El periodista y escritor Jesús Fernández Úbeda (Ciudad Real, 1989) es un tipo de modales correctos, un caballero adelantado a su edad al que le da por cantar por Joaquín Sabina o Enrique Bunbury en los paseos etílicos hasta casa o donde toque caer esa noche. Y sin embargo, cuando le llaman la atención, reconduce su conducta y pide disculpas por el alboroto. Formalidad poca, pero que dure.
—¿Eres de los que regresa al lugar del crimen?
—Siempre. Vivo en el lugar del crimen, porque me he convertido en un animal de costumbres, porque cada vez improviso menos, y eso me deja en buen lugar. Creo que el lugar del crimen es un sitio interesante; tiene misterio, tiene sombras… Y porque siempre puedes encontrar alguna huella o alguna pista que había pasado desapercibida y que puede ser clave para resolver el caso. Y en esta ocasión, resolver el caso consiste en escribir, en tener una idea que contar y en saber cómo contarla. El lugar del crimen es mi zona de confort, el sitio en el que yo mejor trabajo.
—Cuando dices que ya no improvisas tanto, ¿significa que te has hecho mayor?
—Bueno, no sé si mayor, pero me he hecho más mayor, desde luego. En este libro hay muchas horas de estudio y más de medición que de escritura en sí para que la décima cuadrara, para que la copla cuadrara… Por ejemplo, sé que hay un verso en el que alcé la mano, pero alcé la mano relativamente, porque me dejé llevar por la sonoridad de la palabra. Hay un verso de Buenas tardes, juventud en el que pone «…(¡puaj!) alcohol…». Tú dices «alcohol» y cuando lo pronuncias suena con dos sílabas, no dices «alco-hol». Entonces, claro, estrictamente te sobra una sílaba en ese verso, pero cuando la pronuncias, encaja. Más allá de ese tipo de licencias que yo creo que son muy comprensibles –nadie dice «alco-hol» y, para empezar, nadie bebe cerveza sin «alco-hol», hay que desconfiar de la gente que hace eso. Nadie dice «alco-hol» con tres sílabas–, no hay mucha más improvisación. Bueno, hay un poema con rima y verso libre, pero es un poema contra los poemas del verso libre, es una parodia. Me siento muy cómodo en la rigidez. Encuentro la libertad en la rigidez.
—En ese sentido, ¿cómo lo hiciste con Aterrizaje forzoso, tu anterior poemario?
—Aterrizaje forzoso pretendía ser —y fue— un libro de sonetos, pero viéndolo ahora con la perspectiva, con tiempo y con la edad y con los estudios sobre todo, uno se da cuenta de que en Aterrizaje forzoso el tema de la acentuación interna me la pasé por el forro. Y otro error que había en Aterrizaje forzoso era que yo, por ejemplo, hacía sinalefa saltándome las comas (cuando hay una coma se rompe la sinalefa). En Aterrizaje forzoso había errores de métrica y de acentuación interna, pero en este no.
—Aterrizaje forzoso fue tu primer libro, ¿verdad?
—Sí. Es un libro que va precisamente sobre hacerse mayor. O por lo menos saber que te estás haciendo mayor, en el sentido de que, como bien sabes, a mí me sigue gustando la noche, pero antes abusaba más de ella. Pero llega un momento de la vida en que te apetece abusar menos de la noche y ya no te apetece ir a una discoteca de «guiris», sino que te apetece venir aquí, al Ocean, a tomar una cerveza con los amigos de siempre. El Ocean es uno de mis lugares favoritos. Concierto de alcaudones a lo mejor tiene algo que ver en el sentido personal de Aterrizaje forzoso, pero no va solo de madurar. Hay más temas.
—Pero Aterrizaje forzoso, por la edad a la que lo escribiste, era muy diferente…
—Sí. Aterrizaje forzoso creo que lo escribí entre septiembre de 2016 y enero de 2017 y Concierto de alcaudones han sido dos años.
—Y han sido dos años porque en el medio estuvo No le des más whisky a la perrita.
—Cuando se entregó y ya tenía el corpus, volví a los poemas más antiguos. Por ejemplo, del poema que hay a José Mota (Cuerpo de mota) solo quedan dos o tres versos del poema original.
