Fotos: Inma G. Pardo.
Conocí a José Antonio Molina por referencias de antiguos alumnos que habían sido sus discípulos en Historia Antigua y Arqueología o trabajado con él en algunas de las excavaciones que dirigía. Siempre me alabaron su magisterio, pero sobre todo su bonhomía y saber estar. Le he seguido la pista a través de las columnas que semanalmente redacta en la prensa regional o en los programas en los que comparte en la radio autonómica su pasión por el cine clásico. Siempre me sorprende por la vastedad de su cultura, por no conocer fronteras en sus pasiones, por consagrar varios artículos a obras quizás menores de los colosos de las literaturas rusa, francesa o alemana, para detenerse el sábado siguiente en la controvertida figura del papa Julio II. Y, cuando se agota de temas tales, se descuelga a la semana siguiente con un dije en el que resuena a modo de música de cámara alguna pieza secundaria de los Grandes Maestros, a la que él, con su estilo cristalino, pausado y rebosante de humanismo convierte en estelar.
Acaba de dar a luz La memoria de las sirenas (M.A.R. Editor), una delicada arqueta en la que a manera de alhajas se esconden verdaderas delicias en modo de breves ensayos, que nos invitan a viajar en el proceloso mar que este historiador mutado en ensayista ha creado. Es una experiencia recorrer sus capítulos como si fueran islas: en cada una de ellas nos aguardan Julio Verne, Dumas, Gogol o Goethe, pero también Stanley Kubrick y Claude Debussy.
Va ya por la segunda edición. Aprovechamos este hecho para charlar con él y acercar su figura y obra a los lectores de Zenda.
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—En la presentación de una de tus obras te escuché decir que los dos libros que te habían marcado como lector, como persona, fueron la Biblia y la Ilíada, ¿qué señaló cada uno de ellos a tu persona?
—En ambos casos la primera respuesta es la misma: la reivindicación de una tradición milenaria, y por lo tanto un puerto seguro en medio de un mundo cambiante. Ambas obras han inspirado, y continúan haciéndolo, un amor profundo e incondicional por la cultura a generaciones de lectores, independientemente de sus orígenes nacionales. Por otra parte, tanto en la Biblia como en Homero aparecen las grandes cuestiones que preocupan a la humanidad, como son el destino, la vida, el amor y la muerte, y lo hacen elevadas a la categoría más alta de literatura y pensamiento, desde sus orígenes orales claramente perceptibles hasta su conversión en una suerte de patrimonio espiritual primero nacional, pero después para toda la humanidad. Son obras literariamente muy bellas, constituyen por tanto una lectura enriquecedora, edificante, verdaderamente didáctica al menos en la forma; poco o nada se habrá escrito que supere los bellos amaneceres homéricos o el lirismo de los salmos. ¿Qué busco en la Biblia y Homero?, yo diría: belleza y sabiduría. Naturalmente son obras que, caídas en manos descuidadas, pueden ser profanadas con facilidad y utilizadas para fines perversos. Pero es la condición de toda obra humana, todo cuanto hacemos tiene un doble filo. También los elixires de la cultura pueden ser bálsamos regeneradores o potentes venenos.
—Me cuentan que tus raíces están en Archena, una villa enclavada en las riberas del Segura, con un encantador establecimiento termal, en uso continuado desde época romana. No hay más que acercarse a las actuales piscinas y ver los restos de la hospedería que atendía a los que buscaban el poder curativo de esas aguas miles de años atrás o las aras de los que aquí murieron, expuestas en la recepción del hotel principal. Tiene Archena también algún poblado ibérico de cierta entidad. ¿Ayudó algo esto a que decidieras consagrar tu vida a la Historia Antigua?
