A Jesús Duva (Tordesillas, 1954) le metieron en la plantilla del diario Pueblo en enero del 77, cuando ya llevaba casi dos años en el periódico que entonces dirigía José Ramón Alonso haciendo temas para las ediciones de provincias y tras haber fundado, con Luis Ángel de la Viuda, la sección de Laboral. Engrosó las filas de Sucesos, territorio en el que reinaba el portugués Vasco Cardoso Cortes-Lourinho, a quien el dictador Salazar, años ha, había echado de Angola por fascista. Tras curtirse en Huertas, 73, Duva fichó por el Ya y, posteriormente, se marchó a El País, donde siguió ocupándose de la crónica negra patria, amén de la información regional y de la formación de nuevos periodistas –fue profesor de Investigación y Reporterismo en la Escuela de Periodismo UAM-El País–. Autor de varios libros, recupera ahora El crimen de la niña Melchora (Páramo, 2022), un ensayo que estuvo a punto de ver la luz hace la pila, que narra una ejecución sustentada en una acusación y una sentencia llena de goteras y con el que viene a demostrar que “la historia de un país a través de sus crímenes”. Conversamos en un bar de Narváez, calle en la que, precisamente, Pueblo se ubicaba antes de su traslado al Barrio de las Letras.
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—Señor Duva, ¿la expiación es un instinto humano?
—Es muy normal que la comunidad quiera expulsar del cuerpo social a quien cree que ha cometido un delito, un ataque contra el cuerpo social. Los delitos públicos, y el homicidio es un delito público, ofenden a la colectividad, no sólo a la familia y a la propia víctima. La ley, y me parece que está muy bien visto, considera que hay delitos públicos que ofenden al cuerpo social: un atraco, un asesinato, un secuestro, una violación… Es lógico que la sociedad intente apartar de ella a quien considere que ha cometido un delito.
—La que se ha liado con Rubiales es tremenda. ¿Cuán distinta es la expiación sufrida por el presidente de la RFEF de la de los protagonistas de su libro?
—Creo que se puede contar la historia de un país a través de sus crímenes. El crimen no es sólo el crimen, sino todo lo que le rodea. ¿Qué pasa con el caso Rubiales? ¿Cómo ha cambiado el país en ciento y pico años? En el caso de Cigales, no había cámaras que pudieran registrar el delito; en el de Rubiales, ni te digo. En 1905, no había pruebas de ADN, ni fotos, prácticamente. Las fotos que sacó El Norte de Castilla del padre y de la madrastra de la niña Melchora fueron de las primeras que se publicaron en la prensa española. Lo normal en los periódicos es que hubiera dibujos a plumilla. O caricaturas. En el caso Rubiales, hay fotos, hay vídeos y, fundamentalmente, el testimonio de la presunta víctima, de la chica. El pico lo ha visto todo el mundo, y otras imágenes en las que este señor coge a otra chica o se agarra sus partes.
—El crimen de la niña Melchora nos ubica en Cigales (Valladolid), en una época en la que la filoxera arruinaba economías y en la que el 70% de los españoles adultos no sabía leer ni escribir.
—Cualquier hecho criminal es espejo de la sociedad de su tiempo. Te permite ir colgando del relato muchas cosas. Entre ellas, dónde sucede esto: en un pueblo, cerca de la capital, pero en zona rural, de la Castilla llana, con muchos analfabetos. El pobre Miguel, el padre de la niña, era analfabeto. El pueblo vive, básicamente, del cultivo de la vid, para hacer el famoso vino de Cigales, un vino clarete. La filoxera arrasa las viñas. Los hombres del pueblo son básicamente segadores y vendimiadores. Fíjate, si les quitas algo…
—Antes de centrarnos en los protagonistas de la historia, ¿qué pintaba en Cigales un importante núcleo de protestantes?
—Eso es curiosísimo. El hereje de Delibes es una de las mejores novelas de la literatura española. Él tenía una tertulia en Valladolid con el padre Egido, que es un experto en Historia Medieval, y un abogado, creo recordar, criminalista. “¿Qué vas a escribir?”. “No se me ocurre nada, y tal”. Y creo que el abogado le dice: “¿Por qué no escribes sobre los procesos que hubo en Valladolid contra los protestantes?”. En Valladolid hubo un núcleo protestante muy importante y fue objeto de una persecución feroz. Entre ellos, un célebre doctor Cazalla, que tiene una calle, precisamente, al lado del convento de San Benito, donde está el padre Egido. Entonces, en El hereje va un tío a comprar lana y tejidos a los Países Bajos y de ahí se trae biblias luteranas protestantes. En Castilla hubo muchos vendedores de biblias luteranas, siembran la semilla del luteranismo y, sin duda, algún vendedor de biblias luteranas pasó por Cigales, sembró la semilla y germinó, y de una manera muy importante. De hecho, el edificio más bonito de Cigales es la escuela protestante, cuya fachada se conserva. Luego, durante la Guerra Civil, a los protestantes les dieron leña al mono. Hubo fusilamientos y paseos a espuertas.
—Ahí residían Miguel Velasco Pastor, analfabeto, agricultor, y Juliana Velasco, “forastera, tuerta y madrastra” de Melchora.
