En enero del año 2000, el editor bonaerense Mario Muchnik llevaba más de tres décadas publicando libros, siendo testigo “maravillado» de las innovaciones del sector editorial durante ese tiempo, desde el perfeccionamiento de la impresión en color hasta la irrupción de la edición electrónica; desde los inicios de la estética «insolente» de los años 60 hasta «la falsa sobriedad» posmoderna; desde el «destape» del 68 hasta el «encorbatamiento» de los yuppies de los años 90. Muchnik me contaba en aquel año que había «admirado» la inteligencia de mil nuevas colecciones y «envidiado» las culturas populares extranjeras que las hacían viables. Había visto, me dijo, las ediciones de países en vías de desarrollo pasar por las mismas etapas por las que había pasado él años antes y recordó que había sido testigo de cómo el mundo de la edición pasaba por momentos de auge y momentos de baja, aunque, afirmaba con esa inteligencia sagaz que siempre lo caracterizó, «en 30 años nunca he sentido que el sector estuviera verdaderamente en crisis».
Con el nuevo siglo, el editor acabó por publicar una autobiografía editorial que abarcaba esos 30 años de trabajo: Lo peor no son los autores, bajo el sello de El Taller de Mario Muchnik. Por este motivo, don Mario me abrió por vez primera las puertas de su casa, en un edificio muy cerca de la Castellana, para hablar de algunos de los más célebres autores que había publicado —de Elias Canetti a Julio Cortázar, Jorge Guillén o Bruce Chatwin—; de los avatares del mundo editorial, y de algunos episodios de su riquísima trayectoria haciendo y difundiendo cultura a través de los libros, su gran pasión.
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—Uno de los personajes más importantes que aparecen en su libro es Elias Canetti. Permítame que plantee las primeras preguntas a partir de las dedicatorias que él le hizo en algunos de los libros que usted editó. Cuando le entrega El otro proceso de Kafka, Canetti escribe: «Para Mario Muchnik que tuvo el coraje de comenzar a editar a Canetti en castellano».
—Muchas veces lo tachan a uno de valiente cuando lo único que hizo fue hacer lo que le dio la gana en ese momento. Imaginemos que yo no soy editor y que quiero empezar a serlo. Qué estoy leyendo en este momento, qué leí hace poco, qué cosas tengo entre manos, en el último año qué libros he leído. Cuando empecé con Muchnik Editores, editorial que fundé con mi padre en 1973, yo había leído a Canetti poco antes porque me lo había descubierto un saxofonista fabuloso, Steve Lacey. También había leído del Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly; había comprado la obra completa de Oscar Wilde y había leído De profundis, que me dio la pauta para el título real que él quería que fuera Epístola: in carcere et vinculis, traducido por José Emilio Pacheco. Así que yo tenía a Canetti sobre la mesa y no hice más que decir: vamos a ver, vamos a empezar con uno pequeño. Y el primero que edité fue El otro proceso… porque era pequeño. Yo empezaba y tenía miedo, fue una odisea. Pedí los derechos y me los cedieron por muy poco dinero: pagué 150 dólares de anticipo por ese libro. Y por Masa y poder pagué 250 dólares. Debo decir que Auto de fe la había comprado Planeta y la había dado a traducir. Cuando yo me enteré llamé a Planeta y les pregunté si lo iban a editar y ellos me dijeron que no, porque yo sabía que vendía muy poco. Les pedí la traducción y me la enviaron. Era fatal, terrible. Y entonces compré los derechos, di a traducir el libro, y fue el único momento en que vacilé, porque yo me decía que era una de las novelas importantes del siglo XX, pero no estaba vendiendo nada, no llegaba a mil ejemplares, y fui a consultar a mi padre y él me dijo: «¿Cuántos libros has publicado de Canetti?»; yo respondí que tres; él me comentó que si no me parecía que ahora estaba obligado a seguir, porque si era cuestión de parar debería haber parado antes, y que tenía que editarlo. Y lo edité y seguí editándolo mientras pude.
—En Auto de fe, Canetti anotó: «Este es el más loco de mis libros”. ¿Por qué le decía esto?
