisis de los riesgos actuales o de los que pueden convertirse en la próxima conmoción mundial […]. Estos riesgos presentes y futuros pueden interactuar entre sí entre para formar una “policrisis”», a saber, «un conjunto de riesgos globales relacionados entre sí con efectos agravantes, de forma que el impacto global supere la suma de cada parte».
II
Una contrarrevolución intelectual latente: el amanecer del neoliberalismo ideológico
¿Pero cómo hemos llegado hasta aquí? Una pregunta, a todas luces, que supondría el despliegue de un vasto estudio cuya figura aquí solo podemos dejar esbozada. Optemos por un punto de partida: la primera fase del neoliberalismo, la cual abarca los años comprendidos entre 1920 y 1950 (Stedman Jones, 2014: 6-8). El intento de reconstruir algunas líneas intelectuales que protagonizan la consolidación del neoliberalismo como ideología (Steger y Roy, 2011: 29) alude a la paradójica situación según la cual el neoliberalismo no fue en su origen, ni mucho menos, una ideología dominante ni una cosmovisión hegemónica: durante años algunos hombres «clamaron en el desierto» mucho antes de que pudiera hablarse de una racionalidad neoliberal y una economía política inspirada en tal hoja de ruta.
El «acta de nacimiento» del neoliberalismo ideológico data del 26 de agosto de 1938 y nos lleva a la céntrica calle Montpensier de París. Nos referimos a la celebración —con una duración de cinco días— del Coloquio Walter Lippmann, protagonizado por una constelación de intelectuales entre los que encontramos filósofos, sociólogos y economistas encargados de refundar el liberalismo clásico, cuyos cimientos temblaron en la convulsa década de 1920, tras el horror de la Primera Guerra Mundial, el auge del comunismo y los fascismos y el crack económico del 29. Entre los participantes hallamos a figuras como Raymond Aron, Jacques Rueff, Friedrich Hayek, Wilhelm Röpke, Ludwig von Mises y Alexander Rüstow, entre otros. El coloquio tuvo su centro de gravedad —y de ahí el nombre— en el libro de Lippmann, también presente, titulado An Enquiry into the Principles of the Good Society (Una investigación sobre los principios de la buena sociedad), publicado en 1937 y traducido al francés bajo el nombre de La Cité libre (La ciudad libre). El objetivo teórico de Lippman —y uno de los temas fundamentales alrededor del cual gira la reunión— era la revisión crítica del «viejo» liberalismo, basado en la «ingenua» idea del laissez-faire, convertida en dogma e incapaz de captar la verdadera naturaleza de la política, la economía y el derecho:
Los últimos liberales no se dieron cuenta. Cometieron el grave error de no ver que la propiedad, los contratos, las sociedades, así como los gobiernos, los parlamentos y los tribunales, son creados por la ley, y no existen más que en tanto elementos de derechos y deberes cuya aplicación puede ser exigida (Lippmann, 2011: 298).
Es en este contexto de distanciamiento del liberalismo clásico cuando los participantes del coloquio ven necesario hallar un nuevo nombre para la doctrina que todavía está por llegar. Algunos de los rótulos que se debatieron pueden resultar especialmente ilustrativos de la naturaleza de este nuevo liberalismo que, lejos de fetichizar el «libre mercado» y olvidar el aspecto ético-coercitivo de toda doctrina económica, insistirá en hacerse cargo políticamente de la fundación de un nuevo orden: liberalismo constructor, liberalismo positivo, liberalismo de izquierdas o social-liberalismo (Reinhoudt y Audier, 2018: 25-27). Finalmente, se opta por añadir el prefijo «neo» y dar lugar así a la fórmula neoliberalismo, una solución menos imaginativa, pero que consigue conciliar a las partes enfrentadas en el coloquio.