—Diría que sí, absolutamente. Los restos del poblado ibérico y la presencia romana en el balneario me llevaron a convivir con la Antigüedad desde la primera infancia. Pero también ejerció una poderosa influencia en mí la visita periódica de un río Segura desbocado, recuerdo al menos una evacuación preventiva del colegio (el llamado popularmente “Colegio del río”); poco trabajo me cuesta evocar las expediciones con amigos después de inundaciones o riadas si bien no tan devastadoras, al menos sí lo bastante elocuentes para hacerme comprender la fragilidad de las cosas. Archena es también el lugar donde, en el seno familiar, empezó mi seducción por la cultura, primero por la magia del tablero de ajedrez que cultivaba mi padre, así como por las primeras lecturas serias procedentes de su exigua biblioteca, en la que había un ejemplar del Quijote y varios libros, bellos y para mí casi cabalísticos de ajedrez. Todo aquello formaba una especie de mitología temprana, pues junto con las historias de mis abuelos tenía cerca las aventuras (y trastadas) infantiles en las huertas aledañas al colegio, hoy mermadas o desaparecidas, o las visitas casi iniciáticas a la célebre librería de Mariano, la de más solera en Archena, donde puse la vista por primera vez en los volúmenes de la colección Austral. En aquellos parajes del paraíso estaba la serpiente de la cultura, y su picadura, repetida tantas veces después, nunca fue tan dulce y placentera como en aquellos días de infancia, en la que de los libros apenas entendía los títulos, pero era consciente de la existencia de un cierto misterio venerable que palpitaba en ellos.
—A lo largo de los casi 30 años que llevo ejerciendo en tierras murcianas, varios alumnos estudiaron tu especialidad y me hablaron maravillas de don Antonino González Blanco. Me consta que tú fuiste discípulo aventajado suyo y que lo llevas a gala. ¿Qué tenía don Antonino para dejar esa estela?
—Antonino González Blanco, que vive cargado de años y de respeto en Madrid y que por lo que sé sigue investigando y trabajando, representó mucho para mí. Fue mi maestro, lo cual ya es decir mucho, porque enseñaba como hacían los maestros, sin pedir nada a cambio, con autoridad, sin hipocresía ni afectación. Sabía mucho sobre Historia Antigua y sobre Tardoantigüedad, que fue el período sobre el que me especialicé. Pero también era y es un sabio universal. Entendía la enseñanza como algo más allá de la vocación, como una misión, no como una profesión. Sus seminarios nos introducían en la historiografía y así íbamos mucho más allá de los límites estrictos del temario, pero también nos iniciamos con él en la etnografía, la toponimia, en las aplicaciones informáticas. Mi trato con él aumentó el interés que ya tenía por el cine y la literatura. Puede decirse que estimuló mucho más mi ansia de saber, intentó domarla con la aplicación del método histórico. No sé si lo consiguió, siempre fui romántico y testarudo, que como sabemos puede llegar a ser lo contrario del método y de la ciencia.
—Completaste tu formación en la universidad alemana de Bonn, lo que te permitió también dejarte seducir por la literatura germana y por su música, ¿cómo se adhirieron éstas al alma de ese murciano amamantado en las veredas de la huerta archenera?
—Como en todos los procesos de seducción, ocurrió de la manera más dulce y dichosa que pudiera imaginarse. En cuanto dominé el idioma frecuenté clases, cines, asociaciones culturales; el ambiente universitario en Bonn, solo superado por Berlín, era esencialmente cosmopolita, aprendí mucho de las clases, pero mucho más de mis compañeros de clase, procedentes de todos los rincones del mundo, aunque nuestra lengua común era el alemán. La presencia de librerías y anticuarios de libros, las innumerables actividades culturales, los conciertos de música en la catedral con el órgano más antiguo de Renania, sus festivales veraniegos de cine mudo, todo en fin, me reafirmó en mi proceso de seducción por la cultura. Con la lengua alemana entraron sus clásicos, pero también autores extranjeros en traducción alemana. La inserción en la vida cotidiana de aquella ciudad maravillosa me hizo disfrutar, como cualquier estudiante joven, de otras cosas no tan académicas, que formaban parte de la sinfonía general de la vida, y esa melodía me ha acompañado siempre.
—Eres un personaje poliédrico, renacentista diría uno: escribes en prensa artículos de temáticas totalmente diversas, colaboras en la radio regional con un programa dedicado al cine clásico, publicas sobre Atila y los hunos, impartes tus asignaturas en la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia y, además, eres su decano, ¿a qué mástil te aferras para que tantas sirenas no te hagan perder tu rumbo a la vez que la cordura?
