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El jinete pálido que volvió oscuro al mundo - Zenda
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El jinete pálido que volvió oscuro al mundo

Hace unos veinte siglos que un anciano judío llamado Juan, desterrado en la isla griega de Patmos, describió en una suerte de delirio onírico las causas del mal en la tierra y las mil formas en que esta sería arrasada por él. Entre otras muchas imágenes espeluznantes, escenificó los temores del ser humano en cuatro...

Hace unos veinte siglos que un anciano judío llamado Juan, desterrado en la isla griega de Patmos, describió en una suerte de delirio onírico las causas del mal en la tierra y las mil formas en que esta sería arrasada por él. Entre otras muchas imágenes espeluznantes, escenificó los temores del ser humano en cuatro caballeros sobre sus respectivas monturas de diferentes colores. Los jinetes blanco, rojo y negro son la conquista, la guerra y el hambre. Al tercero no le otorga color definido y solo lo describe como pálido. Pero, a diferencia de sus compañeros, tiene nombre: Muerte, con potestad para matar a la cuarta parte de la humanidad.

Ese jinete es el que recorre a lomos de su caballo y perseguido por Hades las 348 páginas del libro El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo, de la escritora y periodista especializada en temas científicos Laura Spinney, quien, coincidiendo con el centenario de la epidemia de «gripe española» desatada en 1918, ha escrito un magnífico tratado sobre la pandemia. Y digo tratado por encuadrarlo en un género, el de la didáctica, aunque también sería correcto alinearlo en otras categorías literarias. Podría, por ejemplo, llamarlo novela, porque puede leerse como tal, en una narrativa aprendida de las mujeres africanas que, cuando hablan de un acontecimiento importante para sus comunidades, “lo describen y después trazan círculos a su alrededor, volviendo constantemente a él, ampliándolo e incorporando recuerdos del pasado y pronósticos del futuro”, según la cita del historiador Terence Ranger.

"Lo único que podemos decir en 2017 con cierta seguridad es que la gripe española no empezó en España."

Así escribe también Spinney para contar una historia, la del mayor asesino en serie que ha conocido el ser humano moderno desde la peste negra medieval y tal vez desde que el mundo es mundo. La gripe llamada española mató entre 50 y 100 millones de personas; es decir, entre el 2,5% y el 5% de la población global, más que la primera guerra mundial (17 millones de muertos), más que la segunda (60 millones) y posiblemente más que las dos juntas, lo que es decir que cambió el mapa demográfico de todo el planeta.

Y, sin embargo, como advierte Spinney, “la gripe española se recuerda de un modo personal, no colectivo; no como un desastre histórico, sino como millones de tragedias discretas, privadas”. Llegó en uno de los momentos más siniestros de la historia reciente, cuando Europa supuraba por todas las heridas abiertas en la Gran Guerra, cuando la pobreza ahogaba en el anonimato a las víctimas en los países neutrales y cuando todo junto desembocaba en uno de los periodos de más profunda inestabilidad política de la historia, resumido en huelgas, protestas, gobiernos en cuerda floja, descolonizaciones y revolución, especialmente la revolución por excelencia, la bolchevique, justo en el corazón de esa Europa dolorida.

Spinney analiza todos los frentes y todas las trincheras. El primero, el nombre. ¿Por qué española? Pudo haber surgido en marzo de 1918 en un campamento de Kansas (EE UU); o en Shanxi (China), meses antes, en 1917; o en el puerto francés de Brest, adonde llegaban y de donde partían barcos repletos de soldados; o en el campamento británico en suelo francés de Étaples… “Lo único que podemos decir en 2017 con cierta seguridad es que la gripe española no empezó en España”, resume la autora.

"Los polacos la denominaron la enfermedad bolchevique. Los persas culparon a los británicos y los japoneses, a sus luchadores: tras declararse en un torneo de sumo, la llamaron la gripe del sumo."

Pero Europa quería héroes en las morgues, no cadáveres caídos a causa de gérmenes desconocidos y, además, contagiosos. El continente buscaba superar su oscuridad, no podía admitir que otra más grande y más peligrosa la cubriera. De modo que la silenció, en su prensa y en sus Parlamentos. Solo España hablaba abiertamente (y con perplejidad) de ella y, en consecuencia, la misma Europa que durante cuatro años trató inútilmente de convencer a su vecino español de que se pronunciara, potencias aliadas o centrales, triple alianza o triple entente, el bien o el mal… encontró en el apellido de “española” una venganza consoladora.

