Hay cuestiones que parecen incontestables: antes se vivía mejor que ahora y hoy todo va a peor. Hay un negacionismo perpetuo, una eterna reivindicación del pasado que en algún momento —por mucho que les pese a sus detractores— será presente y también futuro. Engarza con esa dinámica la idea que la democracia siempre está en crisis, a punto de caer del alambre, de espachurrarse contra el suelo sin posibilidad de salvación. La gran crisis financiera ha agudizado sus achaques y los antiguos virus, que estaban casi domesticados, han mutado en forma de populismos y movimientos identitarios. Necesitamos nuevas vacunas, pero todavía no sabemos cuáles son y cómo aplicarlas. Joaquín Valdivielso ha coordinado una obra, Democracia en estado de Alarma (Plaza y Valdés, 2023), en la que varios autores han tomado la temperatura a este sistema político para formular un diagnóstico y ver si el paciente está en la UCI o goza de una salud extraordinaria.
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Hablamos con Joaquín Valdivielso de la eterna crisis de la democracia, de climatismo y feminismo, del procés y los nativistas.
—¿Cuál es el mayor desafío al que se enfrenta la democracia en el siglo XXI?
—Yo creo que son dos. Uno es el de la confianza para solventar de forma democrática los problemas que la misma sociedad crea. Ese primer reto es que la democracia pueda hacer frente a sus promesas y satisfacerlas. El segundo desafío, que sería más de tipo simbólico, conceptual, ideológico… es preservar el valor del ideal de la democracia. Hay muchas formas distintas de entender la democracia, pero creo que el reto clave es salvar el valor de la democracia frente a las fuertes tendencias que surgen en contra de ese ideal.
—Da la sensación de que la democracia siempre está en crisis.
—(Risas) Sí. Es uno de los clásicos de la democracia ya desde el siglo XIX. También en los relatos que nos han llegado del modelo clásico de democracia, la de los griegos, que estaban todo el día dándole vueltas a la crisis de la democracia. Es como una especie de condición inseparable del propio concepto. Hay momentos en que esto cobra más fuerza, sobre todo cuando coincide con periodos de crisis económica y social, como ocurrió en los años 20 y 30 del siglo XX, en la época de entreguerras, también en los 70 con la crisis energética y con la del ciclo de acumulación de los 30 años gloriosos después de la posguerra, y ha vuelto a aparecer ahora con la de 2008. A diferencia de otros momentos, la crisis ahora tiene más dimensiones. Y se van encadenando unas con otras sin haberse resuelto. Pasamos de la crisis de la democracia en singular a la forma en plural, a las crisis. Son crisis que se van encabalgando. Lo vemos con el estallido de la burbuja de la economía especulativa y del ladrillo a partir del año 2008. Antes de que el sistema democrático se haya reacomodado y haya apaciguado las desigualdades sociales, aparece otra nueva crisis. En este caso, la de desafección política de mediados de la década pasada, antes de que esa se haya resuelto, surge la pandemia, que supone un desafío novedoso para el cual no teníamos prácticamente antecedentes. Estamos todavía con el shock provocado por el COVID y de repente llega una guerra, la invasión de Ucrania por parte de Rusia, luego la inflación… Este encadenamiento de crisis ya no puede ser fácilmente explicado según el modelo clásico de ciclos. A esta situación se le suman otras crisis que ya no son coyunturales. Por ejemplo, la climática claramente, y también la de la esfera pública. Esta tiene que ver con los medios de comunicación y el entorno digital —internet y las redes sociales—, y cómo han descolocado esta especie de bisagra que había entre el Estado, la ley y la ciudadanía que era la esfera pública convencional, clásica, basada en los medios de comunicación convencionales.
—También podemos interpretar que ese constante cuestionamiento de la democracia es positivo porque confirma que es un sistema vivo. Esa sería su esencia, ¿no?
—Sí. Por supuesto. Si la democracia implica, como yo creo que defiende la mayoría de de teóricos, una autocrítica que tiene que ver con el pluralismo para fomentar ese propio sistema. Si la sociedad es pluralista siempre va a haber un proceso de diálogo entre posiciones divergentes. La crítica a la democracia es un valor necesario desde el punto de vista normativo y ético. El problema que tenemos hoy es saber hasta qué punto estas críticas se orientan a hacer un sistema más democrático, a mejorarlo, o aspiran a subvertirlo.
