En el universo de Reina Roja caben historias interminables, adrenalínicas y trepidantes. El autor se defiende de los tópicos estableciendo su posición de lector: “Cuando yo era pequeño, esas eran precisamente las historias que me gustaba leer; las que me han convertido en lector”.
Ahora, apenas un año después de Todo arde, el exitoso escritor vuelve, valga la redundancia, con Todo vuelve, un thriller carcelario, enganchante y bronco donde las mujeres siguen ostentando el mando de la situación.
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—¿Por qué tus protagonistas son mujeres?
(El autor se revuelve inquieto en la silla y la entrevistadora adivina tal vez sus pensamientos: “Otra vez esa maldita pregunta de siempre”. Pero no es la de siempre la mujer que le pregunta. De hecho, nunca antes habíamos cruzado una palabra).
—¿Y por qué no? No sé por qué la gente te pregunta tanto “cómo escribes tan bien a las mujeres” y no te preguntan, por ejemplo, “cómo escribes tan bien a los asesinos en serie”. Para mí no hay diferencia. Es decir, mis historias piden personajes determinados y yo se los doy. En este caso, como en Todo arde y también en las novelas anteriores, las mujeres son la fuerza que tira de la historia porque la historia así lo requiere. Las mujeres me interesan mucho como personajes de acción.
—¿Son más complejas, literariamente hablando?
—No nos vamos a poner trascendentales pero, resumiendo, puedo decirte que los personajes femeninos me interesan porque son capaces de observar todos los lados del problema. Tienen mayor capacidad de visión, enfocando un problema desde todos los puntos de vista. Esa mirada compleja, atascante, es la que yo busco frente a la mirada o la actitud del hombre, que es más elemental en el planteamiento de sus cuestionamientos y en sus decisiones. Por supuesto, generalizar es siempre equivocarse, pero ahí tienes los dos ejemplos claros: Hamlet, con su insoportable duda y sus acomplejados pensamientos circulares, y frente a él Lady Macbeth, preparada para la acción. A mí me interesan para mis historias las Lady Macbeth, porque son poliédricas. Las mujeres son capaces de generar interesantes conflictos, y en la literatura el conflicto es lo más importante.
—La narración te exige cosas, pero también la narración elige a los cuentistas. ¿Tú siempre te has sentido un contador, un tusitala?
—No lo sé, supongo que sí. Siempre he tenido la certeza de que pertenezco a una cadena de contadores de historias que me precedieron y que se remontan al principio de los principios. Fíjate, yo lo veo así: en el momento de la invención del fuego, alguien como yo, más bien tirando a bajito, menudo y torpe, en el momento en que llegase un cazador grande y fuerte y habilidoso trayendo la pieza a la cueva para repartirla entre los miembros de la tribu, mi papel para hacerme respetar sería decirle, mirando a las estrellas: “Los cazadores, cuando morís, pasáis a formar parte de la cuenca oscura que nos cubre, dando con vuestra muerte más luz”. O algo por el estilo. Desde luego, mi capacidad en la tribu sería esa, poder inventar historias, porque no me veo en el papel de cazador de mamuts. Mi imaginación y mi capacidad de transformar las cosas que tengo en la cabeza en cuentos que atrapan la atención del que escucha es lo que, de alguna manera, me ha hecho sentirme parte de la manada; es lo que me ha permitido sobrevivir, tener el derecho a llevarme un trozo del mamut, o de lo que sea que haya traído el cazador, a la boca. Contar historias que conectan con miles de personas es lo que me ha permitido ocupar mi rol en la sociedad.
—O sea, que tú de pequeño eras como el Bastián de La historia interminable…
—Sí, yo era ese niño solitario e imaginativo de La historia interminable. Y sigo siéndolo. Para mí, el lugar ideal es bajo una manta, una noche de tormenta, con un libro.
—¿El éxito no te ha cambiado?
—Si yo pudiera vivir sólo de leer, otro gallo nos cantaría. O sea. A ver. Los libros cambian, pero en mi caso lo que realmente me cambia a mí como escritor es el lector. Cuando yo termino un libro necesito escuchar la opinión de los lectores, porque ellos, con su mirada y su interpretación de los hechos, completan la historia. Por ejemplo, con esta nueva novela, desde el día en el que sale y hasta dos semanas después me paso el tiempo atento a las primeras impresiones de los lectores, porque son ellos los que me ayudan a entender qué cojones he hecho, qué es lo que realmente he escrito.
—“La mitad del libro la escribe el autor y la otra mitad el lector”, decía Conrad.
—Pues en mi caso es así, pero a lo bestia. Y no es una cuestión de responsabilidad de trabajo, sino de entendimiento. El cien por cien del entendimiento de mis historias reside en los lectores. Toda esa energía requiere, en mi caso, que ellos cierren el círculo, porque de alguna manera completan mi mirada y me permiten entender qué es lo que voy a escribir a continuación. Eso requiere de una humildad profesional difícil de explicar.
—¿Qué es para ti escribir?
—Es un cedazo en el río. Y no tiene nada que ver con vender mucho o poco. Mira, hay momentos cuando estoy en el proceso de escritura de la novela, en los que me paro, releo una frase o un fragmento y me digo: “¡Qué bueno es esto!”. Pero esa sensación triunfante ocupa unos diez, quince segundos en un espacio de trabajo de dieciocho meses. Multiplícalo por tres, igual a cuarenta y cinco segundos. O sea, menos de un minuto. En el mejor de los casos. El resto de los dieciocho meses es dolor y sufrimiento y creer en numerosas ocasiones que eres una mierda. Entonces, para mí escribir es estar todo el puto tiempo arrodillado en el barro, con el cedazo, diciéndote “a ver si aparece la pepita de oro de los cojones”, buscando la frase perfecta, la reacción perfecta, la narración perfecta. Esos pequeños momentos brevísimos me dan la energía para creer en lo que hago, para seguir adelante, para no soltar el cedazo. Buscando aquellos breves momentos de triunfo en el largo proceso de la creación, como un puto yonqui, es como yo escribo, sin rendirme.
—No quiero terminar sin preguntar, como al inicio, lo que otros ya te han preguntado mil veces: ¿dónde está el secreto del éxito, Juan Gómez-Jurado?
—En creer de manera insensata que puede salir algo bueno de ti, algo mejor que lo anterior. Porque el noventa por ciento de lo que te compone trabaja en contra de ese esfuerzo: los madrugones, criar a los hijos, el colegio, las vacaciones, lo cotidiano, la cocina, la falta de aparcamiento, el precio de los garbanzos, las hipotecas… Todo te habla de la inutilidad y la insensatez que supone parar la vida y encerrarte a escribir. Por eso sólo puedo entender el éxito como el no dejar de ser un yonqui de lo perfecto, de aspirar siempre a lo perfecto en lo que cada uno se proponga hacer.
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