El de José Giovanni es un caso peculiar en la historia del relato criminal francés. Y con “relato criminal”, al hablar de Giovanni más que nunca, me refiero tanto al cine como a la literatura. Prácticamente puede decirse que el polar, que es el género policiaco francés por excelencia, nace con sus argumentos y con las películas de Jean-Pierre Melville.
Centrándonos en el relato criminal en Francia, ciertamente, como poco, podemos remontarnos a las intrigas de Fantômas, el folletín que a partir de 1911 comenzaron a publicar Marcel Allain y Pierre Souvestre. Dos años después, Louis Feuillade llevó a este fabuloso malhechor a la pantalla en una pentalogía que cuenta entre las obras maestras del cine mudo.
Así, someramente y en líneas generales, el realismo poético francés, lo mejor de la cartelera mundial prebélica, también tuvo en estas producciones uno de sus pilares. Jean Gabin, su actor paradigmático, fue todo un galán, pero su personaje prototípico era el hampón. Pépé, el que incorpora en Pépé Le Moko (Julien Duvivier, 1937), no puede salir de la casba de Argel. Fuera de sus callejas, la policía le aguarda para echársele encima. En Muelle de las brumas (Marcel Carné, 1938), una de las películas más hermosas y tristes de toda la historia del cine, Gabin da vida a un desertor que se mueve en el hampa y por amor se ve abocado al crimen. En La bestia humana (Jean Renoir, 1938) protagoniza un argumento clásico de la ficción criminal convirtiéndose en Lantier, el adúltero que mata al marido de Sévérine (Simone Simon), la esposa que le seduce para convertirle en su asesino.
Ya hablando de la Nouvelle Vague, el crimen también es uno de los asuntos más frecuentes en la filmografía de Claude Chabrol: Landru (1963), La mujer infiel (1969), El carnicero (1970)… Resumiendo, el relato criminal es toda una tradición tanto en el cine como en la literatura francesa. Pero el polar propiamente dicho, ese subgénero que tiene en algunas de las cintas que protagonizaron Alain Delon, Jean-Paul Belmondo y Lino Ventura entre los años 60 y 70 sus mejores y más genuinos ejemplos, nace con José Giovanni. Ahora bien, su impronta en todo el relato criminal es inmensa.
Hace unos años tuve oportunidad de entrevistar a Bernard Minier —uno de los autores franceses de novelas policiacas más leídos internacionalmente— con motivo de una visita suya a Getafe Negro. Me dijo que, en su país, polar es un término que se refiere a todo el género.
Quienes recuerden la diferencia entre cintas como Hasta el último aliento (Jean-Pierre Melville, 1966), basada en la novela homónima de Giovanni del año 58, y La Diva (Jean-Jacques Beineix, 1981), el filme en el que el propio Giovanni situaba el fin del relato criminal tal y como él lo concibió —aquel subgénero al que me vengo refiriendo, que la crítica y la cinefilia internacionales fueron a llamar polar—, saben que son más las cosas que separan que las que unen a estas producciones.
El polar de Giovanni es una exaltación de los códigos de honor de los hampones, de la amistad, de la virilidad. Es peor el traidor, el confidente de la policía que el criminal. Cuando un ladrón cae herido en su huida, el compinche siempre se vuelve para llevársele, aun a riesgo de su propia vida, aunque le vaya en ello la libertad.
No deja de ser curioso que, dada esa sublimación de la lealtad, la maldición desde la que arranca la actividad literaria de nuestro escritor lo sea como consecuencia de una traición a su país. Sí señor, José Giovanni fue un estigmatizado como Céline, Pierre Drieu La Rochelle y todos los que durante la ocupación alemana contribuyeron de alguna manera a la Francia de Vichy. Pero, si cabe, nuestro hombre lo fue más, puesto que Céline y Drieu La Rochelle sólo hicieron apología de la ocupación —y del antisemitismo en el caso del primero—, en tanto que Giovanni frecuentó a algunos miembros de la Milicia Francesa, la fuerza paramilitar colaboracionista, los subalternos de la Gestapo, los enemigos de la resistencia.
Puede que su adscripción al Partido Popular Francés —la organización fascista de la Francia de la época— obedeciese a un ardid para evitar las glebas de franceses que Vichy mandaba a trabajar Alemania poco menos que como esclavos. Aunque sus defensores reclaman el olvido de sus crímenes después de tantos años —máxime considerando que diez de ellos los pasó en la cárcel—, hay constancia de que Joseph Damiani —tal era el verdadero nombre de Giovanni— durante la ocupación era uno de los acólitos de Abel Danos en el quartier parisino de Pigalle. Y Danos fue uno de los matones de la Carlinga, la Gestapo francesa. Integrada mayoritariamente por delincuentes comunes y algunos musulmanes atraídos por el antisemitismo de los invasores, todos ellos actuaban con total impunidad, amparados por los nazis. Excusaré decir las monstruosidades que, dentro de aquel reino del terror que fue la Francia ocupada, cometieron aquellas cuadrillas. El futuro cineasta integraba una en la que también se encontraba su hermano, Paul Damiani —quien moriría en Niza en 1946, en un ajuste de cuentas entre hampones—, y su tío materno, Paul Santos.