—Después de esa crisis surgieron muchos movimientos de ocupación de espacios públicos para reclamar mejoras democráticas, como la Primavera Árabe y el 15-M, ¿por qué no triunfaron?
—Ese ciclo se suele etiquetar en la literatura especializada como el de los movimientos anti-austeridad. A mí no es que me entusiasme esta clasificación porque pone el énfasis solamente en la cuestión económica. Las sociedades de hace quince años, cuando estalló la crisis del ladrillo, la gran recesión, eran incapaces de satisfacer las expectativas de promoción individual, laboral y económica, sobre todo de la gente joven. Eso hizo que se produjeran movilizaciones reactivas. Esto comenzó en el mundo árabe, en los círculos más seculares, más globalizados, más conectados a través de las nuevas tecnologías. Luego llega a Europa. Primero a Grecia, donde nació el término de los ‘indignados’ y más tarde a España. Estos son dos de los movimientos más fuertes a nivel mundial. También se verá en Nueva York y en otros sitios como Francia, Chile, etc. Ese ciclo supone un desafío. Lo supuso en su momento y lo supone todavía hoy: darle un sentido y una explicación. A mí hay una interpretación que me gusta bastante, y que creo que todavía está vigente, que es la de la filósofa belga, Chantal Mouffe. Aquel ciclo desafiaba la democracia, pero un tipo específico de democracia. Hubo un lema que fue muy famoso en España: «Democracia real ya». Como si la democracia que teníamos entonces no lo fuera. Esa era una crítica que no se podía encasillar fácilmente en los marcos políticos tradicionales. No era una crítica de izquierdas y tampoco era de derechas. En ese contexto apareció la idea del populismo, un término que tiene muy mala forma en España, pero no así en otros lugares del mundo como Estados Unidos. El concepto de populismo surgió como una especie de solución para explicar este tipo de crítica que no encajaba con los de la polaridad clásica, de izquierdas y derechas. Chantal Mouffe identificó este populismo como uno democrático que cuestiona la democracia liberal, emparejada al capitalismo global, que está haciendo agua por distintos sitios y esto se expresa particularmente después de la crisis financiera. Ella afirmaba que si estos movimientos no se traducen en nuevas fuerzas políticas —en nuestro país hay muchos ejemplos como las mareas, comuns…— y en cambios políticos de populismo democrático, si esto fracasa, dado que para ella la democracia liberal no tiene capacidad para solucionar los problemas que ella misma genera, lo que vendrá será un populismo de derechas. Aquel ciclo político de alguna manera se cerró cuando estos movimientos sociales anti-austeridad llegaron a su techo. Podemos tenía la expectativa de dar el sorpaso al PSOE y convertirse en el partido más votado, pero esto no fue así y ahora está en una fase claramente recesiva. Ese populismo democrático llegó a su techo y entonces vino después una segunda ola, que de acuerdo con el diagnóstico de Mouffe es la de populismo de derechas que vimos con el Brexit, el triunfo de Donald Trump y la irrupción de VOX en España. Y este ciclo a su vez también parece que está llegando a su techo. El futuro de Trump es muy incierto y seguramente pase por la cárcel, Bolsonaro ha caído en Brasil, VOX se ha estancado… El efecto más claro de estos dos ciclos es la polarización política extrema, inaudita, como no se había dado antes en las democracias europeas y particularmente en España. El debate ahora está en saber si este ciclo de populismo conservador está llegando a su fin, qué es lo que vendrá a partir de ahora. Si vendrá una rehabilitación de la concepción liberal de la democracia —que en España se representaba con el régimen del 78 y el bipartidismo— o continuaremos en un momento de crisis y de experimentación y de transformaciones.
—Una fragmentación política a la italiana.
—Sí. Italia es muy buen ejemplo.
—Un concepto que ha surgido con fuerza en la actualidad es el activismo. ¿Cómo deben actuar los gobiernos ante los activismos —medioambientales, feministas, sociales…—? Unos los apoyan, subvencionan y hasta se apoderan de sus ideales, y otros los persiguen.