—Con esos tres adjetivos, estaba jodida (risas).
—La niña desaparece, pasa el tiempo, unos cazadores encuentran unos restos humanos, dicen que pertenecen a Melchora… pero la cosa es un suponer.
—Es un suponer. Comparecen cuatro médicos. Entre ellos, un Barrigón, que es el médico de Cigales. Los Barrigón son una familia muy importante de Cigales: hay una bodega, hubo una concejala de Cs que ya no está… Bueno, pues el doctor Barrigón y otros que comparecen llamados por el juez de Valoria la Buena son incapaces de responder a la pregunta de si los restos pertenecen a un niño o a una niña.
—La escena de la detención de Juliana es terrible.
—La escribí inspirándome en la película La jauría humana, que tiene un título sensacional. La masa es incontrolable, una jauría humana. En el libro hay muy poca ficción, el 98% son datos comprobados, pero sí que me he servido de ella para hilar, para recrear la detención. En El Norte de Castilla se decía que el pueblo acudió a la detención. He imaginado que la detención no sería nada pacífica, el ambiente estaba muy caldeado. Alguien se había ocupado de hacer correr la vox populi de que ya se había dado por sentado que Juliana era la asesina. Sin más historias, ni pruebas ni nada. El abogado de los reos, en su defensa, dijo que esto estaba promovido por la familia de la primera esposa de Miguel, que murió de un “mal de pecho”, seguramente, tuberculosis. Había un semanario, Los Sucesos, que es el antecesor de El Caso, que hizo un editorial diciendo: “La vox populi nunca se equivoca”. En cristiano, eso es un rumor. Y los rumores no son prueba de nada. ¡Cuántos rumores han resultado que no tenían ni pies ni cabeza! Alguna vez me dijeron en mi vida profesional: “El rumor es la antesala de la noticia”. El rumor no es la antesala de nada.
—En chirona, Miguel le cuenta a Francisco López Ordóñez, de El Norte de Castilla, que Juliana mató a la cría y que él encubrió el asesinato. ¿Hizo estas declaraciones bajo los efectos del alcohol?
—Él declaró que le emborrachaban sin parar y yo me lo creo. Aparte de emborracharle, a lo mejor había algún que otro guantazo. El caso tiene cierta similitud con el del crimen de Cuenca. En el crimen de Cuenca, un tío desaparece en un pueblo muy pequeño que se llama Tresjuncos, me parece. Y la gente empieza a decir que al que ha desaparecido se lo han cargado dos pastores con los que estaba enemistado. Se empieza a formar la vox populi de que a este señor, José María Grimaldos, lo han asesinado. Entonces, la Guardia Civil agarra a los dos pastores, los somete a torturas puras y duras y acaban confesando el asesinato. Andando los años, resulta que el tal José María no estaba muerto.
—Estaba de parranda.
—¡Estaba en el pueblo de al lado! En un pueblo separado por cuarenta kilómetros que, claro, eran un mundo en aquella época. Llega un momento, si no me equivoco, en el que se quiere casar. El cura del pueblo escribe al cura de Tresjuncos: “Oye, mándame la partida de bautismo, y tal y cual, de éste, que se va a casar aquí”. Claro, el cura de Tresjuncos dice: “¿Qué me estás diciendo? Este tío lleva muerto años?”. Y así se descubre el crimen de Cuenca. Sueltan a los pastores, hay un escándalo monumental… Me parece que se chuparon doce años en prisión. Fíjate: entonces, cuarenta kilómetros eran una eternidad. No había buses, ni coches, ni patinetes… Había burros, carros y andar. La gente iba andando de un pueblo a otro muchísimo. En el caso de la niña Melchora: de Trigueros del Valle, de donde era Juliana, a Cigales hay trece o catorce kilómetros. Pero era una forastera, no era del pueblo. Me ha pasado: he hecho muchos sucesos de pueblo, siempre me han gustado mucho, y, al llegar, empiezan a hacer las indagaciones. “¡Ha llegado un forastero! ¿Usted quién es…?”.
—En el juicio, hubo quien denunció irregularidades en el proceso.
—Para mí, sí que las hay. Para empezar, no hay cadáver. Hay unos restos que, presuntamente, pertenecen a esta niña. No hay testimonios ni pruebas de nada. Te lees todo lo que publicó El Norte, que es la principal fuente, y el alegato de Gómez Redondo, que acabó muy tocado…
—Los abogados defensores rozaron la heroicidad.
—Infante Ansa llegó a ser alcalde de Valladolid, y Gómez Redondo hizo un alegato, para mí, perfecto. Lo encontré en una librería de viejo de un pueblo de Sevilla. Son noventa páginas perfectas en las que el abogado desmonta las acusaciones del fiscal.
—Y el verdugo de esta historia es “el mejor que había en España”.
—Gregorio Mayoral, sí.
—Veo que ha utilizado como fuente de información Papeles de Son Armadans, revista fundada por Cela.