—A eso me refería…
—Y sabía menos. Sí que hay un poema que está intacto, que es el de Cobra de lana, que es precisamente el que ha recitado José Mota en los vídeos estos de Instagram. Creo que eran diez-diez-siete o algo así, jugando con el verso de diez sílabas, porque lo habitual es utilizar uno de once, pero como le encontré la sonoridad y, como bien sabes, este es un libro muy musical, en el que hay mucha canción encubierta, entonces utilicé esa estructura. Cobra de lana creo que es el poema más antiguo que hay en el libro y el que menos se ha tocado. El de Zenda Aventuras (Aventura) también se trastocó bastante, porque había alguna sílaba, alguna acentuación interna por ahí que no me terminaba de cuadrar.
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—¿Todos los poemas han sido «escritos» con guitarra?
—No. Todos tiene una estructura, pero unos tienen una estructura que no se ciñe al canon del soneto o al canon de la décima o de la copla. Esos los he escrito con la guitarra. Por ejemplo, con el primero (Habla el instinto) me marco el ritmo y cuando tengo una estrofa ya tiro millas. Al final, cojo la estructura y la voy repitiendo. (El entrevistado coge el libro y lo abre por la página 19 para hacer una demostración «cantada» del poema) ¿Te das cuenta? Tiene melodía, tiene ritmo. Me he basado en la guitarra para, por lo menos, ocho o diez poemas.
—¿Dónde termina el poema y empieza la canción?
—No lo sé, sinceramente. Cuando la estructura de un poema es demasiado rígida, se puede a lo mejor hacer canción, pero falla. Se me está ocurriendo un poema de Sabina que se llama Puntos suspensivos: «Lo peor del amor cuando termina son las habitaciones ventiladas». Como poema es maravilloso, pero como canción es mediocre. Lo hizo canción con Benjamín Prado y se llamaba Agua pasada, pero no terminó de funcionar tan bien como el poema. Quizá sea por eso, por la rigidez que tiene el soneto, pese a ser una estructura con sus rimas, su ritmo… y ese tipo de cosas. Una décima yo creo que es cantable. Violeta Parra, anda que no tiene décimas en su cancionero. Igual tiene que ver con el tema de los tipos de verso, en el sentido de si el verso es de arte menor o de arte mayor. Un verso de arte mayor… ¡Ostras! Desde que empiezas hasta que terminas para encajarlo en una melodía… Pero un verso de arte menor lo terminas antes.
—¿Hay anarquía dentro de tu ortodoxia?
—Sí. Eso lo dice muy bien un escritor que se llama Emilio Lara, que define mi escritura como «clasicismo renovado», y es verdad; a mí me gusta coger un soneto y hablar de Instagram (Fotogénicos, Lampreas…) o de Tinder (Currículum vitae) o poner a Sócrates en El chiringuito de [Josep] Pedrerol (En el paredón). Mi figura retórica favorita es el oxímoron, que en realidad es la figura totémica del barroco. [Francisco de] Quevedo, Lope [de Vega]… El soneto de Esto es amor es una sucesión de oximorones en realidad. Lope y Quevedo son reyes del oxímoron, pero Nick Cave también, que dice que la clave es el contrapunto: «Mete en una habitación a un niño con un triciclo. Si ves que no funciona, mete a un payaso y mira cómo se relacionan. Y si ves que eso tampoco funciona, le das al niño una pistola y entonces seguro que pasa algo». Ese modelo de escritura no sé si anárquica pero desde luego de cruce de opuestos, me gusta mucho. Volviendo a la pregunta inicial: es mi lugar del crimen, donde yo me siento cómodo y puedo encontrar todas las pistas para poder conformar un texto literario.
—¿Es un crimen la poesía comercial de ahora?
—No. Son delitos de poca monta. Hay de todo, ¿no? Hay de todo en el sentido de que hay gente que escribe con rima y verso libre muy bien, pero en general «los poetas del enter» son carteristas de la literatura. Por un lado dices que sí, que a lo mejor a corto plazo les resulta rentable y alguna editorial «tocha» les dará un premio y les arreglará, a lo mejor, un par de años de vida… Pero creo que ese tipo de literatura low cost, de hamburguesa de un euro del McDonald’s, no va a perdurar.
—¿Consideras entonces que tu literatura es de alto copete?
—No lo sé. Eso lo tienen que decir los lectores, pero lo que sí creo que hay en mi literatura es voluntad. O sea, mi poesía no es «poesía del enter». Mi poesía te gustará más o te gustará menos, pero respeta una serie de ecuaciones. No sé si por eso será mejor o peor que un poema de Alfred García (yo creo que es mejor), pero por lo menos sí que creo que me tomo al lector mucho más en serio.
