En realidad no es un juego difícil, siempre y cuando uno sea consecuente con lo que pueda o no ocurrir en un presente o futuro próximo (entiéndase esto como un merecido éxito o un estrepitoso fracaso). Pero al final, funcione o no, se trata de un juego. Sin embargo, precisamente porque causa diversión o entretenimiento, resulta todavía más tentador. ¿Será por eso que, en este sentido, los escritores son más privilegiados que el resto? Será, será, pues ellos se pasan la vida jugando. Ellos son, al fin y al cabo, los diseñadores-creadores del juego y, al mismo tiempo, los jugadores. ¿Y de dónde les viene esa manía, buena o mala costumbre, de querer abarcarlo todo? De querer ser todos los personajes y arquetipos existentes: los buenos y los malos; víctimas y verdugos; niños, jóvenes, adultos y ancianos; hombres y mujeres. Pobres, ricos, gordos, flacos, altos, bajos. Soberanos y plebeyos. Insubordinados, revolucionarios, reaccionarios. De querer meterse en todos los fangos, tengan o no que ver con ellos. Guarden o no relación con ellos. El caso es pensar y pensar, a veces sin descanso, el lugar exacto donde se desarrollará la partida: ¿en el mar, en la montaña, en la ciudad? No hay que olvidar que también son indecisos. Y de los peores porque, para colmo, no les gusta darse por vencidos. Reconozcámoslo: mérito, tienen para largo. Y ahí están, erre que erre. Insistentes. Perseverantes. Cabezones. ¡Que no! ¡Que hoy no como! ¡Que hoy pierdo tres kilos por mero placer! ¡Que hoy me salen calvas del estrés! ¡O me doy al vicio, me hago alcohólico o drogadicto! Y si tenemos en cuenta que estos dioses están hechos a imagen y semejanza del humano, el cliché adictivo cobra entonces todo el sentido. Bien lo sabe la efeméride que hoy tiene el orgullo de celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños. Una cifra redonda y todo un logro, teniendo en cuenta lo arduo que supone a veces superar la vuelta anual del sol, y además sobrevivir a un puñado de familiares, amigos y compañeros coetáneos. Sin embargo, retomando el vicio —y el oficio—, uno de los que mejor lo han vivido ha sido él, el cumpleañero que siendo apenas un crío de ocho años tenía en su haber y su ser una picardía juguetona que le ha acompañado hasta el día de hoy. Quizá, por haber sabido mantener, formular o, meramente, crear, el verdadero elixir de la existencia; de la supervivencia: ¡el juego! En efecto Stephen King, nacido el 21 de septiembre de 1947 en Portland, Maine, vigente rey de la ciencia ficción, el terror, lo paranormal o sobrenatural, sigue tan fresco como cuando empezó a escribir sus primeros borradores y los enviaba al periódico local con tal de recibir lo que hoy llamamos feedback y antes —e incluso hoy, pese a quienes continúan denostando nuestro idioma— era conocido como evaluación, crítica o, sencillamente, valoración, pero sin buscarle tres pies al gato, sino, más bien, yendo al grano. Y el niño se quedaba absorto mirando los tachones, las flechas que poblaban los márgenes o los sinónimos que le proponían. ¡Menudo galimatías!, pensaba. Pero eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja. Es evidente que no siempre recibía una respuesta, pero aquellas que le llegaban por correo, por carta, las colgaba en la pared para no olvidar los consejos que todavía hoy sigue aplicando o poniendo en práctica. Podría decirse de King que ha sido desde sus inicios un hombre bastante pragmático, y cómo no, teniendo en cuenta que no ha dejado de escribir, escribir, y escribir además de leer, leer y leer sin cesar. No parece un gran consejo, ¿verdad? Pues no. No es de esas frases de guión sentenciadoras y reveladoras de una película de culto, ni mucho menos. Y tampoco pretende con ello descubrirle a sus lectores la Panacea. Steve es mucho más modesto que todo eso. Y en realidad no es más que un norteamericano de los de toda la vida, de casa, a quien le gustan las Harleys, el rock ‘n roll, discutir y hacer el amor y bailar con Tabitha —su mujer de toda la vida— mientras los Ramones suenan de fondo. Es el tipo que vive en la caravana aparcada en el descampado que hay enfrente de tu casa porque no tiene otro lugar donde vivir y porque no se lo puede permitir. ¿Cuántos escritores de hoy han vivido o (sobre)vivirían en un contexto similar? A lo mejor a los más puristas o pedantes ni se les pasa por la cabeza. Eso sería rebajarse demasiado y les resulta más favorecedor seguir aparentando. Pero en contraposición a ese grupo, están aquellos a los que no les importa subsistir en el fango y picar piedra durante tres, seis o diez años por compromiso hacia uno mismo y su trabajo. O aquellos que, después de haber sido atropellados por un conductor borracho y estar convalecientes otros tantos años, en lugar de caer o recaer en las drogas y el alcohol, hacen de la escritura, su juego y oficio, su tratamiento paliativo. Y su salvavidas.
Sea como fuere, Steve supo a una edad muy temprana cuál era su juego preferido y este detalle, de primeras, rara vez no resulta ser un aliciente. Leer mucho y escribir mucho. Inventar. Imaginar. Fantasear. Aun siendo profesor; aun cuando le llovían las primeras críticas y correcciones por parte de su editor. Steve, esto mejor cámbialo. Esta frase no se entiende, revísala. No describas tanto; este personaje está un poco cojo. Y Steve seguía jugando. “Escribir es humano y corregir divino”, nos dice el señor King en el tercer prólogo de Mientras escribo (Random House, 2001), híbrido entre el ensayo, la autobiografía e incluso manual de instrucciones para escritores. “Si no te diviertes no sirve de nada”, nos recuerda en el citado libro, y continúa: “Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque tú, creador, te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: leer y escribir, tocar un instrumento, jugar al béisbol… lo que sea”. Jueguen, disfruten y disfrácense de esos dioses si es que un día se les pasa por la cabeza insinuarse a Monsieur Verbo o a Mademoiselle Palabra porque, sinceramente, no creo que éstos les rechacen. Más bien al contrario.
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