—No sé qué es la cordura exactamente ni cómo podríamos definirla. Es más fácil identificar la locura o señalar (no tanto comprender) las manifestaciones diversas que tiene la mente para convivir con la realidad. En ese sentido me interesa mucho la figura del Quijote, y me declaro un compulsivo perpetrador de quijotadas. He hablado de mi relación con la cultura como de un proceso de seducción, y continuando con la metáfora, hablaría también una seducción en medio de un baile, un baile en espiral, a veces frenético, a veces calmado, que me lleva a la historia, el cine o la literatura. Las obligaciones cotidianas, la necesidad de responder ante las responsabilidades de la vida, el asidero de la familia, verdadera tabla de salvación, evitan quizá, o al menos de momento, que la relación con la cultura se vuelva dionisíaca. Podría decir que el mástil al que me aferro es el mástil convencional, un tanto pequeño-burgués, del deber y del trabajo. Esos son los raíles sobre los que se puede circular a una velocidad endiablada sin temor a perder el rumbo. Al menos de momento y, como he dicho, aceptado que el concepto de cordura es pura convención.
—Acabas de publicar La memoria de las sirenas con M.A.R. Editor, ¿por qué ese título? ¿Qué es lo que encontrará quien se sumerja en sus aguas?
—Me complace jugar con el misterio, evocar la magia cambiante del mar y las formas sugerentes, eternamente las mismas, eternamente diferentes que las ondas del mar evocan constantemente en un océano habitado por seres misteriosos. Esa idea del devenir eternamente cambiante, ese desafío cotidiano a la razón, pero tan bello, tan multiforme, era lo que deseaba evocar con el título. El lector no encontrará en el libro nada que no lleve ya consigo. No es un libro de texto ni un manual de literatura, son encuentros con la literatura, la música y el cine, pero no por el valor que tienen como fenómenos culturales, sino por la capacidad de evocación que ejercen sobre nosotros en un proceso de conocimiento y autoconocimiento.
—Leyéndote detecto, aparte de una vasta cultura, un exquisito amor por las literaturas rusa, francesa y, sobre todo, alemana. ¿Puedes hablarnos del rastro que dejaron en ti?
—Hölderlin, Goethe, Nietzsche y sobre todo Thomas Mann son quienes ejercieron una influencia más duradera. Estos autores son manantiales inagotables, jamás se ha de saciar su poder inspirador, vuelvo a ellos constantemente. Me seduce su completa coherencia, algo visible en Goethe, el mayor de todos. Su pensamiento es variado, extenso, vastísimo pero resulta, como digo, coherente, familiar, incluso sistemático, pese a la evaluación de la obra a lo largo del tiempo y pese a los cambios experimentados por el propio autor. Su Diván de Oriente y Occidente es una obra absolutamente necesaria hoy en día.
—Para concluir, redacté este formulario escuchando a Debussy, sobre todo sus Nocturnos, tríptico sinfónico para orquesta y coro sinfónico. He descubierto en tu prosa que, aparte de un apasionado cinéfilo y literato, escondes a un exquisito melómano. Quienes se zambullan en tus palabras buscando lo que atesoran las sirenas en su memoria hallarán oasis cuajados de armonía, ¿por qué la música?
—La música es la creación más elevada e intelectualizada de la humanidad, probablemente sea incluso más antigua que el pensamiento religioso y puede que sea la primera manifestación abstracta del ser humano, muy anterior al arte de las pinturas rupestres, porque el ritmo del corazón y la respiración de los primeros caminantes y cazadores iniciaría el camino que se abre con la música, que es el de la abstracción, el de la matemática y el del goce estético. La música lo es todo y sin ella no existiría ninguna manifestación cultural superior. Es una gran desgracia la trivialización actual de la música, tanto por la degradación general que experimentan las cosas importantes de la vida en un mundo en el que todo se consume y se adquiere por un precio, como por el descuido en su enseñanza, equiparable al desprecio actual por las humanidades en beneficio de saberes meramente implementales dictados por la técnica o las finanzas. La música está en el comienzo del proceso de seducción demoníaca del Doctor Faustus de Thomas Mann y con razón para Nietzsche la vida sin música era un error. Todo puede expresarse con música, con la exactitud de las matemáticas y la expresividad de la poesía.
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Autor: José Antonio Molina. Título: La memoria de las sirenas. Editorial: MAR Editor. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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