—Tu poemario se divide en dos partes que en realidad son cuatro: Estado incivil (set 1), Concierto de alcaudones (set 2), Artistas invitados (bis 1) y Final feliz (bis 2). En Estado incivil eres el Jesús social, en concreto por las relaciones, pero en Concierto de alcaudones es el personal. ¿Es así?
—Sí, hay mucho del Jesús Úbeda social, es verdad, pero es la historia de una relación que empieza muy bien, que luego se estanca y después termina mal, terriblemente. No está inspirada en una sola mujer, sino en varias de las mujeres que he conocido a lo largo de estos dos últimos años, pero las he unido en un solo personaje y he compuesto este relato. Ya lo digo al final: «Cualquier parecido con la realidad, etcétera». También lo digo al principio del libro, en el poema inicial (Habla el instinto): «Son más de cien los embustes…». No quiero que el lector se tome el libro al pie de la letra. Por lo menos la primera parte, porque a lo mejor alguno va y me lleva al Ministerio de Igualdad, y entonces ya me puedo exiliar en Topanga con (Enrique) Bunbury.
—Leo Currículum vitae y me resulta una declaración de intenciones. ¿Es la tónica de la segunda parte, ser una declaración de intenciones?
—Totalmente. En algunas me estoy tomando más en serio y en otras es todo lo contrario. Hay un poema que se llama Breve manual de autoayuda en el que yo pienso justo lo contrario a lo que digo ahí, pero creo que hay mucha gente que tiene necesidad de ser pastoreada. Hay gente a la que le gusta la mentalidad de rebaño y tener un caudillo al que seguir y matar por él. Y no hace falta que el caudillo sea un militar con bigote y boina, sino un político de los que hay ahora o un líder de masas o un influencer o incluso un cantante o un escritor. Ese poema va de que si tú quieres ser una ameba o un ente impersonal, una oveja, esto es lo que tienes que hacer. Además, odio los manuales de autoayuda.
—¿Has matado al padre?
—Sí, maté al padre hace muchos años. Mis dos primeros padres fueron Francisco Umbral (en literatura) y Sabina (en música y poesía), y hace muchos, muchos años que los maté. Bueno, no los maté; a lo mejor hice un monstruo de Amstetten, los secuestré y los metí en un sótano, pero no los violé ni tuve hijos con ellos. Los sustituí por otros. Yo, por ejemplo, no he escrito todavía una novela, porque creo que la influencia de Karl Ove Knausgård sería muy tangible, demasiado, entonces por eso no me he atrevido, porque todavía no me he separado de los nuevos padres.
—Y la escribirás cuando te separes…
—Sí. Tanto por ocio como por negocio, me flipa leer e invierto mucho tiempo en leer en mi vida. Pero cuando me enamoro de un autor, lo secuestro, lo exprimo y leo todo lo que puedo. Este verano, un nuevo padre ha sido Emmanuel Carrère. Quería leer Limónov, me lo regalaron en mi cumpleaños, y a partir de ahí seguí con El bigote, El adversario y De vidas ajenas. Si ahora hiciera una novela, estaría la influencia de Carrère.
—Pero en ese lapso de tiempo, entre que matas al padre y escribes una novela, puedes tener otra influencia. Es constante, sobre todo si lees por ocio y por negocio.
—Sí, pero en la hibridación está la clave. Al final, el bulldog enano francés, ese perrito de morro chato tan simpático —como Franco, el perro de Torrente— tiene unos problemas respiratorios de la hostia. No lo lleves a correr mucho, que el bicho se asfixia. El que mola es el chucho de pueblo, pardo, con las patitas más o menos cortas, que lo mismo te caza una liebre que te da mucho cariño. ¿Y qué es ese chucho? Una hibridación.
—¿Un perro mestizo?
—Me gusta mucho el adjetivo «mestizo». En el mestizaje está la cosa. Claro, aquí, evidentemente, alguien irá y reconocerá algo de Sabina o de Ángel González, que es un poeta que me enamoró, y algo de [Jaime] Gil de Biedma y algo de Luis Alberto de Cuenca. Una cosa que yo cojo mucho de Luis Alberto de Cuenca es esa voluntad de que haya humor casi siempre, cuando yo creo que tiene que haber humor. Concierto de alcaudones no es un libro de cachondeo, evidentemente.
—¿De ironía?
—Sí. Hay ironía y algo de (Javier) Krahe, que es un maestro para mí.
—Entonces, ¿eres un chucho?