—Pensemos en la figura de este hombre-libro; en ese mundo sobre los bajos fondos de esa ciudad, con el enano que juega al ajedrez; después París con su hermano, que aparece como el hermano del protagonista, pero que es el hermano de Canetti; el psicoanalista en París; la mujer con las faldas azules, terrible, con la que él se casa, que es la señora de la limpieza porque es muy cómodo, y Canetti a mí me dijo cuando fui a verlo a su casa de Zurich y me presentó a Hera, su mujer, que era cómodo tener a la propia traductora del chino. Entonces yo pensé enseguida que en todos estos escritores de la primera mitad del siglo ha pesado mucho la biografía personal. Kafka es todo autobiográfico, y Canetti en la novela lo es, porque en la novela ese hombre sabe dónde está cada libro en esa biblioteca inmensa.
—En La lengua absuelta, Canetti dedica: «Para MM que ahora sabe todo de mi vida”. ¿Qué era ese todo?
—Lo que pasó es lo siguiente: cuando nos encontramos en el hall después de recibir el Nobel, yo le pedí que me dedicara los libros y él me dijo que si yo podía subir a su habitación. Yo le había mandado una carta en la que le decía que mi primera mujer era de apellido Sarditti, como su madre, que mi hijo tiene facciones muy parecidas a las de Canetti; y le contaba de mi padre, le decía que tenía una fuerza de voluntad muy grande, le decía cosas muy íntimas. Y, al final, le decía que le contaba todo eso porque, cuando a él le dieron el Nobel, yo le debía una explicación de por qué lo había editado y por eso le mandaba esa carta. Y ese día tomo La lengua absuelta y le pregunto si ése es el libro de su vida y él dice: «No, el libro de mi vida es éste». Y era Masa y poder.
—Usted cuenta que estando en casa de Canetti en Zurich, el escritor abrió una estantería y tenía manuscritos por cuatro veces lo publicado, ¿qué ha pasado con eso?
—Canetti dejó como única heredera a su hija, Johana, quien cuando él murió debía tener 18 o 20 años. Ella, insegura de sí misma, acudió al editor, que era Michel Krüger, y con él decidieron ir a los profesores universitarios para confiarles la obra y que fueran ellos los que decidieran. Así que hay un comité universitario que mira todos los papeles de Canetti con la severidad de los críticos universitarios de gran vuelo, los mejores. A la muerte de Canetti, hace cinco años, había quedado un libro que él ya tenía sobre la mesa y que yo edité, Hampstead. Pero del material que dejó en las estanterías, hasta ahora, ha salido sólo uno, que es ya una construcción de este comité de expertos. Es un libro pequeñito, titulado Apuntes, cuya traducción tiene 90 páginas. Yo la tuve en mis manos y no voy a publicarla porque no me dieron los derechos y yo no tenía editorial en ese momento, así que se los llevó Galaxia Gütemberg.
—Hay otro personaje que es importante recordar, pues usted lo dio a conocer en nuestra lengua: Bruce Chatwin. Él tenía las siguientes reglas: «Para que un texto logre interesar a un lector debe reunir tres condiciones: tener algo que contar, tener ganas de contarlo, y saber contarlo». A partir de estos criterios usted dice en su libro que ve la primera diferencia entre los escritores españoles y los latinoamericanos. Hablemos de esto.
—De los escritores latinoamericanos tengo poco que decir porque no les veo mucha diferencia con los grandes escritores de todos los tiempos de todas partes. En cambio, yo veo una enorme decadencia en la literatura española. Salvo honrosas excepciones, pero muy pocas, la gente pareciera no tener nada que contar y menos aún tener ganas de contarlo. La gente escribe como contra su propia voluntad. Yo no soy capaz de leer una literatura en la que ya desde la primera página veo que ese tipo tiene que cumplir con su conciencia. Un escritor es un torrente, aunque sea pequeño y emita poco, como puede ser Juan Rulfo, pero lo que escribe es imperecedero y sabe que si no la saca no puede vivir, como las mujeres que tienen que parir porque, si no, revientan. En cambio en España, muchas obras, muchas, son fetos y no obras que han salido de una matriz porque tenían que tener vida propia. Y eso en los grandes autores latinoamericanos lo veo, incluso los de segunda fila, hay un entusiasmo profundo.