—En el libro ponemos mucho énfasis en el papel clave de la sociedad civil en la democracia y de su articulación en forma de movimientos sociales. Los movimientos sociales son agentes democratizadores que han impulsado la inclusión en términos de igualdad de colectivos que estaban excluidos de la democracia como las mujeres. El movimiento de los derechos civiles consiguió la inclusión de la comunidad afroamericana en Estados Unidos. El movimiento LGTBI consiguió también el reconocimiento del colectivo gay y lésbico. Siempre se ha considerado que los movimientos sociales son agentes democratizadores que salvan el abismo que hay entre la formulación de la ley en las sociedades democráticas —en la cual en teoría todos tenemos los mismos derechos— y lo que ocurre en la práctica con los mecanismos de exclusión, de discriminación y de desigualdad. Por eso, como decía antes, esta obra resalta el papel de los nuevos sujetos sociales emergentes como actores de democratización. Según los analistas, los dos más destacados ahora mismo son el ecologismo o climatismo —liderado por gente muy joven— y el feminismo, que vive un momento de efervescencia extraordinaria. El mayor desafío al que se enfrentan estas fuerzas sociales es la visión negativa que tienen de ellos los partidos más conservadores, que históricamente siempre han sido reacios a entender a los movimientos sociales progresistas como agentes democratizadores. Y esto ha motivado que surjan movimientos activistas, con una gran capacidad de movilización, desde la extrema derecha: nativistas, identitarios con discursos excluyentes, que han aparecido en la esfera pública para jugar el rol que antes era exclusivo de los progresistas. Los movimientos de extrema derecha, inspirados sobre todo por la Alt-Right de Estados Unidos, han hecho un trabajo sistemático de mimetización con los métodos de activismo de los progresistas. Tenemos que cambiar el paradigma y ubicar también a estos grupos dentro de la explicación para saber cuál es su influencia a medio y largo plazo. Ahora mismo no se puede identificar la esfera pública con valores progresistas.
—Vamos ahora con el nacionalismo, que también tiene su sección en la obra que ha coordinado.
—Dedicamos un capítulo en el libro al caso catalán y se lo pedimos a una profesora sueca que conoce muy bien Cataluña para tener una perspectiva un poco más externa. El movimiento del procés empieza antes de la gran recesión, viene de lejos, y generalmente había estado hegemonizado por un nacionalismo de clase media, basado en un imaginario más o menos rural tipo CiU, que es más bien conservador. Pero cuando se produce el auténtico boom del procés, que lleva al intento de independencia, coincide en el tiempo con la gran crisis económica. Ahí se mezclan dos cosas, una aspiración identitaria catalanista en una dirección independentista, y una demanda muy fuerte típica de los movimientos anti-austeridad. El movimiento de los indignados fue muy fuerte en Cataluña. Al juntarse estas dos demandas, la identitaria se radicaliza, se convierte en una petición de independencia. Y, además, adquiere un tono menos conservador y yo diría progresista. Y esto hace que en el lenguaje que se utiliza en general para justificar el proceso de independencia no sea un argumentario de tipo étnico que había sido dominante hasta ese momento. Ahora mismo, el independentismo catalán tiene un problema muy serio y, de hecho, yo creo que hay una crisis. Porque se ha producido una desconexión fuerte entre las expectativas tan altas que se crearon por la movilización popular y la incapacidad del sistema de partidos —particularmente los partidos más involucrados con el independentismo— de traducir eso en la práctica.
—Terminamos. Hemos hablado de muchos ismos, pero ahora hay otros movimientos que pueden socavar democracias, los identitarios.
—Sí. Claramente. Vox es claramente un partido nativista y supremacista. Tenemos un problema aquí en España, pero lo hay en todos los sitios. No son solamente Trump y Bolsonaro o los casos más llamativos de Europa como el de Hungría, que se está alineando con Putin. Es que en Alemania, en Dinamarca, en Suecia, en los países que consideramos siempre que tienen una democracia más asentada, más fuerte, están emergiendo movimientos muy fuertes de extrema derecha y están teniendo formas exitosas de canalización política. Ahora mismo este es un problema global. Se está produciendo una negación por parte de esos partidos políticos de una realidad cada vez más incontestable: el gran pluralismo cultural y demográfico que tienen nuestras sociedades.
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