¿Qué ingredientes ha de reunir una película para ameritar cabalmente la consideración de buena? ¿Cuáles son las premisas y los fundamentos objetivos que permiten la formulación de semejante juicio de valor? Constato, encalabrinado, la pasmosa e irreverente facilidad que poseen algunos para dictaminar con sentenciosa inapelabilidad «esta cinta es una obra maestra» o «esta otra es un engendro bochornoso». Muy bien, pero… ¿por qué? Llegados a este temido punto comienza el difícil embolado. Acuden a mi memoria las célebres palabras del filósofo neotomista francés Jacques Maritain, uno de los preclaros capitostes impulsores de la parafernalia de los Derechos Humanos: «Estoy de acuerdo, siempre y cuando no me pregunten por qué». Pues algo semejante sucede con el cine. Todos afirmamos estar seguros de que una determinada película es buena o mala, porque así lo determino yo, porque es mi opinión y punto, porque para gustos los colores. Entonces yo me pregunto: ¿para qué diantres sirve la crítica de cine? Si todo es subjetivo, si la opinión de cada uno es sagrada, ¿qué sentido tiene seguir escribiendo crítica de cine? Pues mucho. Ahora bien, a mi juicio, la crítica de cine realmente existente está algo desnortada, más preocupada por el sensacionalismo, por la polémica ramplona y zote, por el famoseo, por las corrientes de opinión y por los fútiles y anodinos juicios de valor. Sinceramente, estoy del todo convencido de que la función de la verdadera crítica de cine (no confundir con la crítica de cine verdadera) no consiste en determinar, taxativamente, si un filme es bueno, malo o regular; la auténtica crítica de cine debería preocuparse por desvelar los valores narrativos, los atributos literarios y los principios filosóficos que anidan tras los fotogramas de las películas. En definitiva, la crítica de cine ha de analizar, clasificar (ese es el significado etimológico de «criticar») y no debe quedar constreñida a verter juicios insofismables y apodícticos. Quien esto suscribe, cual majagranzas redomado, lleva lustros dando la vara con la misma cantinela, empeñado en seguir haciéndolo con ahínco hasta el fin de los tiempos, porque creo que se trata de una idea de capital relevancia: los verdaderos cineastas son filósofos, sus películas reflejan una determinada visión del mundo; una Weltanschauung más o menos definida e identificable; es función de la crítica de cine, pues, analizar dicha cosmovisión, ir al fondo de los valores narrativos y literarios que cintilan a través de los fotogramas de las películas. Uno examina cualquier sesudo tratado de crítica de cine contemporáneo; se adentra trémulamente por las procelosas aguas de YouTube y, salvo honrosas y muy estimables excepciones, siempre se topa con lo mismo: análisis formales, escala de planos, paleta cromática, punto de fuga, etc.
Todas estas asépticas disquisiciones formalistas poseen cierto interés, qué duda cabe, pero nos conducen irremisiblemente a un callejón sin salida, intelectualmente pelele, el del insulso reduccionismo. ¿Se imaginan ustedes reducir el análisis del Quijote, por ejemplo, al número de oraciones subordinadas sustantivas que emplea Cervantes en su inmortal obra? Seguramente tildarían a ese iluminado exégeta, con absoluto merecimiento, de auténtico mentecato. En 1969, Gustavo Bueno, mi maestro, a quien ya he citado en innumerables ocasiones por estos lares, escribía El papel de la filosofía en el conjunto del saber, un libro seminal en el que, polemizando con Manuel Sacristán, definía a la filosofía como un saber de segundo grado que lo abarca y comprende absolutamente todo, de manera omnímoda. La filosofía no es mera y sinsorga doxografía: Fulano sostiene aquello y Mengano lo contrario. La verdadera filosofía no está en la Academia, se encuentra en la calle, en la televisión, en el cine y, por supuesto, en cualquier obra de arte. Destronemos a los heraldos del academicismo del ara en el que vegetan; exijámosles que desciendan a la caverna, siguiendo la estela platónica; démosle la vuelta al adagio orteguiano: «Delenda est elitismo». Parece legítimo, pues, abordar el análisis cinematográfico desde una perspectiva filosófica, totalizante y holística. Vamos a intentarlo.
