Entrevista al escritor Juan José Millás a raíz de la publicación en 2019 de su novela La vida a ratos (Alfaguara). Una historia donde el lector es tan protagonista como el narrador. Un diario de más de tres años de un personaje con un curioso nombre: Juan José Millás…
—Estimado Juan, ¿por qué escribió este libro?
—Quería ver lo que daba de sí la vida cotidiana, lo que de extraordinario hay en ella. Está escrito bajo la sospecha de que el significado habita en lo banal. Creo que el resultado último lo confirma.
—¿Cómo lo fue creando, cuál fue el proceso?
—Fue un proceso muy lento. Lo escribía de forma paralela a mis rutinas domésticas y laborales y literarias. De forma un poco clandestina. Observándome en todas esas actividades, espiándome, tomando notas de mi manera de andar por la calle, de detenerme frente a los escaparates, de moverme por los túneles del metro o de la conciencia. Cuatro años, quizá más, de los que quedó la selección que finalmente entregué a la editorial.
—El hecho de fijarse en los detalles a los que normalmente no solemos prestar atención es la base de cada uno de sus días en este diario. ¿Es algo que hace habitualmente?
—Lo hago habitualmente. Forma parte de mi manera de enfrentarme al mundo. Pero en este caso pretendía dejar una especie de acta notarial.
—En la primera semana del mismo, dice usted: «Comprendí que el mundo está mal, muy mal, y me juré (en vano) que el mundo no lograría contagiarme su malestar». ¿Ha servido este diario para mejorar en algo eso?
—Sí. A veces, para conjurar el malestar, has de abrazarte a él. Fundirte con él. Dejar que forme parte de ti, de modo que lo puedas digerir y expulsar. Suelo huir hacia adelante. Me abrazo a lo que me da pánico. Algunos de mis reportajes periodísticos son el resultado de esta huida hacia adelante.
—¿Se comprende mejor el mundo cuando se le da la vuelta, o se confirma que este no tiene sentido, que es un delirio consensuado?
—La mires por donde la mires (por el forro o por la funda), la realidad (lo que llamamos realidad) es una construcción delirante sobre la que hemos llegado al acuerdo de que esa realidad es LA REALIDAD. Y de momento no se nos ocurre alternativa.
—¿Qué cosas mantienen a raya las obsesiones y los rituales en su vida? «Las obsesiones no se ven, pero se amontonan». ¿Cuáles son las dominantes?
—Los rituales y las obsesiones son formas de protección. Maneras de ponerse a salvo. Sería incapaz de enumerarlas, en parte por pudor, en parte porque se transforman continuamente, mutan, aunque su fondo cenagoso siempre es el mismo.
—»Algo va a pasar», dice Lucía en uno de sus libros (Que nadie duerma) y usted mismo lo repite en varios momentos en este diario. ¿Qué puede traer un buen o un mal augurio en un día normal?
—No lo sabemos. No lo sé. Lo cierto es que hay días en los que te levantas con un presentimiento que generalmente no se cumple. El hecho de que no se cumpla no alivia su peso. Tarde o temprano ocurrirá, te dices. Si algo malo puede pasar, pasa.
—¿Cuál es la situación más inverosímil que ha vivido?
—Es la suma de situaciones normales lo que convierte en inverosímil la existencia cotidiana.
—¿Qué razones tiene para no fiarse ni de usted ni de la realidad?
—Porque he sufrido engaños por parte de los dos, de la realidad y de mí mismo. Aunque más que de engaños tendríamos que hablar quizá de ilusiones ópticas. Todo está preparado para engañar a los sentidos. La Tierra parece plana. Es el Sol el que da la impresión de girar alrededor de nosotros y no al revés, etc. La historia de la ciencia es la historia de la lucha contra la percepción. También contra la percepción de uno mismo.
—»He escrito algunas novelas que creía que se me estaban ocurriendo cuando en realidad me estaban ocurriendo». ¿Este sería el caso?
—En parte sí.
—Le cito: «A mí lo que me saca de la cama no son las ganas de escribir, sino la culpa de no hacerlo. Escritura y culpa, he ahí un tema». ¿Nos podría desarrollar un poco este tema, por favor?
