Fotografía de portada: Enrique Fuenteblanca.
Sobre un lienzo en blanco nos obligamos a intuir la presencia del lenguaje. Cuando aparecen las formas y los colores, concebidos a modo de colisiones culturales, uno ya ha aprendido a leer el color blanco. En Las hogueras azules (Candaya, 2020), segundo poemario del escritor y editor sevillano Juan F. Rivero (Sevilla, 1991), la tradición artística y el empuje político aparecen en el espacio de las cosas que quedan por ser dichas: lo manifiesto, en cambio, es el color blanco. Pero con todo lo que hemos aprendido, con toda la historia que cargamos con nosotros, ahora ya sabemos leer otras formas. Ya sabemos leer otros colores.
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—Resulta curioso, Juan, que decidas abrir Las hogueras azules, un libro que busca tan explícitamente practicar la contención lingüística, con ese prosopoema en el que enuncias directamente sus intenciones.
—El libro está lleno de juegos, de contradicciones. Yo planteo lo que parece ser una poética muy cerrada que, sin embargo, trato de matizar dentro del libro. Podemos decir que, en mi cabeza, el libro tiene dos partes mayores —aunque formalmente esté dividido en cuatro—: la primera es la que se corresponde con el prosopoema de una gota de lluvia y los poemas del paso del tiempo; la segunda la que tiene que ver con el haibun y los poemas para ser pintados. Digamos que, en la primera mitad, planteo una poética inicial que luego busco reconducir. También me gustó, aunque fuese como anécdota o declaración de intenciones, la cosa irónica de escribir un poema largo sobre escribir breve.
En los poemas del paso del tiempo ejecuto en cierto modo esa poética planteada; sin embargo, acabada esa sección, dedico un espacio a reflexionar sobre ella. Entonces, al preguntarme si todos los poemas podrían ser escritos desde esa poética, respondo que no. En el haibun trato de detenerme a pensar acerca de aquello que se me escapa. Es por eso que hago referencia a la inefabilidad correlativa al intento de captar la belleza del mundo; al hecho de que a menudo nos encontramos incapaces, superados por el tema en cuestión, desbordados o simplemente sin palabras. Los poemas para ser pintados ya no están escritos de la manera enunciada en el prosopoema, sino que la mayor parte de ellos han sido madurados con el tiempo y buscan acercarse a temas más abstractos o ligados a una experiencia personal profunda, alejada ya de esa experiencia instantánea de la contemplación, de la sorpresa o la maravilla que se plantea en el presupuesto teórico del libro.
—Tanto en esta primera mitad de Las hogueras azules como en el tramo final de Canícula, tu primer poemario, existe una clara vocación de amagar ciertas cuestiones, de referenciar lo no-dicho, lo que queda oculto detrás de las palabras. A pesar de ello, creo que en este libro llevas a cabo una limpieza léxica y sintáctica en este sentido que en Canícula se dejaba entrever, si acaso, de una manera más teórica.
—A mí no me gusta nada la idea de determinar una única poética y afiliarte a ella como si eso fuese todo lo que vas a hacer. Todos los poetas del mundo tienen, por definición, una o varias poéticas propias —los mejores, casi siempre varias—. En Canícula pretendía evidenciar ese contraste y hacer que esas poéticas diferenciadas chocaran y dialogaran desde posicionamientos distintos. En Las hogueras azules he intento retomar eso, y es por ese motivo que el libro se divide en las dos partes que antes mencionaba. Las poéticas planteadas en ambos ejercicios suponen para mí un juego que no busca clausurar el lenguaje alrededor de ellas, sino seguir permitiendo la experimentación en otras vías y campos. La diferencia entre ambos libros puede estar en el esfuerzo que aquí llevo a cabo a la hora de seleccionar con mayor detenimiento las formas en que voy a iniciar el trabajo; en Canícula la propuesta era quizá más agitada, más combativa para con el lector. También es cierto que ambos libros representan maneras distintas de aproximarse a una serie de ideas o a las poéticas mencionadas, incluso a la poesía o a la escritura. Por mi momento vital, creo que en este libro necesitaba aproximarme al lenguaje con la intención de limpiarlo. Necesitaba conseguir un artefacto conciso y, al mismo tiempo, limpio. Quizá por eso traté de huir un poco del barroquismo que caracterizaba a Canícula: simplemente me apetecía explorar otras maneras de decir.