—Evidentemente. Para empezar, soy de Ciudad Real. Y soy un chucho, sí, ¡y a mucha honra! Pero en realidad lo estaba pensando y no soy tan chucho. En la literatura quizás sí soy más chucho, pero en la música no. Tengo como doce o quince artistas que me gustan mucho y, en general, no me saques de ahí. Pero depende del ecosistema. Si salimos una noche de fiesta y nos vamos a una discoteca a las seis de la mañana, no me pongas el «Knockin’ on Heaven’s Door», porque cojo el botellín y se lo tiro a la cabeza al DJ; ponme a un cantante de reggaetón que no entienda pero que me invite a mover las caderas.
—¿Tu lugar del crimen es más pequeño cada vez? ¿Tienes menos espacio, menos margen de error?
—A lo mejor no más pequeño, pero quizá sí más hermético, porque al final uno tiene que volverse hermético, sobre todo cuando tienes que leer cuatro o cinco libros al mes, porque tienes que hacer una entrevista. Yo soy periodista y escritor, y escritor es lo segundo. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto. Yo soy periodista. Al final, si filtras todo, te vuelves Alonso Quijano. El filtro cada vez es más estricto. Las cosas que pasan, pasan con mayor dificultad, pero cuando pasan son las cosas que realmente merecen la pena. Hacía años que no me enamoraba tanto de un autor como este verano con Carrère, y me he leído cuatro del tirón ¡y los que me quedan! Y no leo más, porque la semana pasada me tuve que leer el de Daniel Gascón (La muerte del hipster) y el de Ignacio Urquizu (Otra política es posible). Y ahora, pues lo que vaya viniendo. La nueva gente que se cuela en mi sala del crimen intelectual o cultural o literaria es gente, en mi opinión, de primerísimo nivel.
—En Sueño de la santa siesta del 25 de marzo de 2020 nombras a Juan Soto Ivars, Julio Valdeón, Karina Sainz Borgo, Chapu Apaolaza, Igor Paskual…
—Se han portado muy bien conmigo. Igor Paskual se vino desde Gijón a presentar Aterrizaje forzoso en Madrid; Karina, cuando publiqué No le des más whisky a la perrita, escribió sobre el libro en Vozpópuli y en Zenda; Juan Soto Ivars escribió sobre el mismo libro en El Confidencial y lo sacó en Radio Nacional… Yo no creo en los amiguismos profesionales, ya lo sabes, pero sí que creo en los amigos. Como aquello estaba muy reciente, qué menos que tener un detalle con esa gente, citándola.
—Leyendo Desertor, me pregunto si en el periodismo son mejores los amigos que las mafias.
—Sí, siempre. En el periodismo, en la fotografía y en cualquier tipo de gremio, creo yo, porque los amiguismos funcionan como las mafias, de verdad te lo digo. A lo mejor, cuando un periodista del grupo A se quiere pasar al grupo B, a lo mejor el grupo B lo recibe, pero a lo mejor no, porque no olvida los servicios prestados al grupo A, porque, señoras y señores, hay familias de periodistas y grupos de periodistas enfrentados a otros grupos de periodistas y grupos de periodistas que colocan a sus amigos periodistas en puestos de poder… No estamos descubriendo nada. Lo sabemos tú y yo muy bien (Jesús se dirige a la grabadora y señala al entrevistador). Este señor y yo, queridos lectores, somos almas libres.
—¿Cuánto cuesta la libertad?
—No cuesta tanto. Vamos a ver, si tú lo que quieres es tener setenta mil seguidores en Twitter y que te llamen a tertulias y a lo mejor tener un cero más en cuenta, pues sí; tienes que hacer un esfuerzo y tomar muchas pastillas de menta. Pero para cubrir gastos, hacer un viajecito de vez en cuando —con Ryanair, eso sí, tampoco hay que exagerar— y venir al Ocean a tomarte una cerveza o una copa el fin de semana, con el curro que nosotros tenemos y hacemos, nos da.
—¿Por qué el alcaudón, como Robe en Lo que aletea en nuestras cabezas?