—Cuando uno se proyecta como escritor, se declara al mismo tiempo culpable, aunque en ese momento no sea consciente de ello. Culpable de dejarlo para mañana, culpable de no hacerlo bien, culpable de no ser un genio, culpable de estar en la cama o enfrente de la tele en vez de frente al escritorio, culpable de no satisfacer tus expectativas ni las de quienes te quieren (o te odian), culpable de escribir a mano, de escribir a máquina, a ordenador, culpable de dictar, culpable de no leer lo suficiente, culpable de no ganar el Nobel. No hay ninguna otra actividad que produzca tanta culpa. Ni tanta desculpa, es cierto, cuando sacas adelante una buena página.
—En este libro hay muchas reflexiones sobre lo que es escribir. Dice usted: «Mis alumnos, por lo general, no quieren escribir bien, quieren ser escritores». No parece muy satisfecho con el resultado de sus alumnos. ¿Estoy en lo cierto?
—Las clases de escritura creativa están un poco caricaturizadas. Pero es cierto que muchos de los que quieren escribir lo que en verdad desean es ser escritores sin necesidad de pasar por el trámite de jugársela. La vida está llena de escritores que no escriben. En mi círculo de amigos hay dos o tres. Y son escritores geniales porque jamás se han puesto a prueba. Son tan buenos que miran por encima del hombro a los que escribimos. Estos escritores que no escriben se pasan la vida amenazando con sacar una obra maestra que eclipsará de golpe toda la obra de los que llevamos años escribiendo. Ya no me los creo, pero cuando era joven sentía una gran admiración, incluso una gran envidia, por estos escritores sin obra. Mis alumnos son todos estupendos porque apenas escriben.
—¿Constituye la escritura esa existencia alternativa para huir cuando la realidad nos emponzoña con sus venenos?
—No es un modo de huir, sino de sumergirse en ella. De vivir, quizá encapsulado, dentro de ella.
—¿Qué convierte, en su opinión, la literatura en Literatura?
—La bondad.
—¿Qué se necesita para escribir? O para escribir bien.
—Talento y deseo. Con frecuencia, el talento es hijo del deseo.
—Este pensamiento que usted describe («Desde que utilicé el metro por primera vez, sé que alguien me persigue para arrojarme bajo sus ruedas») no se suele decir, pero le pasa a mucha gente. ¿Se trata de un pensamiento fugaz al que no presta atención, o es una certeza? ¿Resulta un pensamiento amenazador o está normalizado?
—Todo el mundo lo piensa, pero no todo el mundo es consciente de que lo piensa. Esta es una de las funciones del escritor: traer a la dimensión de lo dicho materiales del mundo de lo no dicho. De otro lado, en el caso este del metro, lo que la gente piensa realmente es que le gustaría arrojarse a sus vías, aunque proyecta ese deseo en otro que pretendería empujarle. El otro es casi siempre uno mismo.
—¿Hay algo en los viajes en metro y en tren que le guste especialmente?
—Observar a la gente y observarme a mí mismo en la gente.
—Su novela tiene fiebre. ¿De dónde procede todo ese malestar?
—La fiebre solo es molesta cuando pasa de 37,5. Hasta ahí, la calificamos de febrícula. La febrícula es fantástica porque te proporciona un grado de extrañeza que te desfamiliariza de lo familiar. Y ahí es donde lo cotidiano adquiere significado. Diría, pues, que mi novela, más que fiebre, tiene unas décimas. Febrícula.
—En las sesiones que usted mantiene con su psicoterapeuta, en realidad parece usted conversar consigo mismo. Su terapeuta es, además, una persona muy silenciosa.
—La terapia psicoanalítica es así. Está basada en la libre asociación. El paciente habla y habla. Monologa y monologa mientras el terapeuta o la terapeuta dormitan. De súbito aparece un significado que les llama la atención y despiertan para abrochar algo que permanecía desabrochado. Con el tiempo, uno incorpora el método y se convierte en su propio abrochador.
—»El pánico al descontrol me mata, así es mi vida. Siempre encuentro algo para no disfrutar de lo que hago». ¿Desde cuándo le sucede? Tal vez precise de ese desequilibrio precisamente. Tal vez asuma que ese caos es su orden.
—Ese caos es, en efecto, una forma de orden.
—Cuando usted se cuestiona «a qué edad el cuerpo se convierte, no ya en un tema de conversación, sino en ‘el tema’ de conversación», mi pregunta es: ¿Le atemoriza hacerse mayor?