En España, a su vez, se la llamó Soldado de Nápoles, porque la serenata del mismo nombre, incluida en la recién estrenada zarzuela La canción del olvido, “era más pegadiza que la gripe”. “En Senegal era la gripe brasileña y en Brasil, la gripe alemana, mientras que los daneses creían que «provenía del sur». Los polacos la denominaron la enfermedad bolchevique. Los persas culparon a los británicos, y los japoneses a sus luchadores: tras declararse en un torneo de sumo, la llamaron la «gripe del sumo» (…). En Freetown, un periódico propuso llamar a la enfermedad manhu (…), una palabra hebrea que significa ‘¿qué es esto?’ (de manhu viene maná, pan del cielo)”. Y así, ante la incapacidad de derrotar a la muerte, cada cual encontró en la culpa al otro la forma de conjurar sus propios demonios.

La peste (“en 1918, el término ‘peste’ designaba a cualquier enfermedad peligrosa que atacara por sorpresa”, recuerda Spinney) comenzó solo como peste porque, a falta de microscopio electrónico, pocos suponían que era un virus, “esa cosa inclasificable que existía en algún lugar fuera de los límites de lo observable”. Como peste también se extendió: en dos años, desde el 4 de marzo de 1918 hasta marzo de 1920, en varias oleadas.

"La ciencia buscaba desesperadamente el origen para poder hallar un suero o una vacuna con la que vencer al monstruo."

Durante la primera, en la primavera de 1918, llegó a las trincheras del frente occidental y, de ahí, al oriental, a toda Francia, Gran Bretaña, Italia y España; en este último, la gripe se cebó en la capital, Madrid, y arañó a personajes ilustres, como el rey Alfonso XIII, el presidente del Gobierno y varios ministros. La segunda oleada fue la más mortífera; con un virus posiblemente mutado para hacerse más letal en el organismo de sus huéspedes, mató a la mayoría de las víctimas en tan solo 13 semanas, desde septiembre hasta mediados de diciembre de 1918. Hubo una tercera en los primeros meses de 1919. Algunos hablan de una cuarta que se extendió hasta 1920. La peste tenía una hoja de ruta. Y la siguió fielmente sin que nadie le estorbara.

Más aún: es que durante su reinado no encontró enemigos a su altura. “Es posible que muchos de los que padecieron la gripe española también tuvieran que hacer frente a los efectos de la sobredosis de las sustancias que los médicos recetaban para tratar de aliviar los síntomas”, asegura Laura Spinney. Por ejemplo, yodo, arsénico, dedalera, quinina e incluso aspirina, lo que pudo haber provocado que muchas de las hemorragias causadas por la enfermedad terminaran convirtiéndose en aceleradores de la muerte.

También se sirvió del desconcierto de sus oponentes. ¿Qué era aquello? ¿Un bacilo, tal vez el que llevaba el nombre de su descubridor y director de higiene del Segundo Ejército Alemán, Richard Pfeiffer? ¿Una asociación de bacterias? ¿Quizás ese virus filtrable del que hablaban los más atrevidos? La ciencia buscaba desesperadamente el origen para poder hallar un suero o una vacuna con la que vencer al monstruo. Algunos científicos se inyectaron heroicamente sangre filtrada y emulsiones de esputo de infectados. Pero la peste siguió su camino.

"Cuando la epidemia remitió, el obispo dijo que las novenas y las misas habían aplacado la legítima ira de Dios."

También le ayudó, y mucho, la ignorancia imperante en lugares a los que todavía no había llegado el siglo XX. Uno de ellos fue Zamora. En esa localidad española, la prensa había denunciado constantemente las condiciones de insalubridad. Spinney menciona la descripción de El Heraldo de Zamora: la ciudad “parecía una ‘pocilga’ en la que, por desgracia, la gente aún convivía con los animales y muchas viviendas carecían de retrete o de agua corriente (…). Los habitantes arrojaban la basura en la calle y a nadie parecía importarle”. Esto, en un país en el que no había una normativa férrea de higiene pública, ni siquiera un ministerio de Sanidad, algo que se denunciaba repetidamente desde las más altas instancias, representadas en el inspector general de Sanidad, Manuel Martín Salazar.

En ese contexto, el entonces obispo de Zamora, Antonio Álvaro y Ballano, se opuso férreamente a las medidas de contención de la gripe, como la prohibición de aglomeraciones o de frecuentar lugares concurridos, entre ellos los actos religiosos. El 30 de septiembre de 1918, el obispo “desafió a las autoridades sanitarias organizando una novena, plegarias vespertinas durante nueve días consecutivos en honor de san Roque, el santo patrón de la peste y la pestilencia, porque el mal que había sobrevenido a los zamoranos era ‘debido a nuestros pecados e ingratitud, por lo que el brazo vengador de la justicia eterna ha caído sobre nosotros’”, escribe la autora. Cuando en octubre de 1918 entró en vigor la reclamada dictadura sanitaria en España, el obispo se convirtió en adalid de la desobediencia y acusó a las autoridades de interferir en los asuntos de la Iglesia. Los ciudadanos le escucharon a él: atestaban la catedral, copaban los actos religiosos fueran cuales fueran y llegaban desde el campo para participar en las procesiones, los cortejos fúnebres masivos, las misas diarias, las colas para besar reliquias… todos, en busca de alivio sin escuchar las advertencias de que era ahí, entre ellos, en las multitudes, donde crecía y se hacía fuerte la peste. Cuando la epidemia remitió, el obispo dijo que las novenas y las misas “habían aplacado la ‘legítima ira de Dios’”.

