De la misma forma que mi paisano Joaquín Sabina, con su voz cazallera, canta «Fue en un puerto de mar, una noche después de un concierto», lo que cuento fue en Cádiz, una noche después de que Jesús Maeso de la Torre, con su voz de locutor, presentara una de mis novelas. Tras la firma de libros, estuve charlando un rato con un comisario de policía recién jubilado que escribía novela negra. Le pregunté si alguna vez había oído a sus compañeros criticar a la novela policiaca. Me contestó rotundamente que no. Los policías, respondió, podían ser aficionados o no a la narrativa negra, pero jamás la vilipendiaban o ponían a caer de un burro los métodos de investigación policiales o la ambientación detectivesca de las novelas. «A fin de cuentas, se trata de ficción», concluyó el comisario.
Por cierto, Matar a un ruiseñor ha sido una de las pocas novelas que, al pasar la última página, he vuelto a la primera para releerla, cautivado. Además, soy incapaz de decantarme por el libro o la adaptación cinematográfica, porque Gregory Peck está imponente en el papel de Atticus Finch, el abogado defensor, hombre de principios y amoroso padre de familia.
Los gremios antes citados dejan en paz a las novelas ambientadas en sus dominios, porque ellos no se dedican a la literatura, sino a ejercer sus profesiones sin temor a que los novelistas les roben la clientela. No sienten los celos y la envidia de Salieri ante Mozart en Amadeus. Y al igual que los niños distinguen con nitidez los juegos de la realidad, todos esos profesionales diferencian entre lo real y la ficción, que no es sino el territorio literario de la creatividad. Y en consecuencia, tampoco miran al cine con la altanería superlativa de Giscard d’Estaing cuando trataba con políticos españoles, ya que las películas son el reino de la ficción y, al igual que las novelas, cuentan historias centrándose en las emociones. Ése es el secreto de su éxito. Mario Vargas Llosa lo expresa con precisión de cirujano léxico: «Las novelas que más me fascinan son las que me dejan cautivado, no las que se abren paso hasta mí a través del intelecto o la razón […] Las historias deben seducir al lector no por sus ideas, sino por las emociones que inspiran, por su carácter sorprendente y por todo el suspense y el misterio que llegan a generar». Imbatible.
Hay quienes desconfían del cine histórico y al no poder luchar contra su potencia emotiva y capacidad para construir imaginarios perdurables se contentan con cazar gazapos históricos en, qué sé yo, Ben-Hur, Gladiator, La misión, Memorias de África o Salvar al soldado Ryan. Y esos mismos se la tienen jurada a la novela histórica, a la que acusan de intrusismo, de polizona, de ejercitar la pseudohistoria, de falsear el pasado y de confundir a la gente. Son un pequeño sector de historiadores, unos machacas que dan la turra en sus clases, reseñas de obras y escritos (ayunos de lectores) contra este tipo de narrativa, olvidando que aunque se erijan en cancerberos de la historia, ésta no pertenece en exclusiva a nadie, por más que pretendan ejercer de manijeros de una finca llamada Pasado.
Hablo con la libertad que me da ser un escritor que imparte clases de Historia, un ambidiestro profesional sin complejos ante los mandarines historiográficos que se escandalizan ante fenómenos editoriales como Antony Beevor, el historiador inglés que introduce novelas en la bibliografía de sus libros, pues como manifestó en una entrevista en XL Semanal: «La buena ficción ilumina la historia»; idea que compartía Umberto Eco: «Para mí, una novela histórica no es tanto una versión novelada de hechos reales como ficción que nos permite comprender mejor la auténtica historia». Amén.
Precisamente, el género novelístico y cinematográfico de tribunales, con sus letrados, magistrados y personajes sentados en el banquillo de los acusados, me ha hecho llevar a juicio a la novela histórica, que si bien tiene una legión de seguidores, no le faltan detractores. Así que sometámosla a un proceso penal en alguna de esas grandes y solemnes salas de una audiencia provincial cualquiera.
La vista se va a sustanciar al haber sido imposible llegar a un acuerdo previo. Mientras que los novelistas aman apasionadamente a la historia —como se amaban Marco Antonio y Cleopatra— y la tienen por aliada, por el contrario, un reducto de historiadores considera a dichos escritores unos arribistas, simples vendedores de crecepelo.
El ministerio fiscal y la acusación particular están conchabados. Hablan por boca del grupúsculo de historiadores bunkerizados en su postura. Recelan de la invasión bárbara de los novelistas por pervertir el pasado y reescribirlo sin atenerse a la realidad histórica, pues la bastardean a su antojo alterándola, confundiendo al público. Alegan, otrosí, que muchas de esas novelas adolecen de calidad literaria.
Al abogado defensor me lo imagino como Charles Laughton en Testigo de cargo, gordo como un obispo anglicano o un banquero de la City londinense, con peluca blanca y un monóculo con cuyos destellos deslumbra a los interrogados para saber si mienten. Este letrado responde a las acusaciones antedichas con serena contundencia y sorna. El sentido del humor es imprescindible por ser un recurso dialéctico que desarma a los dogmáticos y les hace perder los estribos.