—En Canícula la sustancia estaba en la búsqueda de una cierta incomodidad e incertidumbre lectoras, en el sentido de apuntar que siempre hay algo que se escapa y que puede romper las estructuras estereotipadas del poema. En este caso te enfrentas al lenguaje con mayor serenidad, quizá por ese momento biográfico que mencionas.
—Lo que quería evidenciar a nivel estructural en Canícula era una suerte de ejercicio de construcción que no dejaba de construirse a sí mismo; en ese sentido es incómodo porque no te permite asentarte en una posición sencilla y continuar asistiendo al desarrollo del libro sin cuestionar tu propio lugar como lector; al contrario: te obliga a moverte. Quise obligar al lector a plantearse en todo momento qué era lo que estaba leyendo. Esa no es mi intención en Las hogueras azules, pero a mí también me gusta que cada libro sea distinto y parta de unos presupuestos diferentes. En este libro sí quise proporcionarle al lector una posición sólida de partida, porque eso a mí también me permitía trabajar el lenguaje de otras maneras. Por poner un ejemplo, sus imágenes a menudo se cruzan y se comunican entre sí. Existe un imaginario común de cuestiones que se repiten. Y considero que esa solidez de base me ha permitido después desarrollar juegos en un sentido más extenso del que pude llevar a cabo en Canícula.
—Me gustaría hablar contigo sobre cómo ha evolucionado tu posicionamiento político a la hora de escribir poesía entre un libro y otro. Es cierto que tu forma de hacer política y hablar del otro en Canícula era mucho más explícita; aquí, al depurar el lenguaje y tratar con este tipo de juegos, la cuestión política puede quedar aparentemente desplazada a una suerte de subtexto. En tu manera de mirar ya se intuye un posicionamiento político determinado, pero quizá se podría hablar de una domesticación de su ejercicio.
—Yo creo que eso tiene que ver con el cambio en mi mirada, efectivamente, y con el modo en que en ambos libros se representa la realidad. En Las hogueras azules sí existe un yo lírico explícito, una voz que habla en primera persona. El hecho de trabajar sobre una intimidad, sobre una serie de ideas más enraizadas en una percepción del mundo que en un análisis global o estructural del mismo, provoca que la política se desplace a otros terrenos. La política que aparece en este libro es siempre subsidiaria, en cierto modo, de la acción correlativa a lo escrito. No ha sido mi intención hacer un libro menos político, pero creo que ese posicionamiento inicial lleva la escritura inevitablemente hacia cuestiones vinculadas con una política de la intimidad. En Canícula traté de confrontar directamente una serie de ideas políticas, de ponerlas sobre la mesa. En ocasiones, los personajes de los poemas entraban en conflicto con ellas; hacían referencia a Europa y a realidades materiales muy directas.
El personaje que he construido en Las hogueras azules se parece un poco a mí. No soy yo, pero se parece un poco a mí: lo que he buscado en este libro es mirar con otros ojos toda esa realidad política que aquí florece o se manifiesta en los pequeños detalles. He intentado aproximarme a la política de otra manera, pero manteniendo siempre su vigencia. No buscaba escribir un poemario con pretensiones decorativas. Los poemas decorativos no me interesan.
