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La alfombra (Tiempos de coronavirus 17) - Zenda
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La alfombra (Tiempos de coronavirus 17)

Viene y va la leve queja de la puerta de este cuarto cuando se abre y se cierra. Es el capricho de la mañana, el juguete de la hora del Ángelus. Ahora va, después viene según el airecillo. Me gusta ese titubeo. Lo imagino sin mirarlo. Ni se me ocurre engrasar la puerta, la gracia...

Abro la ventana de la cocina para escuchar mejor a los pájaros. También la de esta habitación. Al final, todas las de la casa. Subo del todo las persianas. Abro todas las puertas de dentro, de modo que si un pájaro entra tenga varias posibilidades por donde salir; ahora puede conocer todos los rincones donde cobijarse cuando anochezca. Es una lástima que llegue el rumor de una radio.

Viene y va la leve queja de la puerta de este cuarto cuando se abre y se cierra. Es el capricho de la mañana, el juguete de la hora del Ángelus. Ahora va, después viene según el airecillo. Me gusta ese titubeo. Lo imagino sin mirarlo. Ni se me ocurre engrasar la puerta, la gracia está en oír la duda. Hasta que llega al portazo que pone fin al titubeo.

Arriba han colgado una pequeña alfombra que se estremece a la sombra de la luz y al capricho del viento. Lo suyo sería escuchar su lamento, las conversaciones que ha oído durante los últimos meses en esa casa. Los reproches y hasta los silencios, pero la alfombra no está ahora para eso, está a lo que está, a dejarse llevar, a sentir cómo la humedad va bajando hasta el extremo inferior, cómo va recuperando los colores.

"Esta tarde, durante la siesta, sé que voy a soñar que soy un faquir de las Mil y una noches, flaco y con turbante. No me hará falta decir a la alfombra dónde tenemos que ir. Dejaré que ella me lleve donde quiera"

La alfombra, en este silencio de domingo, se siente rejuvenecer, toma consciencia de su envejecimiento, empieza a brillar por el centro, donde las pisadas han sido más tenaces. A esa alfombra le falta unos flecos que la darían más vuelo, más empaque. Pero sólo es una alfombra barata. Ni de lejos una alfombra persa. Si fuera una alfombra persa se habría desprendido de las pinzas y estaría volando como una hoja de periódico atrasado, amarillento, con las noticias y las fotos deshilachándose por el parque, ellas mismas rehaciendo un texto nuevo, un cuento imposible, un soneto a medio hacer, acaso un diálogo surrealista.

A esa alfombra le falta carácter, personalidad, empuje. “Lo intento pero no puedo”, parece decirme. “Si me hubieran fijado con sólo con dos pinzas, todavía. Con cuatro es imposible”. “Bueno, pues cuando se vuelvan a acordar de ti, cuando te abandonen en el salón, junto a la mecedora, cuando llegue una noche de calor insoportable y dejen tus dueños abiertas las ventanas será tu oportunidad. No lo olvides. Sé que otras lo van a hacer”. “De acuerdo”, me dice. Quedamos que lo intentará en julio, cuando la vida se espese y el sopor ahogue los buenos propósitos de los vecinos.

Esta tarde, durante la siesta, sé que voy a soñar que soy un faquir de las Mil y una noches, flaco y con turbante. No me hará falta decir a la alfombra dónde tenemos que ir. Dejaré que ella me lleve donde quiera. Ella ya lo está sopesando. No me importaría que fuéramos cruzando un desierto hasta llegar junto al brocal de un pozo y esperar a que lleguen los camellos con tuaregs escondidos tras sus turbantes. Como Lawrence de Arabia. Porque entre otras virtudes las alfombras pueden viajar atravesando épocas igual que distancias.

La alfombra comparte tendal con un mantel de comedor, más ligero pero también más amplio. Tanto que la apabulla. No creo que hablen entre ellos. Ese mantel parece de marfil con ribetes azules. El mantel, en dos horas, estará listo para que lo planchen y dé solemnidad a la comida de hoy mismo. O puede que le doblen y duerma el sueño de los justos en un armario con bolas de alcanfor junto a servilletas y mantelitos de hilo.

La alfombra ha quedado estrangulada, como esos hombres en paños menores que se estrujan en las luchas canarias, más elegantes que los de sumo, grasientos, enormes, con moños tirantes. A la alfombra le falta aire, está quejándose pero a nadie parece importarle. La alfombra no tiene nombre ni edad. De tanto uso se ha desprendido la etiqueta donde estaba su número, que era como su carné de identidad, y ahora es intercambiable con otra cualquiera.

"La alfombra, como la abuela muda, está acostumbrada a casi todo, ha soportado lo indecible y ha visto demasiado"

La alfombra está cansada de ser alfombra. La alfombra dio un respiro cuando la lavaron porque pensaba que se desharían de ella. Aunque sea pequeña aún pesa lo suyo y es lo que la ha salvado. Nadie quiso enrollarla y acercarla hasta uno de esos enormes cubos de la basura. Tiene un tamaño intermedio porque tampoco es de mesilla, de cama, de las que metidas en una bolsa de plástico se la podría llevar el portero a media tarde. Esta alfombra es como esos hermanos que pasan desapercibidos en medio de la camada. De los que no dan guerra, de los que nadie se acuerda cuando se hacía un recuento por encima a la hora de cenar.

Desde aquí no puedo apreciar si la alfombra tiene lamparones de grasa (improbable), de tinta (muy difícil) o de una cena: alguien llevó en una bandeja un plato con sopa, una tortilla francesa de un huevo, servilleta y un vaso de agua pero acabó volcándose todo por un simple tropezón y la humilde alfombra acabó siendo el paño de lágrimas del enfermo, del sobrino con buenas intenciones y del genio de la ama de casa.

A las alfombras no se las tiene en consideración. Todos se creen con derecho de limpiarse con saña el barro que traen los zapatos de la calle en invierno, un chicle pegado, algo de excremento de un perro, grasa que cae del motor de un coche y se mezcla con los charcos de una ráfaga de lluvia inoportuna, un trozo de factura, parte de una hoja del rosal de enfrente del portal. La alfombra es callada y sufrida. Todo lo acoge con la desgana y el oficio que dan los años. La alfombra, como la abuela muda, está acostumbrada a casi todo, ha soportado lo indecible y ha visto demasiado. Por eso tanto la molesta a la alfombra que nadie se acuerde de ella cuando está muriéndose poco a poco por ese golpe de viento que la ha dejado con sus vergüenzas al aire. He notado su rubor porque la alfombra vive dos pisos más arriba que el mío y desde el alféizar de mi ventana puedo ver lo que ella no quisiera que viera. Así que cierro la ventana, aunque deje de oír el malabarismo de los pájaros.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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