Tras una serie de extorsiones y asesinatos, ora cometidos con el uniforme del invasor, ora diciendo pertenecer a la resistencia, ya al final de la guerra, Giovanni se ve envuelto en los asesinatos de un destilador clandestino de licores en Suresnes y unos hermanos industriales. Herido en una pierna por un disparo, es detenido durante la convalecencia y condenado a muerte por los tres asesinatos en 1948. Salva el cuello porque la pena se le conmuta por veinte años de trabajos forzados. Sale de la cárcel en el 56 y, a instancias de su abogado, Stephan Hecquet —fascinadito con el diario que Giovanni, para aguantar el tirón del cautiverio, lleva en la cárcel—, comienza a escribir sus historias. Están basadas en todo lo que ha vivido, protagonizadas por los hampones que ha tratado. La evasión, que llevada la pantalla por Jacques Becker en 1960 se convertirá en la obra maestra del cine de fugas, narra un intento de evasión que protagonizó él mismo, junto a sus compañeros de celda, en la prisión parisina de La Santé en 1947.
“Me hicieron entrar en Gallimard. Firmé un contrato y así empezó todo”, recordaría al cabo de los años. «Por eso puedo decir que, de no haber estado en prisión, ni siquiera hubiera intentado mi carrera literaria. Mi destino era pasar por la cárcel para escribir”.
Otro personaje singular, Marcel Duhamel —además de actor de René Clair, Marcel Carné y otros grandes cineastas, fue uno de los mejores traductores al francés de Hemingway, Steinbeck y otros autores estadounidenses; a la vez que creador de la Série noir y otras colecciones legendarias de Gallimard—, a raíz del éxito de La evasión, contrata de golpe diez novelas más a Giovanni. La tirada inicial de cada una de ellas es de cincuenta mil ejemplares. Llegan así títulos como A todo riesgo, que Claude Sautet lleva brillantemente a la pantalla antes de que acabe 1960. El gran Lino Ventura es el protagonista. En el 61, Jean Becker, el hijo de Jacques, adapta Un tal La Rocca, protagonizada por Jean-Paul Belmondo. En el 63, Jacques Deray hace otro tanto con Ronda de crímenes.
Ya redimido de su antigua maldición, el suyo ha sido uno de los estigmas más antiguos, el de los criminales, el exconvicto ahora es todo un autor heterodoxo. Como pueda serlo Jean Genet, otro expresidiario. Pero a Genet el cine nunca le será dado como a Giovanni. Nuestro hombre escribe a un ritmo vertiginoso. Su verbo es preciso como un buen disparo y sus novelas —que no tardarán en ser traducidas al español en las impagables colecciones noir de la editorial Bruguera— son llevadas a la pantalla apenas llegan a las librerías. Además, también tiene tiempo para escribir diálogos en argumentos que le son ajenos e incluso de escribir libretos de encargo.
Todo en José Giovanni es un fenómeno. La intelectualidad gala, tan fascinada con él como cuantos descubren sus novelas o las películas que inspiran, están convencidos de que tras el exconvicto se esconde un escritor muy celebrado. Tienen que acabar por rendirse a la evidencia. Mediados los años 60, puede decirse que José Giovanni es un clásico contemporáneo. Sin embargo, el éxito de su actividad como guionista no correrá parejo al de su filmografía como realizador. Arranca en 1967 con La ley del superviviente, un drama sobre una red de la resistencia en la guerra que en ningún momento alcanza el brío que otros directores saben imprimir al polar de José Giovanni.
Todavía faltan unos años para que se aleje deliberadamente del género al que se lo debe todo. Pero empieza a distanciarse cuando se lleva a Lino ventura a México para ponerle allí al frente del reparto de Caza sin cuartel (1968), una intriga previsible y anodina sobre las tribulaciones de un sicario para matar a un caudillo mexicano. Último domicilio conocido (1970), sobre el destino inexorable que aguarda a un testigo cuando pierde la protección de la policía, es una de sus mejores realizaciones. Sin embargo, Où est passé Tom? (1971) es un desvarío en toda regla. A veces quiere ser una intriga política, en la línea de las de Costa-Gravas; otras se inclina por la denuncia sublime del franquismo, a imitación del Joseph Losey de Caza humana (1970). Al final no es más que una cinta confusa y deslavazada. Después llega Dos hombres en la ciudad (1973), sobre el ya manido tema de la imposibilidad de redención para el común de los convictos.
A mi entender, José Giovanni da lo mejor como realizador en Alias el gitano (1975), que, junto a sus trabajos para Jean-Pierre Melville, es una de las grandes aportaciones de Alain Delon al polar. “No quiero seguir haciendo cine policiaco como lo hacía antes”, declaró nuestro hombre a comienzos de los años 80, con motivo del rodaje de El rufián (1983), una aventura simpática en la línea de las de Claude Lelouch. La filmografía del creador del polar no habría de volver a alzarse nunca. En cuanto a su actividad como novelista, se redujo drásticamente a partir de 1969.
Como guionista, su decadencia arrancó con los dos clanes, el de los sicilianos —dirigido por Henri Verneuil en el 69— y el de los marselleses, que el mismo Giovanni llevó al cine —sobre su propia novela— en el 72.
Nunca debió abandonar el polar. Sin duda buscando partir definitivamente con sus antecedentes penales en Francia, se nacionalizó suizo en 1986. Murió en Lausana a los ochenta años. Había nacido en Córcega en 1923.
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