—En Canícula abrías un poema con una cita de Chris Marker que hablaba de la vanidad de Occidente a la hora de privilegiar el ser sobre el no-ser. Creo que esto explica muy bien tu relación con los tiempos de la cultura oriental. Esa forma de bajar el ritmo occidental hacia un espacio más contemplativo adquiere también una dimensión política, en el sentido de que privilegia —a la hora de mirar— aquello que, políticamente, podríamos denominar no-ser: lo pequeño, lo doméstico, la propia naturaleza.
—Está claro que en la contemplación hay un acto político. En el momento en que uno se detiene a mirar, se resiste al ritmo impuesto y se para a observar y, más importante, a decir lo que tiene alrededor, está llevando a cabo una acción política. Al pronunciarlo, de alguna manera, al prestarle atención, evitamos en cierta medida que sea absorbido por la producción capitalista en la que nos movemos, que también nos absorbe a nosotros. Quizá ese sea el mayor acto político detrás de Las hogueras azules, y viene muy al hilo de la cita de Marker que mencionas, extraída de Sans Soleil, que es un documental en el que se explotan precisamente las distancias entre Oriente y Occidente; en el que se ponen de manifiesto las distancias a la hora de aproximarse al tiempo y a los cuerpos entre una serie de culturas africanas, asiáticas o europeas.
Hay una cuestión que a mí también me parece fundamental —que en el pensamiento occidental se suele tener poco en cuenta— en torno a los planteamientos básicos de la filosofía en Oriente y Occidente, que surgen en el lapso brevísimo que existe entre Parménides y Lao-Tse; dos filósofos completamente separados en en el tiempo y el espacio. Parménides dice: lo que es, es; lo que no es; no es. Lao-Tse, por su parte, afirma: lo que es proviene de lo que no es; lo que no es proviene de lo que es. Desde ese momento, se desarrollan dos corrientes de pensamiento que crecen de forma prácticamente paralela y yo diría que casi igual de fructífera, tocándose muy a menudo en sus planteamientos.
Yo pienso que Marker hace referencia a un privilegio que deviene de una asunción de lo que el poder capitalista ha decidido establecer como lo que es, así como de la inutilidad pragmática asignada a lo que no es. Sin embargo, encuentro muy interesante reivindicar la utilidad de lo que no ha sido y de hacerlo además como posibilidad no explotada, precisamente porque nuestra acción política puede también consistir en reflexionar acerca de lo que no ha sido para recuperarlo, para devolverlo a la materialidad, para hacerlo ser. Todo esto me parece interesante también a la hora de entender cómo me posiciono en este libro: al contemplar lo que es, se asume que existen cosas que no han sido. Recuperando un poco el hilo de lo que hablábamos al principio acerca de amagar ciertas cuestiones, me parece que decir lo que hay también te permite saber lo que no hay. Si el pájaro que veo un invierno entre las ramas está vivo, eso implica que existe una realidad que se está buscando. Concretamente: el pájaro no ha muerto, ha sobrevivido al invierno y, sin embargo, se nos plantea la posibilidad negativa de la muerte, también enunciada. En ese sentido, a mí me gusta mucho pensar en esa idea taoísta de que, a fin de cuentas, lo que es está contenido en lo que no es y lo que no es está contenido en lo que es.
—También se guarda una especie de intervalo de esperanza en el proceso que hace que el no-ser devenga en ser, y que está relacionado con lo que hace Marker, que no es sino presentar una serie de estímulos que golpean al espectador desde su presente para dejarle intuir una suerte de futuro. Narrativamente, Sans Soleil trabaja una abstracción que lo distancia de la realidad presente para ubicarlo en lo que podríamos denominar un futuro distópico —que no deja de ser el presente, y he ahí la maniobra— cargado de esperanza, en el sentido de que proporciona al espectador un margen de maniobra antes de que todo eso acontezca.