—No. Creo que no. De hecho, soy mayor y no estoy asustado. No por eso al menos. Tal vez me asusta más lo que hay en mí de joven que lo que hay de viejo. Hace años me asustaba más lo que había en mí de viejo que lo que había de joven.
—Comparto plenamente esta afirmación suya: «La actualidad de lo actual es muy efímera. Gracias a esa fugacidad, estar completamente desactualizado es el modo de estar más al día».
—Sí, a veces te matas por estar al día de todo: de cine, de arquitectura, de novela gráfica, de teatro, de música, de cocina, de sistemas de calefacción… Pero en el mismo momento en el que te pones al día te quedas anticuado. Por eso el mejor modo de estar al corriente es vivir un poco desactualizado.
—Dice usted: «Acabas de escribir una novela, la relees y te cagas en todo: te ha salido una novela constipada, estreñida, cuando tu intención era escribir una historia con disentería». Esta no lo es, se lo aseguro. ¿En qué obras le ha sucedido?
—No lo digo por mí. Jamás he escrito una novela estreñida tratando de escribir una novela suelta. Pero veo colegas a los que les ocurre y soy capaz de imaginar sus maldiciones frente al manuscrito recién impreso.
—Afirma en su diario que cuantas más novelas escribe, más difícil le resulta escribir…
—Eso se debe a que subes el nivel de exigencia. En ocasiones renuncias a escribir por eso mismo: porque resulta imposible alcanzar los estándares que te has fijado. De modo que cuanto más oficio tienes, más difícil es todo. Con el oficio solo no llegas ni a la esquina.
—Hay premoniciones que en realidad son recuerdos, como esa humedad en la cocina de su madre y el dolor que a usted siempre le ataca en el costado derecho. ¿Qué hay tras el silencio de esta frase que usted pronuncia, «Dios mío, mi madre»?
—Hay una evocación.
—En la semana 29 de su diario dice usted que «las bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen». Iba yo a autodefenderme (trabajo en una biblioteca) pero no sé si a lo mejor tiene usted bastante razón. Sus reflexiones me hacen contradecirme…
—Las bibliotecas no aceptan donaciones de particulares. Lo digo en el libro: es como si los bancos no admitieran dinero.
—Me llamó la atención lo siguiente: «He tenido diez o doce lipotimias en mi vida, todas en defensa propia». Y esto otro: «Mi médico sufre depresiones, me gusta por eso, su debilidad es mi fortaleza». Me parece que usted ha aprendido a convivir con la hipocondría, y a sacarle partido, como Woody Allen.
—No soy hipocondríaco. Creo que no lo soy, al menos. Pero he notado que a la gente le gusta que sea hipocondríaco y lo cultivo para no decepcionar. Este es uno de los pánicos que me acompañan desde niño: el de decepcionar.
—He anotado esta cita: «Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los siete u ocho años, pues fui el niño más triste de mi generación. Luego, al crecer, y a base de disimular, cambié el carácter. Quiero decir que me fabriqué un carácter falso, un carácter de individuo alegre, una prótesis. Y ha funcionado. Todavía hoy muchas personas creen que soy alegre. Si he de decir la verdad, soy triste, soy muy triste. Y jamás he padecido del corazón». ¿Tanto poder tiene la mente?
—Parece que sí, que la mente puede influir en el sistema inmune. Cuando uno está triste bajan las defensas y se coge todo lo malo que pasa por el aire.
—Y esta otra: «Tengo la revelación de que esta vida ya la he vivido y la he olvidado varias veces». ¿Un largo e intenso déjà vu?
—Sí, es cierto. Se trata de una impresión que no me abandona. He hecho averiguaciones sin alcanzar ninguna conclusión.
—Y otra más: «Hay días en los que te despiertas, y días en los que resucitas». ¿Tiene miedo al final?
—No. Lo veo con esperanza. Como una liberación.
—Dice usted que la vida está llena de buenos comienzos. ¿Qué hay de los finales?
—He visto algunos muy buenos.
—Descríbame, por favor, un momento de bienestar absoluto.
—Sentado en una butaca de mimbre, en verano, a la caída de la tarde, con los pies apoyados en la barandilla de la terraza. Un gin tonic en mi mano derecha y un Camel encendido en mi mano izquierda. Acabo de dar el primer trago y la primera calada. En los cables del teléfono se ha posado una pareja de golondrinas. Dura muy poco.
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