—Usted menciona que editar Los autonautas de la cosmopista, de Julio Cortázar, fue una experiencia formativa, ¿qué sucedió con Cortázar?
—Recuerdo que para ese libro yo escribí una solapa y se la mostré a Julio. El la miró, y como nunca iba a decir: «Esto no me gusta», porque era incapaz, Julio dijo: «¿Qué te parece si en lugar de poner así como tú dices cambiáramos aquí», y yo vi que de pronto estaba cambiando el texto y que estaba cobrando vida; el mío era un texto inhibido. Yo edité no sólo ese libro de Cortázar, sino otros dos más: Nicaragua tan violentamente dulce y Argentina: años de alambradas culturales. En Los autonautas… hay una variación de tipografía entre el texto de Cortázar y el texto del diario de viaje. Y discutimos bastante de eso. En aquella época las computadoras eran muy sencillas; hoy hubiéramos hecho maravillas. Julio me pidió para este libro que no tuviera un aspecto muy profesional; quería que el libro reflejara que ese viaje había sido un poco amateur, y que las fotos pareciesen instantáneas, aunque estuvieran borrosas o con defectos; él quería que así salieran en el libro, que se viera que era una cosa casera. Y este razonamiento no lo hace una persona cualquiera, sino una persona que tiene una visión muy clara de lo que es una presentación gráfica, y sobre todo que sabe exactamente lo que quiere con respecto a su texto. Y fue hablando con él que salió ese libro. No tenía programa de compaginación ni de maquetación, de manera que yo di las fotos de Julio a la imprenta y la imprenta hizo el montaje. Las correcciones de las pruebas las hicimos juntos, porque él participaba directamente e hizo cambios en la puntuación.
Muchnik recordó a tres autores que sabían de libros desde el punto de vista técnico, de la producción: Julio Cortázar, Elias Canetti y Jorge Guillén.
“De Guillén tengo fotocopias de Y otros poemas de su original y de su corrección de pruebas. En primer lugar había un lado bueno: él había decidido desde joven que su obra iría en páginas con no más de 29 líneas. Punto. Y él corregía sus poemas en función de eso. Para él era fundamental el poema en la página, como para Apollinaire. Él nos daba sus originales ya afinados, con ese número de líneas. El problema era que Guillén cambiaba de idea cada dos por tres en cuanto a si iba un punto, una coma o nada. Y llegaba un momento en que había que decirle que había que parar. Cuando edité junto con mi padre Y otros poemas, era el año 73, y entonces la composición era linotipia. Guillén tenía ojo para eso, y decía que había que centrar no el poema, sino el verso más largo. Ese era un trabajo muy duro, pero nuestra edición era muy buena, aunque después, en la segunda edición de Barral, cambió cosas. Y yo doné a la Biblioteca Nacional de España la versión que me dio Jorge, quien trabajaba con tijeras y con pegamento. Un detalle: él tomó dos ejemplares de nuestra edición, arrancó todas las páginas y volvió a montar el libro, introdujo otros poemas, quitó algunos, cambió el orden, y entregaba con las páginas numeradas. Como escuela para un editor que empieza, fue toda una educación. Elias Canetti nunca se metió en el proceso, pero cuando recibía los libros él tocaba el papel y reconocía cuando no era el mismo que el de los otros libros. Qué iba a pensar yo que a un autor le iba a interesar que todos los libros tuvieran el mismo papel. Y notaba todo, hasta el tipo de letra. Lo que quiero decir es que hay autores que escriben y después se desentienden. Bueno, los hay que ni escriben, que te entregan la cosa y no saben conjugar. Pero dejando de lado esos adefesios, estos tres, tres grandes de la literatura, de nivel Premio Nobel, sabían del libro. ¿Por qué? Porque amaban el libro; porque gozaban del objeto del libro, y qué les ibas a hablar de CD-ROM y esas cosas.