—Por eso te decía antes que en la observación hay un posicionamiento político: porque se privilegia lo que se mira frente a lo que no se mira. En Sans Soleil hay un momento muy significativo en el que Marker filma a una serie de personas, si no me equivoco, en Cabo Verde. De pronto, alguien mira a la cámara y se pregunta: ¿quién dijo esa tontería de que no se podía mirar a la cámara? Entonces, el documental se rompe por completo desde dentro y Marker comienza a montar imágenes de personas mirando directamente a la cámara. Esto también se puede aplicar a la poesía: me gusta que lo que se contempla contemple al lector, que el lector se sienta observado e interpelado por el texto.
—Creo que en el libro se da una transición entre esta mirada sobre el tiempo, presente en su primera mitad, y una mayor fijación por los espacios en la segunda, en la que se establece una relación directa entre el lenguaje poético y el pictórico. Pienso, a colación de esto, que aunque tu sentido del ritmo y el tiempo poético te vincule a una tradición oriental; tu forma de acercarte a los espacios puede adscribirse más a una serie de corrientes norteamericanas como la Escuela de Nueva York, con lo que el autor tiene de wanderer de la realidad y el espacio que habita.
—A mí me interesaba hablar de esa realidad que se contempla pero que sin embargo escapa, escapa, escapa […]; esa realidad que, aunque intente ser aprehendida, está siempre viva. ¡Y precisamente por eso merece ser mirada! Por su cualidad cambiante, porque nunca se puede aprehender por completo, porque incluso dos personas que observen el mismo punto desde la misma posición podrán encontrarse con realidades distintas. En ese sentido, creo que la influencia de John Ashbery en mi poesía es algo manifiesto. También creo que me condicionó en gran medida la lectura de El gran magma, un libro que compila escritos sobre naturaleza de Gary Snyder publicado en España por Varasek. Su mirada, en tanto individuo occidental abierto e interesado por el mundo oriental, me interesó profundamente.
—En relación a lo que te comentaba antes sobre la forma que tiene el libro de trasladarse del estudio del tiempo al del espacio a través de la pintura, se plantea el conflicto de la linealidad de la escritura, de ese movimiento intrínseco que la pintura no puede sostener.
—Por supuesto, hay una relación contradictoria planteada en esos términos. También es verdad que escribo los poemas para ser pintados recogiendo una tradición muy concreta de una manera algo tramposa, dado que ni en China ni en Japón se escriben los poemas para pintar. Lo que sucede es que, como es tan habitual pintar escenas procedentes del mundo literario, al final los escritores terminan pensando en una pintura en el momento en que escriben —y viceversa—. Lo que yo hago aquí es darle un poco la vuelta a ese asunto, es decir: escribo pensando en un dibujo que pudiese realizarse a partir del poema. A veces funciona orgánicamente porque, aunque los lenguajes no sean del todo comunicantes entre sí y siempre existan barreras que cuesta salvar —como es lógico, dado que son medios expresivos distintos—, hay una serie de ideas que pueden llevar a trabajar de una manera u otra. A mí me interesa mucho cierto tipo de pintura prerrenacentista —en Europa— que en China y Japón se extiende hasta prácticamente el siglo XIX y que tiende a representar lo dicho de una manera muy conceptual. En ella no es tan importante insertar en un contexto realista a las figuras de la obra: las figuras están ahí y el fondo puede ser cualquier cosa. Una caja de oro, en el caso del Descendimiento de Van der Weyden; un plano alegórico superpuesto en el tiempo en la Anunciación de Fra Angélico.
En ese sentido, estos poemas para ser pintados juegan con esa idea de la multiplicidad de escenas, es decir, con la posibilidad de pintar cosas que, a veces, solo coexisten en el espacio de manera contrapuesta o violenta. En muchos pintores de las dinastías Tang y Song en China, o del período Edo japonés, se revela un esfuerzo por mostrar el lienzo y los materiales con los que trabajan como una parte constitutiva de la idea que se transmite en el cuadro. En estos textos juego un poco con eso, con la misma idea que la pintura china podía manejar a la hora de representar una serie de figuras en un paisaje parcialmente dibujado sobre un lienzo que, por lo demás, queda desnudo. Ellos conservaban la idea de que, revelando el lienzo, se revelaba cierto elemento ilusorio de la existencia. Cuando, en los poemas para ser pintados, superpongo afirmaciones sobre la realidad humana, mi intención es contraponer realidades que no encajan, tratar de revelar el artificio que hay en la contemplación.