Pero no dijo que Zamora fue la ciudad más castigada por la gripe de toda España, con un índice de mortalidad del 3%, superior al nacional. Ni que esta situación, similar aunque en menor medida en otros lugares, se repitió con frecuencia. “Septiembre era un mes de eventos en España. Se recogían las cosechas, el ejército incorporaba nuevos reclutas y se celebraban bodas y fiestas religiosas, por no mencionar el pasatiempo español más popular, las corridas de toros”. Consecuencia: “Dinamarca perdió aproximadamente al 0,4% de su población; Hungría y España, en torno al triple”, recuerda Spinney.

"El libro de Laura Spinney es, indudablemente, una guía imprescindible para luchar contra el olvido de la pandemia que cambió el mundo y lo sumió en la oscuridad."

El monstruo mataba a individuos jóvenes, entre 20 y 40 años, al provocar lo que los patólogos después llamaron “tormenta de citoquinas, una vehemente respuesta inmunológica de segunda línea que acabó ocasionando más daño que el virus que pretendía destruir”. Algunos científicos señalan que atacó a todos los que, por grupos de edad, no estaban inmunizados por exposiciones a anteriores epidemias de gripe. Y lo hacía de forma extraordinariamente violenta: delirios, convulsiones, hemorragias, mareos, insomnio, pérdida de audición u olfato, cianosis e incluso discromatopsia: “Muchos pacientes comentaron al recobrar el conocimiento que el mundo se les aparecía descolorido y apagado”. “Sin embargo, lo más aterrador era cómo sobrevenía: en silencio, sin avisar…”.

Después, del mismo modo silencioso y dejando tras de sí un rastro de tierra baldía, desapareció. Hay quien dice que mató a todos los que podía matar y ya no encontró más cuerpos en los que habitar.

Pero lo cierto es que la gripe se fue invicta. Hasta hoy.

Ya se conoce su verdadero nombre, eso sí: una variante del H1N1, el subtipo del virus que se pudo ver por vez primera en 1943. E incluso se conserva reconstruido en instalaciones de máxima seguridad a partir del tejido pulmonar de una mujer fallecida en Alaska y cuya grasa corporal permitió una cierta conservación en el permafrost. La investigación es fundamental porque, dicen, es casi seguro que el monstruo volverá.

Mientras, concluye Spinney, “los científicos lo estudian con la esperanza de desarrollar mejores vacunas, los historiadores del arte escudriñan los autorretratos de famosos supervivientes en busca de huellas de la fatiga posviral, y los novelistas intentan meterse dentro de las cabezas de quienes la vivieron para tratar de comprender su miedo”. Toda la sociedad, en fin, aún confusa por un misterio que sigue oculto, entreteje “los hilos de millones de tragedias diferentes para crear una memoria colectiva, una fotografía viva de la gripe española”. El libro de Laura Spinney es, indudablemente, una guía imprescindible para luchar contra el olvido de la pandemia que cambió el mundo y lo sumió en la oscuridad.

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Autor: Laura Spinney. Título: El jinete pálido. 1918: La epidemia que cambió el mundo. Editorial: Crítica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Yolanda Guerrero

Yolanda Guerrero (Toulouse, Francia, 1962) estudió Periodismo en Madrid y trabajó en Londres para el Instituto Internacional de Prensa (IPI, por sus siglas en inglés), dedicado a la defensa de la libertad de prensa en el mundo. En 1987 entró en El País, donde desarrolló prácticamente toda su carrera profesional: fue responsable de la edición latinoamericana y cubrió como enviada especial eventos relacionados con comercio exterior y política internacional. Escribió para prácticamente todas las secciones del periódico y, a partir de 2010, coordinó el suplemento semanal que The New York Times editaba en español conjuntamente con El País. Dejó este diario y el periodismo en 2013 para lanzarse de nuevo a la aventura de la ficción, ya iniciada en 1997, cuando quedó finalista del IX Premio Ana María Matute, de Ediciones Torremozas, con el cuento El color del humo. Su primera novela, El huracán y la mariposa, ha sido publicada por la editorial Catedral, en 2017. La segunda, Mariela, llega a las librerías el 25 de abril de 2019, publicada por Ediciones B. @YolandaGDome

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