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—Por cierto, ya que hablamos de producción editorial, usted menciona en su libro que la tercera parte de los documentos impresos entre 1850 y 1960 dentro de pocos años será polvo, pese a que hay formas de evitarlo, ¿podría comentar esto?
—Es un drama muy serio. Cuando se empezó a usar papel en Europa, era un papel bueno. Los imperativos económicos no llegaban hasta el punto de violar la deontología profesional del impresor. No olvidemos que en la época de El Quijote no había editores, había impresores. En aquella época el papel se hacía como se hacían los zapatos, como se hacía todo: tenía que durar varias generaciones. El papel era un producto noble, bueno, caro, no era muy barato comprar libros; los libreros eran, todavía en el siglo XVII, itinerantes. A partir de fines del siglo XIX, los imperativos industriales, y después las guerras, hicieron que se buscaran modos para abaratar este producto que era tan necesario, y rentabilizar ediciones más grandes. Cuando llega el momento de la masificación, se buscan métodos para abaratar el papel. Se comienza a utilizar la llamada pasta y se acidifica el papel, sin que la gente sepa que el ácido termina por destruir el papel, que se autodestruye sobre todo cuando es muy ácido. Se le agregaban sustancias para que quedara bien blanquito y que después se amarilleaba mucho más rápido que el papel bueno, que también termina por oxidarse, pero mucho más lentamente que otros que tienen una vida muy corta y que en ese momento no se sabía por qué, no se habían hecho investigaciones. De pronto, la humanidad se encontró con que los libros y los documentos impresos en papel producido durante 1850 y 1960 se echaban a perder bastante rápido. Yo tengo libros de antes de 1850 que se conservan mejor que libros de 1940. Y en las bibliotecas hay una gran cantidad de documentos de éstos. Un tercio de los contenidos de las bibliotecas de Europa está hecho en un papel de este tipo. Pero sucede que si se les somete a un tratamiento en el que se sumergen en una solución y se los deja secar, le quitan el cáncer. Lo que sucede es que es tan costoso que las bibliotecas, que apenas tienen para pagar el alquiler, no pueden permitirse tratar sus propios libros. Además, si uno calcula el 30 por ciento de los contenidos de esas bibliotecas, resulta que sale un presupuesto mayor que el de los Ministerios de Defensa. Entonces, ya se sabe que de ese 30 por ciento hay una parte irremisiblemente condenada. Y uno piensa qué pasa con los originales del Tratado de Versalles, en qué papel está escrito. Claro, se le puede tratar, pero es que hay otros documentos históricos como ése y lo más que se puede hacer es digitalizarlos, pero digitalizar un documento original es como digitalizar un cuadro; el original tiene un valor que desaparece cuando desaparece el original.
—En su libro usted habla del gran editor italiano Giulio Einaudi, ¿qué cree que debemos rescatar de este hombre y qué no debemos olvidar bajo ningún concepto?