¿Y qué hay de «nuevo» en el neoliberalismo? La intuición principal queda bien reflejada en el pensamiento de Lippmann: urge desechar la idea de laissez-faire y reconstruir en unos términos radicalmente novedosos (incidiendo en la esencia estrictamente jurídico-estatal y ético-política de toda gubernamentalidad) el cuerpo doctrinal del liberalismo. En este sentido, otro participante en el coloquio, el filósofo francés Louis Rougier, expresa cómo la necesidad de un «regreso» al liberalismo implica la existencia de un Estado fuerte con capacidad de intervención para mantener el equilibrio económico:
Quien quiera traer de vuelta al liberalismo deberá devolver a los gobiernos una autoridad suficiente para resistir al empuje de los intereses privados sindicales, y dicha autoridad será devuelta a través de reformas constitucionales en la medida en que haya regresado a la opinión pública un rechazo de las maldades del intervencionismo, el dirigismo y el planificacionismo, los cuales consisten en el arte de desordenar sistemáticamente el equilibrio económico en perjuicio de la gran masa de ciudadanos-consumidores para el beneficio efímero de una pequeña cantidad de privilegiados, como se ha visto sobradamente en la experiencia rusa (Rougier, 1938: 10).
El eje no es laissez-faire contra intervencionismo, sino un buen intervencionismo frente a un mal intervencionismo. Según el neoliberalismo, el funcionamiento de la economía debe ser constantemente corregido, equilibrado y reconducido gracias a la intervención de un poder estatal autoritario que, en su pretendida neutralidad, mantenga las condiciones óptimas del régimen de propiedad y el orden de la competencia. Concretamente, Rougier habla de tres posibles modalidades de intervención estatal: (1) intervención jurídica (Estado como defensor del «consumidor» y contra las formas de «abuso» propias del trabajo organizado); (2) intervención económica (Estado como controlador de precios y salarios); (3) intervención social (Estado como institución que «corrige» situaciones económicas de pobreza, pero sin poner el riesgo el equilibrio presupuestario) (Nadeau, 2007: 144-145).
Una imbricación entre intervencionismo estatal y competencia social que revela el modo en que «la Agenda del neoliberalismo está guiada por la necesidad de una adaptación permanente de los hombres y las instituciones a un orden económico intrínsecamente variable, fundamentado en una competencia generalizada y sin tregua» (Guillén Romo, 2018: 16). Una adaptación que, lejos de ser natural, debe ser continuamente producida. El neoliberalismo ideológico, por tanto, «reposa sobre la doble constatación de que el capitalismo ha abierto un periodo de revolución permanente en el orden económico pero que los hombres no están espontáneamente adaptados a este orden de mercado cambiante ya que fueron formados en otro mundo» (Guillén Romo, 2018: 16). Así, de lo que se trata para estos autores es de explorar teórica y doctrinalmente el modo en que una renovación del liberalismo permitiría adaptar a los hombres a ese «orden de mercado» hasta convertirlo en una segunda naturaleza.
Casi una década después del Coloquio Walter Lippmann, uno de sus asistentes, el profesor Friedrich Hayek, convoca a decenas de intelectuales (filósofos, economistas, historiadores, &c.) en la villa de Mont-Pèlerin, Suiza, localización que acabará dando nombre a uno de los primeros think tanks dedicados a la difusión de la ideología neoliberal: la Sociedad Mont-Pèlerin. Repiten Jacques Rueff, Ludwig Erhard, Ludwig von Mises, Walter Lippmann y el mismo Hayek, pero se incorporan otros miembros como el diplomático español Salvador de Madariaga, el filósofo de la ciencia Karl Popper (quien dos años antes había publicado La sociedad abierta y sus enemigos), los economistas Gary Becker (conocido más adelante por su teoría del capital humano) y Milton Friedman (futuro Premio Nobel de Economía en 1976).