El cineasta griego Yorgos Lanthimos merece figurar, con total justicia, dentro de ese selecto grupo antes mentado de los «directores filósofos» (cosa bien distinta —y ahí ya entra el criterio de cada uno— es si esa filosofía es mejor o peor). Desde sus primeras y más humildes propuestas, Canino, Langosta o El sacrificio de un ciervo sagrado, el oriundo de la Hélade ha cuestionado, de manera furibunda, los valores humanistas clásicos que sustentan eso que convenimos en denominar civilización occidental. Friedrich Nietzsche, uno de los filósofos más célebres de la Historia del pensamiento, hacía lo propio en numerosas obras: ¿Y si los valores no son más que disvalores corruptores y delicuescentes? Este zumbado de la reflexión ontológica abogaba por una transvaloración de los valores, aseveraba que su «verdad» causaba auténtico pavor y canguelo porque, hasta su advenimiento, a la mentira se la ha llamado verdad. La única salvación posible estribaba en la vuelta del revés de los valores otrora encomiados por el humanismo literario y filosófico. Su rabieta va en contra de la moral cristiana, a su juicio la moral de los débiles, de los inferiores, de los resentidos. El díscolo teutón mandaba a tomar viento el espiritualismo, la cándida creencia en la vida después de la muerte; el verdadero yo del hombre es el cuerpo, la «gran razón». Al final, toda esta pamema (ruego condescendencia por la firmeza, jamás he sentido la más mínima admiración por este holgazán mimado en los jardines del saber) desemboca en el nihilismo, en los valores antivitalistas, en la negación de la vida. Los interesados en estas enrevesadas cogitaciones filosóficas pueden profundizar en el pensamiento nietzscheano acudiendo al formidable manual de Julián Marías Historia de la filosofía, publicado en Alianza Editorial, o pueden acudir al clásico e ineludible mamotreto de Abbagnano, los tres tomos de Historia de la filosofía publicados por la mítica editorial Montaner y Simón.
Kinds of Kindness, la última excentricidad de Lanthimos en forma de tríptico, nos muestra tres relatos crípticos, enigmáticos, ininteligibles, pero inquietantemente fascinantes. Esta incatalogable rareza la protagoniza una pléyade de actores deslumbrantes. Por ahí desfilan Emma Stone (la nueva musa del heleno), Jesse Plemons, Willem Dafoe, Margaret Qualley, Hong Chau, Mamoudou Athie y Hunter Schafer. Las historias, aparentemente, solo tienen un hilo conductor: son los mismos los actores que las protagonizan, y los temas que tratan, en el fondo, son idénticos: los valores humanistas. ¿Valores injustamente encumbrados o disvalores que hay que debelar y sepultar de forma definitiva?
El primer relato nos presenta las desventuras de una especie de arquitecto, asombroso Jesse Plemons, sometido al control omnímodo de su jefe, un imperial y espeluznante Willem Dafoe que, al parecer, le obliga a sufrir un premeditado accidente de tráfico para, según podemos inferir, obtener un suculento trofeo. Plemons se niega y su vida se desmorona como un frágil castillo de naipes. Se ha liberado de las feroces garras de su señor feudal, pero ¿ha servido para algo? ¿Es más libre ahora, o está más sometido tras verse convertido en un despojo del veleidoso destino? Cuenta la leyenda que Fernando de los Ríos, histórico preboste socialista, le recriminó a Lenin durante su visita a la Unión Soviética la insultante falta de libertad que imperaba en el Edén del proletariado y el dirigente comunista le espetó lo siguiente: «¿Libertad para qué?». Pues eso exactamente nos inquiere el loco genial de Yorgos Lanthimos: ¿para qué queremos la libertad si somos unos peleles meapilas? ¿No nos encontramos mejor siendo sojuzgados por los que detentan el poder en este variopinto tinglado al que llamamos Mundo? Juzguen ustedes mismos.
El segundo relato, más alocado, alambicado y rocambolesco que el anterior, nos cuenta la desgracia de un policía local —de nuevo mayúsculo Plemons— cuya esposa, Emma Stone, ha desaparecido de forma misteriosa mientras se hallaba inmersa en una exploración subacuática. Como por arte de birlibirloque, un buen día aparece de nuevo pero un tanto cambiada, extraña, distinta, como salida de esa obra maestra de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos. De repente, la anodina existencia de Plemons cambia súbitamente, nos sumergimos en un indescriptible sadomasoquismo, una siniestra antropofagia. Quedamos perplejos y turbados: ¿qué demonios es esto? ¿Está Lanthimos cuestionando ese tema tan manido de la identidad? ¿Si lo importante son los sentimientos, los deseos de cada cual, qué es aquello que nos define entonces como humanos? ¿Cuál es nuestra identidad, quién lo decide? Si un día me siento asesino en serie, otro registrador de la propiedad y al siguiente Hernán Cortés, ¿quién osará cuestionarme? ¿Nadie nace en un cuerpo equivocado? (que me perdonen Errasti y Marino Pérez) ¿Todos nacemos en un cuerpo equivocado? Sorprende y asombra que el griego se haya atrevido a tanto.
La tercera historia, la más desprejuiciada de todas, nos sumerge por una espiral demencial de sectas satánicas y acuíferas, y nos hace interrogarnos por el sentido de las creencias, por la fe en lo sobrenatural. Una inefable pareja —una vez más inconmensurables Stone y Plemons—, miembros de una suerte de secta espiritista liderada por un enajenado Dafoe, buscan incansablemente a una chica —la elegida— con el poder de resucitar a los muertos. La encuentran y lo irracional desemboca en lo racional. ¿Existe una radiografía más audaz e inteligente de nuestro presente en marcha, donde a todas horas nos intentan colar lo irracional por lo racional? Queridos todos, la transvaloración de los valores se ha consumado. Esto es la jungla, sálvese quien pueda y que Dios nos pille confesados. Lanthimos exhibe la magistral precisión y orfebrería de Kubrick revestidas con la fruición, el apasionamiento y la mala uva de las inclementes filípicas de Buñuel. El cine como anticine más cine que nunca.
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