—En el poema que abre el libro, y engarzando con esta vinculación con lo pictórico, haces referencia a la voluntad de una cierta permanencia de la escritura, o más bien una latencia: buscas que la imagen se quede con el lector, que impacte en su memoria como una vieja canción infantil.
—Hay una cuestión vinculada con el lenguaje y la poesía que a mí me interesa particularmente, y es su capacidad de asociarse permanentemente con los cuerpos, su capacidad para acompañar a alguien como una idea, una sensación o una evocación de algo durante mucho tiempo. En el haibun hago referencia explícita a la memoria y su inestabilidad al recordar a mi abuela cantando durante las últimas etapas de su alzheimer. No podía hablar y simplemente cantaba. En el núcleo de algunas imágenes de este libro está esa capacidad del lenguaje de transgredir nuestra propia voluntad, también porque, cuando nuestro cerebro comienza a deteriorarse de una manera como esa, deja de responder a nuestra voluntad, pero nuestra memoria sigue haciéndolo en cierto modo. Me parece fascinante eso, que a veces la memoria sobreviva a la voluntad. Cuando escribimos poesía creo que eso también pasa, porque la poesía también nos sobrevive a nosotros; el lector la sigue leyendo de manera completamente ajena a nuestra voluntad, imponiéndole sus patrones de lectura y nuevos códigos culturales, llevándola a otros terrenos.
—Este es un campo abonado para tratar de demarcar las posibilidades del ejercicio poético frente a lo que podríamos denominar el ejercicio narrativo, en tanto la distinción de una escritura en verso o prosa parece no resultar ya demasiado fructífera. ¿Es la disposición sintáctica de lo poético y su fijación léxica la que puede definir, si es que es definible, lo que es la poesía? ¿Quizá su capacidad para sortear la linealidad de una narración y serenar sus estructuras?
—Lo cierto es que yo creo muy poco en la delimitación de los géneros literarios: la encuentro una cosa absolutamente desfasada y artificial que tiene que ver más con la enseñanza universitaria de los textos, de la necesidad de una taxonomía específica. Existen ciertos géneros que se han solidificado porque comercialmente funcionan, porque han dado con una etiqueta comercial apropiada para su venta. Supongo que la poesía es simplemente un género literario que utiliza el lenguaje reclamando siempre la atención sobre él, pero eso no quiere decir que se reduzca a un juego lingüístico o a un uso literario de la lengua. Siguiendo esta máxima, podríamos cuestionarnos seriamente si algunas supuestas novelas no podrían ser consideradas como ejercicios poéticos, y pienso, por ejemplo, en las Memorias de Adriano de Yourcenar, que he leído recientemente.
Realmente no entiendo por qué tenemos que limitarnos a escribir poemarios, novelas, cuentos u obras de teatro, cuando realmente podemos darle al lector algo con lo que construya lo que considere más apropiado para sí. En ese sentido, yo he ido contraponiendo distintos modos de escribir poesía, a veces jugando con lo ensayístico, otras con lo narrativo. Y lo he hecho precisamente para explicitar la posibilidad del tránsito entre una forma y otra, reflexionando sobre las ideas preexistentes acerca de ciertas construcciones lingüísticas. La literatura que a mí me interesa es la que obliga al lector a enfrentarse a su propia idea de literatura y, en cierto modo, a ensanchar esas categorizaciones que, en mi opinión, resultan siempre perjuiciosas.
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Autor: Juan F. Rivero. Título: Las hogueras azules. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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