—En primer término hay una cosa medular en la labor de Einaudi: un compromiso cultural con el medio en que él actuaba; un compromiso de militante, de servicio público, de alguien que está preocupado por la política, la cultura, la música, la literatura y la situación económica de su país después de la guerra. Einaudi es el primer editor que se toma en serio esto de una manera global y orgánica. Para poder acceder a esta labor intelectual y práctica a la vez, lo primero que hace es fijar dos o tres reglas de conducta que impidan que uno traicione eso que se propone de entrada. Es decir, se va a editar un determinado libro y no se plantea la pregunta de cuántos ejemplares se van a vender, porque estaba preocupado por el hecho de que su interés era que la gente leyera ese libro que consideraba bueno y por ahí empezaba. No empezaba por detrás, cómo hacerlo llegar era una cuestión posterior, porque evidentemente él sabía que había modos de hacerlo llegar. Einaudi planteaba esto haciendo ver que un libro era la puerta de la propia liberación. A partir de esta posición, que es política, nacen una serie de mandatos a nivel interno. Lo primero: no se habla de mercado del libro, de eso se hablará después, cuando se tenga el libro impreso y se plantee qué hacer con él. Es una tarea de innovación en cuanto a las motivaciones del editor, porque hasta ese momento nadie había tenido este planteamiento explícito, y nadie se había planteado las tareas editoriales, como la presentación de los libros, la distribución y la promoción en función de eso. A partir de ahí tenemos una editorial que tiene un comité de lectura en el que está prohibido el término mercado, público, venta. Einaudi llegó a echar del comité de lectura a quien mencionaba estas palabras, y en ese comité se peleaban, sí, pero por literatura, no porque el libro se iba a vender o no. Ahí se votaba el libro a mano alzada y si era aprobado por el comité de lectura, Einaudi no podía negarse a editarlo. Esas eran las reglas del juego que estableció Einaudi. Saliendo del comité de lectura, estaba el comité editorial, que trataba los asuntos de corrección, compras de papel, como un comité directivo. Y se determinaba finalmente en qué colección iba a ir. Las colecciones estaban muy estudiadas. Bruno Munari diseñó los libros de Einaudi, que no han cambiado prácticamente desde los años 50. El tipo de letra, el interlineado, cuál es el cuerpo mínimo para que no sean más de 70 caracteres por línea, porque el ojo no puede ver más de 70 caracteres por línea. Así que había una coherencia en todas las colecciones, que se reconocían perfectamente. La tipografía se la mandó hacer y hasta el día de hoy nadie puede hacerla igual porque tiene copyright. Comercialmente él inventó cosas que le hicieron triunfar como editor. Y Einaudi estaba atento a lo que pasaba políticamente en el mundo. Estaba por la literatura de provocación, no de consolación.
—Hablemos del mundo de la edición actual, de «la imparable erosión del mundo cultural por el estólido mundo del liberalismo animal», como dice usted, algo que parece concentrar la atención de los «jóvenes leones de la edición», esos directivos, como señala en su libro, «racionalistas, devotos de las fórmulas que no dejan margen a la intuición, aunque la admiran a posteriori». Porque, apunta usted, «ningún libro nace con coronita; pero ninguno está condenado a priori”.
—Una vez, una traductora me dijo algo así como que un libro no era tan bueno. Y yo pegué un salto. Le dije: «Tú eres una profesional, y un profesional se debe a su profesión sea lo que sea que acepta hacer, si no, no lo acepta. Si crees que un libro te daña por alguna razón, no aceptes el trabajo; pero si lo aceptas tienes que hacerlo impecablemente como si se tratara de Shakespeare». Por lo que respecta al mundo editorial, no está sucediendo nada que no esté sucediendo en la sociedad. Estamos viviendo en una sociedad que unos llaman de liberalismo avanzado, otros capitalismo salvaje, otros de liberalismo animal. Eso pasa en todos los sectores y nosotros no podemos decir que nuestro sector sea víctima de una enfermedad particular. Ante una situación de este tipo, donde prima la rentabilidad como único valor, uno debe pensar que ser honesto es una cuestión de cumplir con uno mismo; es ser coherente con lo que uno siente. Y yo no puedo estar en un grupo como Anaya y aceptar mandatos que se imponen no por órdenes que se dan, sino por el miedo que existe, que cunde, miedo de perder el trabajo. Yo nunca necesité enriquecerme. Por eso no soy rico. Lo que sucede en un gran grupo es que sí tiene vocación de enriquecerse. Para eso existen los grandes grupos. Y el liberalismo animal es un resumen brillante de una cosa que es bastante compleja: que la gente que está en el grupo, a lo mejor ha llegado a él con las mejores intenciones del mundo, pensando como yo, pero no han tenido a lo mejor la irresponsabilidad que he tenido yo de jugarse con cada libro que hacía, y yo me jugué con cada libro que hice. Hay señores hechos para acomodarse a esas reglas del miedo. Kafka decía que vivimos en el siglo del miedo y la indiferencia. La gente que está hecha para adecuarse, adaptarse y conformarse a las reglas del miedo y la indiferencia, es la gente que constituye la legión de los buenos empleados, de los buenos funcionarios. Ellos son los que más le convienen el grupo. Y no estoy hablando con lenguaje fantasmagórico. O sea, hay un señor que tiene interés en publicar unas obras completas. Resulta que las obras completas si las traduce Fulano de Tal le cuestan 5 millones, y si las traduce otro le cuestan millón y medio. Ni siquiera lo va a poner a discusión dentro del grupo; va a ir por el lado del millón y medio y va a hacer una porquería. Y nada más. Es tan sencillo como eso: la autocensura. Los yuppies nacen de la indiferencia, del miedo, que da como hija primogénita la autocensura. Los yuppies en principio tienen que saber hacer las cuentas, aunque los hay que ni eso saben hacer, pero son ésos los que tienen el poder en los grupos.