De nuevo, el objetivo común es revisar las bases doctrinales del «viejo neoliberalismo» y debatir sobre el destino del neoliberalismo. Pero hay un giro decisivo y ambicioso en los esfuerzos de Hayek y su actitud frente al problema: ya no se trata tanto de reunirse con el objetivo de cambiar una ideología, sino más bien para dar forma al nuevo mundo surgido de la Segunda Guerra Mundial. Impulsada por esta idea, la Sociedad Mont-Pèlerin se convierte en el auténtico catalizador del neoliberalismo ideológico cuya tarea es sostener e impulsar una visión activista del papel de los intelectuales en la esfera política.
Resultaría difícil comprender el éxito del neoliberalismo ideológico en décadas posteriores sin atender a la forma en que «los arquitectos del pensamiento colectivo neoliberal han conectado y combinado delicadamente esferas claves e instituciones para la batalla por la hegemonía —academia, los medios de comunicación, política y negocios», como han apuntado Mirowski y Plehwe (2009: 22). Se trataba, como Milton Friedman sintetizará años más tarde en una célebre frase, de «desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable» (Friedman, 1982: 7).
Refundar el liberalismo, un noble propósito teórico, pero con la conciencia de que librar (y ganar) la batalla cultural acabaría llevando, a medio o largo plazo, a la victoria política. Convencido, por tanto, de que la guerra de ideas es la antesala del éxito político, Hayek da buena cuenta de la necesidad de llevar a cabo toda una campaña ideológica pro-neoliberal. La implantación política de una doctrina, tal y como lo ve el economista austríaco, implica inicialmente una lucha de ideas (struggle of ideas) basada en generar «cierta idea coherente del mundo en el que se quiere vivir […] a través de un conjunto de ideas abstractas y generales», las cuales deben pasar a ser «de propiedad común, a través de la obra de historiadores, publicistas, maestros, escritores e intelectuales» y que no sucede «como expansión en un solo plano, sino como una lenta filtración desde la cúspide de una pirámide hacia la base» (citado en Stolowic, 2007: 18). En estos términos Hayek, en la cúspide de la pirámide, se dirige a Popper:
Nuestro objetivo […] no debe consistir en solucionar la tarea práctica de obtener el beneplácito de las masas para un determinado programa, sino conseguir el favor de las mejores mentes encargadas de formular un programa que tenga posibilidades de ganar el apoyo mayoritario. Nuestro esfuerzo, por lo tanto, se diferencia de toda tarea política en que debe ser un esfuerzo a largo plazo, preocupado no tanto por lo que debe ser inmediatamente práctico, sino por recuperar el poder si se quieren evitar los peligros que en este momento amenazan la libertad individual (citado en Karimi, 2017: 143-144).
Si se trata de una guerra cultural, de una batalla ideológica o de una «contrarrevolución» intelectual neoliberal, debe entrar en escena una cuestión hasta entonces no problematizada: ¿quién es exactamente el enemigo teórico y político frente al cual se reacciona? Las «amenazas» para la «libertad individual» que tanto preocupan a estos intelectuales (ya eran un motivo recurrente en el libro de Lippmann) siempre aparecen bajo fórmulas generales como «colectivismo», «totalitarismo», «dirigismo», &c., pero lo cierto es que hacen referencia a dos realidades históricas muy concretas: el bloque socialista al otro lado del Telón de Acero (la URSS y los países comunistas del Este de Europa) y el éxito de las políticas keynesianas en Occidente (como el New Deal estadounidense y la socialdemocracia británica en la posguerra). En esta lucha, fenómenos tan diversos como la organización obrera en sindicatos, el pluralismo político, el nazismo alemán, la democracia de masas o el comunismo soviético quedan caracterizados bajo el omniabarcante —y desde luego nada preciso teóricamente— término de «colectivismo». Así es tal y como lo expresa el mismo Hayek:
Los diferentes tipos de colectivismos, comunismos, fascismos, etc., se diferencian por la naturaleza de la meta a la que quieren dirigir los esfuerzos de la sociedad. Pero todos ellos se diferencian del liberalismo y el individualismo en desear la organización de toda la sociedad y todos sus recursos alrededor de esa meta unitaria, así como en no reconocer las esferas autónomas en que los fines de los individuos son supremos (Hayek, 2006: 60).