—Esto no viene de Robe, aunque hay dos guiños a Extremoduro. Robe se había tirado cinco años sin hacer un disco hasta que publicó La ley innata y yo me he tirado cinco años sin escribir poesía. Acabo de caer en esto. No lo había pensado. Eso por un lado. Luego, por otro, porque hay un poema a Extremoduro (Sevillanas extremoduras). Los escuché tras oír a Los Chichos y entonces me apeteció hacer unas sevillanas Extremoduro. Es, en realidad, una canción encubierta. Pero el alcaudón yo no lo descubro con Robe, lo descubro con cinco o seis años, cuando yo quería ser zoólogo y veía El hombre y la tierra y leía la Enciclopedia Salvat de Félix Rodríguez de la Fuente. Hay tres especies de alcaudones en España: el alcaudón común, el alcaudón real y el alcaudón dorsirrojo. Estos pajaritos, que son preciosos, lo que suelen hacer —no sé si los tres, pero sí el alcaudón real— es imitar el canto de otros pájaros, entonces los atrae, los mata, y los empala, ya sea en un alambre o en un árbol de espino. Y cuando tiene hambre, va a su despensa y come. En un «árbol de alcaudón», por decirlo de alguna forma, vas y te encuentras un ratón, un jilguero, un insecto, una lagartija… Creo que no es muy conocido, y era una cosa que yo tenía en mi cabeza desde niño chico. Me parecía un pájaro muy literario. Esa cabronada que hace me parecía muy muy explotable. De ahí los alcaudones. El dibujo de la portada de Enrique Sánchez Huertas tiene su explicación, por eso la corona de espinas. Es verdad que hay un simbolismo religioso, por la corona de espinas, porque el alcaudón, literalmente, va a los árboles con espinas a empalar a sus presas.
—¿Qué significado tiene que Enrique Bunbury haya escrito el prólogo?
—Conozco a Enrique desde hace siete años, y desde entonces siempre hemos mantenido el contacto. Yo diría que quizás el año previo de la pandemia, pero sobre en 2020, incrementamos nuestra frecuencia de escribirnos y de comentar cosas y debatir. A Enrique no le tienes que dar la razón. Ya sabes lo que canta (en El hombre delgado que no flaqueará jamás): «Lucharé contra todos los que digan lo mismo que yo y no me contradigan». Le pasé algún poema y creo que le gustó. Dije: «¿Te ha gustado? Pues prepárate cuando esto lo tenga rematado, macho». En realidad fue él el que se adelantó pasándome Exilio Topanga. Puedo decir que tengo el orgullo de ser una de las primeras personas que leyó Exilio Topanga. Entonces le devolví el bumerán y, ya puestos, como hay confianza, si me hacía el prólogo le ponía un templo. Me ha escrito un prólogo maravilloso, literariamente perfecto, y que no es ninguna hoja de compromiso, porque es generoso, y a nivel de peso son tres o cuatro páginas de un prólogo emocionante que me gusta la pila.
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—Hemos hablado de «hacerse mayor» al principio, pudiendo enlazar esto con Buenas tardes, juventud. Por lo tanto, ¿cuándo supiste que la vida empezaba a ir en serio?
—Por dos cosas. Una, la hipoteca. La hipoteca te ata, te da una hostia de realidad. No es que si no le pagas al casero tú te vas a otro piso, es que el banco te quita tu casa. Por otro lado, a nivel fisiológico. Ahora nos tomamos tres cervezas y ya vamos con el punto. Y seguramente, si nos tomamos una o dos copas, mañana estaremos hechos pedazos. Con veinticinco años eso no pasa, o pasa menos. ¡Con veinte desde luego que no! Es que es «buenas tardes, juventud», no «buenas noches». Es una etapa de la vida y hay que adaptarse, porque no hay que ser cenizos, y a mí, ya sabes, me gusta mucho vivir y me gusta mucho disfrutar. No estoy yo para amargarme, ¿sabes?
—Ahora que ya no sales tanto por la noche, ¿significa que no vas a volver a visitar antiguos escenarios del crimen?
—Me gustaría responderte a esta pregunta dentro de dos años, cuando la pandemia sea un recuerdo de mal gusto. El único lugar del crimen es el Ocean o el Varsovia. El Ocean es el bar de mis amigos Alberto y Víctor y me tratan como un rey. Y porque como todos los negocios durante la pandemia recibieron una hostia terrible, siempre que pueda ayudar, ayudo, del mismo modo que ellos ayudan.
—¿Este poemario ha servido para redimir tus crímenes?
—Tampoco. Soy un criminal de guerra pacífico, como digo en un poema. No para redimir los crímenes, pero sí para decir «aquí estoy». Para decirme y para decir a quien quiera comprar el libro —porque de eso se trata: del mismo modo que Amancio Ortega no regala las camisas, nosotros tenemos que vender libros para comer— que este soy yo. Y también para hacerle cosquillas. Yo no quiero que la gente diga «sí, bwana», no quiero que comulgue con lo que digo, pero por lo menos que me escuche y pueda encontrar a un cómplice o a un rival, pero al menos a alguien que tiene algo que decir.
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