(apuntes de filosofía para jóvenes, undécima entrega)
Quizá el lector conozca la broma: ¿cuál es el perro más filósofo? El kantnietzsche. Pensaba guardármelo para la futura entrega de Wittgenstein que aparecerá en esta misma sección —Wittgenstein sostenía que se podría escribir un buen tratado filosófico a base de chistes—, pero no le quiero a dar a Aristóteles Adrados la posibilidad de que me lo robe antes, cuando le toque glosar aquí al padre de Zaratustra.
No hay muchos pensadores a los que se les asocie con un carácter jovial. Ahí estaría Diógenes el Cínico; desde luego, Voltaire; quizá Schopenhauer (al menos, por el tono chispeante con que escribía)… Abunda más bien el modelo de filósofo adusto, reconcentrado, con cara de pocos amigos y aire de mucha solemnidad. Así, Hegel o Husserl, cuyas imágenes icónicas miran como si nos estuvieran examinando; o Heidegger, que parece que acaba de desfilar al paso de la oca.
Immanuel Kant era de los de humor alegre o, al menos, así nos lo hizo saber su discípulo Herder. Y aunque para algunos la vera imagen del filósofo es un tipo barbado envuelto en una túnica y con un dedo apuntando hacia arriba, y para otros un señor estrábico con chaqueta de mezclilla y pipa en la boca oficiando en una taberna parisiense, a nosotros nos gusta este enteco gentilhombre prusiano de aire reposado, peluca blanca y casaca, con el barroco telón de fondo de la famosa ciudad de Königsberg.
Si, es un suponer, hubiéramos podido abordarlo allí, en mitad de uno de sus paseos cotidianos —tan puntuales y cronometrados que les servían a los vecinos para poner en hora los relojes— con seguridad le habríamos oído murmurar entre dientes las tres célebres preguntas:
- ¿Qué puedo saber?
- ¿Qué debo hacer?
- ¿Qué me cabe esperar?
Convengamos en que muchas veces —y, especialmente, en asuntos de ciencia y pensamiento— saber preguntar tiene tanto o parecido mérito que encontrar respuestas adecuadas. Las tres cuestiones kantianas compendian, en sí mismas, todo el programa de la carrera de Filosofía… y en menos caracteres de los que permite un tweet. La primera refiere a la metafísica; la segunda, a la moral; la última hace al rol que cumplimos los seres humanos en este mundo. Y Kant las contesta con tres Críticas: respectivamente, la Crítica de la Razón Pura; la Crítica de la Razón Práctica y la Crítica del Juicio.
El joven lector nos excusará de entrar en estas obras que, por otra parte, son perennes monumentos a la filosofía. Le interesará más saber por qué Kant se vio impelido a escribirlas. Y si somos capaces de explicarlo correctamente, entenderá el motivo por el que nuestro pequeño caballero prusiano supone una bisagra, un antes y un después en la historia del pensamiento. Vamos a ello.
Ya nos hemos ocupado aquí de Leibniz y de Hume, que pasan por ser los campeones, respectivamente, del racionalismo y el empirismo. Según los racionalistas, la razón, sin la ayuda de la experiencia, puede conocer la realidad. Contrariamente, los empiristas sostenían que en la mente únicamente reside lo que se ha adquirido a través de los sentidos. Ahí se quedó Locke, pero Hume avanzó más: esto que los sentidos captan vale para poco, sólo son impresiones inmediatas. Y de las impresiones, aunque estén encadenadas, no se puede extrapolar conocimiento. Empirismo radical o, más propiamente, escepticismo.
Kant, que venía de una formación racionalista también radicalizada a través de Christian Wolff, un discípulo de Leibniz, despierta del sueño dogmático (son sus propias palabras) leyendo a Hume. Este despertar es, sencillamente, abandonar la idea de que únicamente con la razón (la razón suficiente de Leibniz) puede conocerse la realidad.
Pero Kant no da el paso hasta el final. Hume le ha seducido como crítico del racionalismo, pero rechaza su empirismo extremo. Frente al escocés, Kant quiere seguir reivindicando la posibilidad del conocimiento: le resulta inadmisible obviar la física y las matemáticas porque realmente están ahí, se hace uso práctico de ellas, y las leyes de Newton —que permiten prever nada menos que la posición de los astros— son un buen ejemplo.
Nuestro filósofo, pues, cree en la razón (racionalismo), pero acepta que tenga límites marcados por la experiencia (empirismo). Esta síntesis es la que hace posible la existencia del conocimiento, de la ciencia. Y entiende que su tarea es descubrir precisamente cuáles son esos límites. En suma, dar respuesta a la primera de las preguntas: ¿qué puedo saber?
Para ello, Kant utilizará un método propio, basado en el análisis de las facultades cognoscitivas del hombre (la razón) y las fuentes de conocimiento (sensibilidad y entendimiento). Lo aplicará al pensamiento, a la moral y a la estética. Y el resultado, ya se comentó antes, serán las tres Críticas. El joven lector nos creerá si le decimos que pocos ratos tan buenos nos ha dado la vida de estudiante como los que empleamos en desintrincar aquello de los juicios analíticos y sintéticos, a priori y a posteriori, fenómenos y nóumenos, conceptos empíricos y categorías… y luego compartir las conclusiones del maestro.
La razón pura kantiana se basta a sí misma para explorar sus límites y su capacidad de adquirir conocimiento. Es el proyecto de la Ilustración. Conforma el camino de progreso de la Humanidad sobre la base del desarrollo de nuestra naturaleza racional. Supone el fin de la minoría de edad del hombre (también son palabras de Kant). Y su divisa es sapere aude (atrévete a saber)
Kant, que en uno de sus escritos reconoce haber estado en su juventud enamorado (sic) de la metafísica, la acaba repudiando: el conocimiento no puede construirse sobre aquello de lo que no se tiene experiencia. Y en ese paquete entra, por supuesto, la religión. Dios no es un asunto que tenga que ver con la razón (ni, diríamos algunos, con lo razonable), así que podemos dejar de perder el tiempo con esas cosas y declararnos agnósticos con todas las bendiciones kantianas. Desde los griegos, nadie ha hecho tanto por nosotros como el frágil y modesto profesor de Königsberg.
Próxima entrega: Hegel
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