Cuanto más se alarga la imponente sombra del Telón de Acero, más debe Hayek refugiarse en un individualismo metodológico que, a salvo de la «gran teoría» (colectivismo sui generis para estos autores), permita explicar los mecanismos de regulación y funcionamiento del tejido colectivo que compone toda sociedad. Civilización y filosofía, economía y principios especulativos; no parece haber fronteras entre las prácticas y los principios, los agentes sociales empíricos y el método teórico. Desde el momento en que una teoría compleja de los agentes sociales que tenga en cuenta la idea de totalidad es vista como un trasunto teórico del totalitarismo, para Hayek y Popper la forma por excelencia de acceder a los fenómenos sociales será el estudio de interacciones y relaciones entre átomos individuales, unidad mínima e irreductible de todo análisis. La ambición por explicar los fenómenos sociales exclusivamente en términos de individuos esconde, como hemos sugerido, una motivación política: colectivismo económico, planificación estatal y teoría sobre el todo social (piénsese en el holismo de Hegel y Marx) convergerían en la puesta entre paréntesis —en un extremo incluso la eliminación— del individuo. Codeterminación entre teoría y práctica neoliberales que identifica Contreras Natera del siguiente modo: «el fin de la sociedad liberal es el bienestar para todos en un régimen individualista. El individualismo no es sólo un régimen civilizacional, sino además un principio teórico-metodológico» (Contreras Natera, 2016: 31). En un sentido parecido, Laval y Dardot han visto cómo «el principio de “libre elección” se plantea aquí no sólo como una práctica eficaz económicamente, sino también como un antídoto contra toda deriva coercitiva del Estado» (Laval y Dardot, 2013: 105).
El individualismo metodológico y el atomismo social de Hayek no se comprenden sin la construcción filosófica que legitima dicha perspectiva. Y en esto colabora su colega Popper: el individuo, abstraído de cualquier tipo de condicionamiento histórico-social, está compuesto de disposiciones, impulsos y voluntades que, en su choque con las voluntades calculadoras de otros individuos, van dando forma a lo que conocemos como «sociedad». En último término, asistimos al «isomorfismo entre el carácter de las tendencias biológicas humanas y las propiedades de los sistemas sociales humanos» (Contreras Natera, 2016: 121). Ni las clases o los grupos sociales, ni —por supuesto— tampoco los colectivos o los partidos, son instituciones eficaces para el análisis sociológico y político, según estos autores, ya que su consistencia no es más que una abstracción vacía. El carácter impensable de la totalidad obliga a entender la sociedad como suma cuantitativa de voluntades individuales que deben adaptarse al proceso social y, quien se oponga a este modo de concebir la realidad (un peculiar neohobbesianismo con tintes positivistas), es acusado de «colectivista», «totalitario», «hegeliano», «marxista», «fascista» y otros rótulos, para Popper sinónimos, que se dirigen a vincular estrechamente historia de la filosofía y programa político, historia de las ideas e implantación social, tejiendo un excéntrico hilo que va de Platón (y Esparta) a Marx (y el estalinismo), pasando por Hegel (y el nazismo).