Toda generación de historiadores reescribe el pasado por variados motivos: por vendetta hacia sus maestros, por ir a favor de los vientos políticos dominantes, por cambios en los paradigmas ideológicos, por la introducción de enfoques novedosos o por la mutación de los valores sociales. Asimismo, un hecho, una etapa o un personaje del pasado varían sustancialmente según si los reconstruye un historiador adscrito a una corriente historiográfica u otra, a veces, enemigas entre sí. En consecuencia, el pasado no es estático, sino mudable, movedizo como las arenas de las novelas de aventuras. Si hay diferentes interpretaciones históricas del pasado no veo por qué no pueden los novelistas dar la suya a través de la ficción, es decir, de la aleación entre la realidad pretérita y lo imaginado.
¿Que existen novelas históricas malas? Toma, claro. En varias ocasiones he manifestado mi nulo interés hacia la historia novelada, la narrativa que se limita a recrear un acontecimiento histórico con un estilo literario desaseado, personajes planos, argumento simplista, diálogos acartonados y sobreabundancia de didactismo, lo cual desemboca en una prosa museística, obsesionada por mostrar objetos, biografías y datos.
Otra cosa es la novela histórica, en la que lo literario predomina sobre lo histórico, y la estructura, personajes y trama están bien concebidos y desarrollados. Las grandes novelas históricas concilian la alta literatura con la popular, desvelan las constantes de la condición humana, ayudan —como literatura pura que son— a desclasificar el secreto de las emociones que mueven a las personas. Basta citar Una salida honrosa, de Éric Vuillard, y Revolución, de Arturo Pérez-Reverte, las últimas obras de dos excelentes autores. Para rematar todo esto, repito algo que suelo decir: las buenas novelas históricas hablan del presente a través del pasado; mientras que las malas, hablan del pasado a través del presente.
Por otra parte, como lector omnívoro, me he tragado —o dejado de leer, hastiado— no pocas malas novelas literarias, sociales, policiacas, de autoficción o cuantas etiquetas pongamos para clasificarlas y facilitar su colocación en los anaqueles. Es decir, los niveles de calidad fluctúan en cualquier subgénero literario.
El fiscal, la acusación particular y la defensa se valen del testimonio de peritos para apoyar sus argumentos, de modo que recurren a críticos, historiadores, editores y libreros.
La crítica es fundamental para establecer el canon: fijar cultural y académicamente qué géneros y escritores merecen ser leídos y estudiados. La consagración de la crítica —una especie de imposición de manos— es una autovía del reconocimiento. Muchos de los autores elegidos y valorados no sólo se visibilizan, sino que entran en el mecanismo del circuito cultural: premios, conferencias, intervenciones en actos institucionales y entrevistas.
Un recurso facilón de algunos autores es criticar a la crítica, renegar de su función, despreciar a los críticos tachándolos de escritores fracasados y resentidos. No faltan escribidores superventas en participar en esta lapidación pública; se sienten incomprendidos y, sabiéndoles ya a poco el dinero, la popularidad mediática y el favor de los lectores, anhelan ese inasible prestigio que, en su opinión, se les escamotea.
En España, en los últimos años, se ha operado un cambio a favor de la narrativa histórica por parte de la crítica y del periodismo cultural. Bastantes novelas son reseñadas y analizadas con el pormenor que adorna a estos floricultores de las palabras. Ha habido dos premios de calado que han contribuido a prestigiar la novela histórica. El hereje, de Miguel Delibes, obtuvo el Premio Nacional de Narrativa en 1999, y Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte, el Premio de la Crítica en 2020, galardones ambos de enorme trascendencia para la literatura histórica, pues los recibieron dos de los mejores embajadores de la lengua española.
Expuse mi opinión sobre el papel de los críticos en el discurso de recepción del Premio de la Crítica de Andalucía por El relojero de la Puerta de Sol. Confesé ser asiduo lector de crítica literaria —incluso aunque no me interese el libro reseñado—, la cual considero una especialidad literaria en sí misma por ser un radar del tiempo presente, conectar autores y estilos de diferentes épocas, mostrar la carpintería narrativa, ejercer de boticaria de la escritura y no de forense, y alumbrar senderos literarios. Por consiguiente, me parece bien que los críticos testifiquen en calidad de expertos en este proceso a la novela histórica, porque no faltan los favorables, incluso los hinchas.
Llega el turno de peritaje de los historiadores. Aunque los detractores exponen con un regusto a bilis los argumentos ya enunciados al comienzo de este artículo, el número de partidarios los supera con creces, aunque sus compañeros de la bancada de enfrente los tachan de esquiroles.