—Cela le investigó mucho. Cela dio la relación de todos los opositores que se presentaron a la plaza de ejecutor de sentencias. Eso lo consiguió Cela, eh. Le cita en El gallego y su cuadrilla. También le entrevistó Pancho Cossío. Este tipo era un figura. Encontré la libreta en la que apuntaba la calificación de cada reo. Eso es brutal: “Un cobarde”, “Valiente hasta el final”, “Chilló como un cerdo”… Esa libreta era una mina. Se podría hacer una novela sólo con la libreta.
—¿Cuándo tuvo constancia del llamado “crimen de Valladolid”?
—Esta historia la escribí hace mucho. Juan Antonio Porto, que ya murió, era profesor en la facultad de Periodismo y guionista. Juan Antonio era un loco de los crímenes e hizo una colección de libros para contar la Historia de España a través de sus crímenes. Se llamaba La sombra de Caín. Me ofreció escribir un libro, le dije que sí, empezó a salir la colección, con Espasa Calpe, hace veinte años o más y, de repente, con el libro de la niña Melchora anunciado, un día me llama y nos deja plantados a mí y a Paco Pérez Abellán, que iba a sacar y sacó en otra editorial un libro sobre el Jarabo.
—¿Cómo resucitó el libro?
—Un chico del máster de El País, Juan Navarro, no sabía qué hacer tras acabar el máster. Le aconsejé que se fuera a Valladolid, de donde es, allí se fue y es el rey del mambo de Valladolid para arriba: en Galicia hay un par de chicas; en el País Vasco, donde llegó a haber veinte tíos, sólo se ha quedado uno; en Cantabria, Asturias, La Rioja y Aragón no hay nadie. Juan es un crack, firma una página diaria. Total, le dije que preguntara por editoriales en Valladolid y me dio el nombre de dos o tres, entre ellas, Páramo. Escribí al editor, Javier Campelo, le expliqué la sinopsis, me dijo: “Joder, la historia me parece acojonante”, le mandé el manuscrito por correo y al día siguiente me dijo que la publicaba.
—Vamos acabando, señor Duva. ¿Qué aprendió del ser humano haciendo crónica de sucesos?
—Que el cerebro humano es una máquina terriblemente compleja. Ese tópico de “este tío es muy bueno”…
—“Siempre saludaba…”.
—Nadie conoce a nadie. El cerebro humano es de una complejidad, tiene una cantidad de recovecos y de dobleces… Ni tu mujer, ni tu madre, ni tu padre ni tu mejor amigo tiene la menor idea de ti. El cerebro humano es un misterio tremendo. Cualquiera puede ser un asesino o un violador. Porque el cerebro es la hostia, una máquina complejísima. No sólo lo he aprendido con el periodismo de sucesos, también en el periodismo político. Tuve muchísima relación, por ejemplo, con Paco Granados. Granados era un alcaldillo de Valdemoro cuando yo era jefe de información del suplemento de Madrid en El País. Quedamos y sintonizamos de puta madre. Era un tío de pueblo, como campechano. Salió elegido diputado del PP en la Asamblea de Madrid, Esperanza Aguirre le nombró de la comisión de investigación del Tamayazo y lo hizo muy bien, además. Después, fue consejero de Transportes y de Presidencia. Con Paco tuve muchas horas de trato, de cenar, de copas. ¡Muchísimas! ¿Quién me iba a decir que era un corrupto, que si tenía un maletín con un millón de euros y no sé qué? ¡Me quedé loco!
—¿Y qué aprendió de usted mismo?
—Que no hay historia pequeña en periodismo. Que, detrás de cualquier cosa, siempre hay una historia grande. Siempre, siempre hay una historia.
—¿Echa de menos el ejercicio del periodismo?
—No, la verdad es que no. Quedé muy satisfecho. He hecho tantas historias en mi vida durante tantos años… Por otro lado, las empresas no te dan tiempos, ni medios ni nada.
—Para finalizar, ¿qué tiene que ver con una canción de Sabina que se llama “Qué demasiao”?
—Ese es otro de mis clientes (risas): El Jaro. No tengo nada que ver con la canción, sí mucho que ver con El Jaro. Su historia es fascinante. Al Jaro lo matan cerca del Bernabéu, al otro lado del Eurobuilding. Es de lo último que publiqué en mi vida profesional en El País: cuarenta años después de la muerte del Jaro, quería saber qué coño pasó. Y, en plena pandemia, me tiré meses peleándome con el juez que había heredado la instrucción del caso Jaro. El Jaro era un pandillero del barrio del Pilar. Con tíos como él nace la inseguridad ciudadana. De repente, bajan del barrio del Pilar por la Castellana o por Chamberí y pegan tirones a las mujeres. De primeras, fuman costo, pero luego se empiezan a meter en la heroína, la cosa se pone jodida y se meten a navajeros. Entonces, una noche, al lado del Eurobuilding, El Jaro y dos o tres tienen a un tío rodeado. La víctima iba a jugar una partida de póker a la casa de un amigo. El amigo del atracado ve que está rodeado por unos tíos, se mete en su casa, agarra una escopeta y pum, le pega un tiro al Jaro. Al Jaro, con dieciséis años. Cuya vida y milagros conté en el Ya. El Jaro es una creación mía.
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