Las afinidades electivas entre las filosofías de Platón, Hegel, Marx y su implantación política en los regímenes totalitarios son el objetivo central de la célebre obra de Popper La sociedad abierta y sus enemigos (1945), donde la planificación e intervención económica son identificadas con el totalitarismo: «de la inevitabilidad de un sistema económico colectivista se deduce la inevitabilidad de la adopción de formas totalitarias de vida social» (Popper, 2010: 16); la filosofía platónica se vincula al colectivismo: «el holismo platónico se halla íntimamente relacionado con el colectivismo tribal» (Popper, 2010: 95); se atribuye a Hegel la paternidad de los males que amenazan a la sociedad abierta: «Hegel, el padre del historicismo y del totalitarismo modernos» (Popper, 2010: 239); se sitúa al marxismo como origen del totalitarismo: «si fuera mi intención escribir una historia del advenimiento del totalitarismo, tendría que empezar por tratar el marxismo» (Popper, 2010: 276); se realiza una sencilla fórmula aritmética que une la filosofía de Hegel y el materialismo para dar lugar al fascismo: «la fórmula del “preparado” fascista es la misma en todos los países: Hegel + una pizca de materialismo tipo siglo xix» (Popper, 2010: 277); y, por último, todo ello destila en la gran amenaza de las libertades individuales: el «colectivismo místico» (Popper, 2010: 733). En su peculiar fenomenología de las sociedades cerradas, Popper traza una trayectoria que va desde la República de Platón al campo de exterminio que no solo sería moneda corriente en el pensamiento liberal, sino también un tópico muy querido para los nuevos filósofos franceses, a la derecha, y las corrientes postmodernas, a la izquierda.
Pero sería ingenuo pensar que la «sociedad abierta» estaría amenazada por los escritos de Platón, Hegel y Marx: los verdaderos enemigos son el socialismo y el comunismo en el corazón de Europa (Hayes, 2009: 74 y 179). Sobre este asunto, Stedman Jones apunta lo siguiente: «el desafío comunista tras el telón de acero, tal y como Churchill lo describió en 1946, fue el frente de batalla que preocupó a los académicos y activistas alrededor de Hayek» (Stedman Jones, 2014: 74). Y lo que en un principio solo fue neoliberalismo ideológico necesitaba, entonces, convertirse en programa político y modelo de gobierno alrededor de dos ideas aparentemente muy sencillas que causarán un auténtico terremoto en la forma de comprender la economía y el Estado tras un periodo de hegemonía keynesiana. En el breve artículo de Milton Friedman Neo-Liberalism and its Prospects (1951), todo un manifiesto de «autoconciencia política» del neoliberalismo, leemos los dos objetivos fundamentales del programa político neoliberal, a saber, libre mercado y control de la inflación: «primero, la preservación de la libertad para establecer de empresas en cualquier campo […]; segundo, la provisión de estabilidad monetaria» (Friedman, 1951: 92). Es en estos momentos de autoconciencia del neoliberalismo como programa político cuando puede hablarse de la eclosión de una auténtica estrategia neoliberal como el «conjunto de los discursos, las prácticas, los dispositivos de poder destinados a instaurar nuevas condiciones políticas, a modificar las reglas de funcionamiento económico, a transformar las relaciones sociales de manera que se impongan tales objetivos» (Laval y Dardot, 2013: 191-192). Este nuevo marco macroeconómico encontrará su florecimiento en el proceso de destrucción del compromiso socialdemócrata keynesiano de posguerra, la gran transformación política, económica y social de la segunda mitad del siglo XX.
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ALEJANDRO SÁNCHEZ BERROCAL
Alejandro Sánchez Berrocal (Ceuta, 1995) es graduado en Filosofía (UCM), máster en Filosofía Teórica y Práctica y doctor en Filosofía (UNED). Durante su etapa de formación fue becario de colaboración en la UCM, becario JAE-Intro y contratado FPU en el Instituto de Filosofía del CSIC. Actualmente es investigador en la UCM. Ha desarrollado su actividad docente como profesor de Metafísica, Filosofía Política e Historia de la Filosofía Moral y Política, y realizado una estancia de investigación en la Università degli Studi di Padova. Es miembro fundador de la Asociación Española de Estudios Gramscianos (AEEG), así como fundador del «Grupo de Estudios sobre Europa: crisis, integración y divergencia en el siglo XXI». Ha publicado una treintena de artículos en revistas académicas e impartido decenas de ponencias en congresos nacionales e internacionales, cursos de posgrado, seminarios, jornadas y mesas redondas, al igual que participado en varios proyectos de investigación I+D+I.
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Autor: Alejandro Sánchez Berrocal. Título: El fantasma de un orden. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: Todostuslibros
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