El río de Juan Gallego Benot trae consigo lo que está en desuso. Imágenes y palabras que solo existen en la poesía. El agua se quiebra sin detenerse por sus escritos. Las cañadas oscuras de pronto van e iluminan viejos rincones y los amantes se pierden por orillas de jacintos. Su tono es creciente y dramático. Profundo e impropio, pensarán algunos, para su corta edad: «Empecé de niño haciendo teatro y escribiendo coplas, hasta que con catorce o quince años decidí abrir un blog de poemas. Poemas que únicamente leían mis tías y mi madre, claro», ríe.
Almaduj, molicie, espliegos. Es en la palabra inusitada donde reverdece este nuevo eco. De Sevilla, aunque residente en Madrid, ha coqueteado con ella en distintas lenguas. Estudió la carrera de Literatura Inglesa y Relaciones Internacionales en la Universidad de Reading, trabajó como editor y ahora anda inmerso en un doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid.
Hay aspereza en sus páginas, que recogen un dictado acusado y grave que edita Letraversal. Sin embargo, durante la conversación, juega a lo amistoso. A última hora ha cambiado el lugar en el que realizar la entrevista. Nada de cafeterías. Marchamos para su casa, que ayer preparó torrijas, y gusta de conquistar nuevos paladares por estas fechas primaverales. Juan Gallego Benot tiene estas cosas. A sus 26 años investiga sobre arte, lee a San Juan de la Cruz y sigue las recetas de su abuela a kilómetros de distancia de su San Lorenzo natal, cerquita del Gran Poder. Y es, con estos mimbres, sumamente contemporáneo.
Habla de amigos, no de generación. De quien le gusta, como Rodrigo García Marina. ¿Tiene el lector cierta reticencia a leer poesía contemporánea?, le pregunto. «Hay un miedo a la poesía como género. Y lo entiendo. Yo en mi mesita de noche tengo una novela. Un libro de poemas lo leo en un espacio diferente, porque requiere otra cosa de mí, conlleva otra forma de pensar, que necesita además de la poslectura. Con la poesía contemporánea hay un conflicto de decantación. Se publica muchísimo, por lo que no es fácil acceder a lo bueno. Por eso hay quien prefiere leer a los de siempre, y me parece muy bien, aunque a veces cabe introducir un nombre nuevo. En los libros de Lengua de hace unos pocos años, ya han cambiado, se presentaba a Luis Alberto de Cuenca como la nueva generación».
En Las cañadas oscuras lo culto y popular se abrazan para difuminar los espacios. De piedra y escombros son las fiestas flamencas, en las que aprovecha para morder el ladrillo de un puente, saborear la arena rojiza y germinar una isla solitaria entre los hombres y el verbo. Habla al amor cantando. Lamiendo esquinas inventadas y memorias que no rehúyen de lo esquivo. Apelmazando hogares para tejer un paño dentro de un edén: «Federico García Lorca ha estado muy presente a lo largo de mi vida, como la poesía popular y el flamenco. Bailo en Amor de Dios, por cierto. A través de Lorca llegué a Walt Whitman y otros grandes poetas. De tan naturalizado como tengo algunos mundos, como el cante, muchas veces no sé si algunos versos son originales míos o pertenecen a otra autoría, y viceversa. Por eso era tan importante terminar el libro con unas referencias bibliográficas, que son de justicia». O sea, que la fórmula picassiana de que los genios roban la tiene más que presente.
Practica la percusión con las palabras, haciéndolas sonar, despojándolas del propio lenguaje, que diría Octavio Paz, y devolviéndolas a su estado primigenio con la libertad que le permite el verso. Tan en primer plano queda el sonido que algunos de esos términos son imaginados, pero suenan, henchidos de ritmos, vértices y picos: «crátula», por ejemplo, que me hace daño si me lo acerco demasiado a las encías. Le coloca una diéresis a la «u» de «suave» para cerrar aún más el labio y traza un camino con personajes cociendo corazones entre el barro. Ha aprendido a gritar en silencios como este: «y acabarme en vuestras bocas cálido y temblando». Ha creado un paisaje de abandono, delirio y anhelo con la raíz toda llena de alas. No muestra, a estas alturas, más intenciones que seguir palmeando vocablos y letras que buscan la resignificación que cada lector les otorgue.
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