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En el centro de su visión tan crítica, Muchnik se permitía no obstante romper una lanza por la que consideraba una vía de salida para un el mundo editorial marcado por el rendimiento comercial:
—Uno ve que los que van a sobrevivir no son las editoriales medias tipo Anagrama, sino los grandes grupos y las pequeñísimas. Y yo rompo una lanza por este experimento que es el que estoy haciendo ahora: yo solo con una computadora, un gusto que se puede dar cualquiera. Una persona que tiene la vocación editorial sí puede ser editor. No necesita grandes capitales. Claro que si tuviera que pagar a cinco empleados, un local, gastos generales, ya estaría muerto. Hoy, con la tecnología digital es posible reservar un rincón en cualquier casa y hacer una editorial, notable si uno se lo propone. Puede hacer una editorial discreta, puede editar libros de cocina o de barrio. Esto es posible ahora; hace cinco años no, y hace veinte no era siquiera imaginable. Y después tengo la web, Internet, y como mercado el vasto mundo.
Aquella conversación la concluimos hablando de la relación entre autor y editor, y lo que ya aparecía muchas veces en medio: los agentes literarios.
—La mayor parte de los agentes no sirven para nada —soltó Muchnik—. Ahora bien, hay, como en todo, excepciones notables que sirven para mucho. Pero la mayor parte son intermediarios que cobran como los agentes inmobiliarios, que no sirven para nada más que para cobrar. Pero hay un puñado que son muy buenos porque investigan, buscan y abren vías para acceder a candidatos a edición y demás. La gente en Estados Unidos es ahora nada más que un abogado y tiene que velar porque no le roben dinero al autor, al editor y sobre todo a él. Y ahí hablamos de jueces, cárcel y cosas que poco tienen que ver con la edición. Pero es así: autor y editor: una relación de amor-odio como la de cualquier pareja en el mundo. Los grandes amores terminan por desinflarse y se vuelven querencias. Y puede llegar un momento en que esa relación se rompa. Qué le vamos a hacer. Yo creo que no hay más que decir. La política de autor es una manera pomposa de decir que yo con el autor lo que quiero es una amistad, una relación duradera y que él me pueda criticar o pedir consejo, y yo pueda criticarlo y pedirle consejo. No quiero relaciones idílicas con un autor. Lo que quiero es que un autor venga y me diga: «Oye, me has mandado un contrato de locos». Y que nos demos o no la razón. Pero al mismo tiempo que sea un autor que me diga: «Quiero que leas este libro y me digas qué piensas». Y yo lo lea y diga lo que pienso. Y viceversa. El editor debería de ser el mejor colaborador del autor y viceversa. Eso es lo que a mí más me gusta. Para mí significó muchísimo mi relación con esos tres autores de los que hemos hablado antes: Canetti, Cortázar y Guillén, por lo que tuvo de colaboración. Con el autor el diálogo debe ser vital; se debería poder hablar de cine, del amor y de la muerte; debería ser posible, idealmente, que un autor y un editor fueran amigos. Yo he tenido mucha suerte y lo he buscado, el porcentaje de autores que han sido amigos y que conservo como amigos cuando ya no son mis autores es muy grande. Y la amistad que tengo con los autores es lo que más me fascina de este oficio.
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El domingo 26 de marzo, Mario Muchnik falleció a los 91 años. Su legado, sólido y bien editado, permanecerá sobre todo en las decenas de libros que publicó con tanta pasión.
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