Los profesores de universidad partidarios aportan un dato objetivo e irrebatible: el aumento exponencial de tesis doctorales, cursos de verano universitarios, artículos académicos y trabajos de grado o de máster que versan sobre la novela histórica y avalan —y alaban— su valor didáctico y literario. Incluso los novelistas de relumbrón acuden a dar charlas a los campus en aulas abarrotadas, y son invitados a dar consejos prácticos en los talleres de escritura creativa que organizan los departamentos y vicerrectorados. Inaudito, el enemigo en casa, piensan los savonarolas y las señoritas rottenmeiers…
Otras pruebas impepinables a favor serían las obras de Juan Eslava Galán —a la sazón doctor en Historia—, Robert Graves, Marguerite Yourcenar y Colleen Mac Coullough, esta última una neuróloga y catedrática de Medicina metida a novelista que recibió varios doctorados honoris causa en Historia. Pero la prueba más sibilina y demoledora la aportaría el historiador Luis Pericot.
Este catedrático de arqueología prologó en la década de 1950 la edición española de Dioses, tumbas y sabios, del alemán C. W. Ceram, y, llevado por una sincera campechanía, escribió: «El investigador especialista suele mirar con recelo toda intrusión en su campo de trabajo del aficionado, del literato o del reportero. No debe culpársele de este sentimiento receloso. Es natural que sea un poco egoísta y un mucho vanidoso, pues sin este contrapeso de la vanidad no se explicarían los esfuerzos, la paciencia, la renunciación a una vida normal muchas veces a que se ve obligado el que cultiva con pasión una ciencia». El dedo en la llaga. Los novelistas se dedican a corsear en aguas históricas hurtando el botín apilado por los profesionales de la Historia, utilizando los muy pícaros como material novelesco la documentación exhumada y los ensayos publicados, muchos de los cuales suelen criar una capa de polvo en almacenes, como el Arca de la Alianza en la escena final de En busca del arca perdida.
Respecto a los editores —casi habría que escribir editoras, a secas, por su abrumadora mayoría—, la controversia interna motiva que su posición en el juicio no sea unánime ni mucho menos, aunque son más los favorables a publicar esta modalidad literaria. Y no me refiero sólo —soy de los que tildan— a las editoriales con catálogo de novela histórica, sino también a las que no hacen remilgos a que alguna de ellas pase por la imprenta. En este sentido, fue capital el exitazo de Hamnet, de Maggie O’Farrell, obra maestra que mereció el Premio de la Crítica en 2021 en la modalidad de lengua extranjera.
Hay editores que ejercen un despotismo ilustrado y publican aquello que la gente debe leer —no lo que quiere leer—, pues su misión es modelar el gusto literario y no dar alfalfa al populacho. En sus selectos catálogos no suele aparecer la novela histórica, aunque los que la entendemos desde un sentido amplio sí encontramos ejemplos, si bien los autores de dichos libros nieguen escribir narrativa histórica, al parecerles un sambenito o una degradación.
Por contra, otros editores no se creen monarcas ilustrados y se atienen a las reglas del mercado, a los gustos del pueblo —no de la plebe— combinando libros de mucha aceptación con otros de menor venta pero que se avienen a publicar porque, en el fondo, no pierden su corazoncito de aventureros románticos. Hay narraciones históricas en uno y otro platillo de la balanza, y todos los años salen a la luz novelas que consiguen la cuadratura del círculo: están condenadamente bien escritas, miman la estructura, construyen personajes de psicologías interesantes y captan el espíritu de una época. Y encima, se venden como rosquillas.
Los libreros. Ha llegado su momento. Se hace un respetuoso silencio en la sala, casi litúrgico. Ellos no se limitan a despachar libros como quien vende cuarto y mitad de mortadela, sino que aconsejan además de vender. De unos años acá, múltiples librerías españolas se han transformado en espacios culturales, y muchas de las que se han abierto mantienen una cuidada estética que les confiere un aire afrancesado o británico en su decoración y mobiliario. Este cosmopolitismo librero ha florecido en los barrios con solera de las ciudades, y aunque no faltan establecimientos que presumen de la exquisitez de sus ofertas y cuyas mesas de novedades están desiertas de novelas históricas para no soliviantar a los culturetas, la inmensa mayoría acoge a sagrado a la narrativa histórica, organiza presentaciones y los libreros la recomiendan porque previamente la han leído (y disfrutado). Por consiguiente, los libreros, un engranaje imprescindible de la industria cultural, no pueden más que hablar bien de un subgénero que goza de gran éxito entre sus clientes.
Oídas las partes, el jurado popular, tras una rápida deliberación —el tiempo de tomarse un café—, da un veredicto unánime de inocencia para la novela histórica. La presidenta del tribunal, que impone orden en la sala golpeando repetidas veces con el mazo para acallar los vítores y aplausos de los asistentes, no evita una media sonrisa al condenar a la acusación al pago de costas.
A la salida del Palacio de Justicia, quiero imaginarme una escena de los años 40. Los periodistas —ellos, trajeados y con sombrero; ellas, con traje de chaqueta y sombrerito—, libreta en ristre, rodean al abogado defensor y le solicitan unas declaraciones. Y mientras, una nube de fotógrafos de prensa crea una tormenta de flashes disparando sus cámaras, dejando el suelo sembrado de bombillas inservibles que crujen bajo las pisadas de quienes, con un libro bajo el brazo, buscan a los escritores que han presenciado el juicio para pedirles una dedicatoria.
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