Estos días llega a las librerías la nueva novela de Jessica Gómez, Cómete el mundo y dime a qué sabe. Jessica, autora de varios títulos, es una conocida bloguera de 20 Minutos (mantiene el blog “¿Qué fue de…?”) que ahora publica su séptimo título. Editada por Harper Collins, esta novela es un mosaico de experiencias personales, un crisol de mujeres de diferentes estratos sociales, con circunstancias diversas pero un denominador común: dieron un volantazo a sus vidas y decidieron escribir, por sí mismas, su trayectoria vital.
Esta novela de Gómez es un canto a la sororidad de las mujeres, una llamada al optimismo y una puerta abierta a crear caminos extraordinarios donde apenas creímos ver el suelo.
Veinte historias diversas componen la novela de Gómez, veinte mujeres a las que comprender, defender, dejar paso… Veinte historias inspiradoras cargadas de futuro. Hablamos telefónicamente de estas historias con su autora. La conversación fluye relajada, divertida y elocuente, como los relatos que componen Cómete el mundo y dime a qué sabe.
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—Para quienes no la conozcan, cuéntenos: ¿quién es Jessica Gómez?
—Jessica Gómez es una mujer que se va acercando a los cuarenta años, de clase trabajadora, madre de tres hijos, hija de una mujer que —afortunadamente para mí— le ha contado muchas historias y, sobre todo, Jessica Gómez es una mujer a la que le encanta ir por la vida fijándose en las cosas pequeñas, observando los detalles que parecen invisibles para la mayoría de la gente y a quien le encanta exprimir esos detalles para crear historias que tienen algo de fantasía y mucho de verdad.
—¿Qué es Cómete el mundo y dime a qué sabe?
—Es un libro en el que he querido sacar a la luz la importancia de esos pequeños detalles de la vida y en el que cuento las grandes historias —aunque no extraordinarias, porque son historias muy comunes— que hay detrás de esos detalles. En Cómete el mundo y dime a qué sabe una portera que es buena, limpia (¡es muy portera! ¡muy arquetípicamente portera!) nos va desvelando veinte historias de veinte mujeres que viven en su edificio. Es un cuaderno, una especie de manual que esta portera deja a modo de manual de instrucciones a la persona que la va a sustituir en la portería, porque quiere que cuide bien de las veinte mujeres que hay en el edificio. Así que le dice en qué veinte detalles se tiene que fijar, en cuál de los detalles de cada una de ellas se tiene que fijar para hacer bien ese trabajo suyo que consiste en que esas mujeres estén bien cuidadas. Veinte historias en las que he intentado reunir situaciones en las que la inmensa mayoría de nosotras nos vamos a ver reflejadas, en alguna o más de una, o vamos a encontrar muy bien reflejadas a mujeres de nuestro entorno. Algunas de ellas son historias que —aunque son muy conocidas, se sabe que existen, que suceden, que están ahí y que siempre han estado— no tienen, a lo mejor, el suficiente espacio, si es que de alguna manera se les puede dar suficiente espacio.
—¿A qué sabe el mundo según Jessica Gómez?
—A mí el mundo me sabe a café, a chocolate, a risas, a color, a música; me sabe a aire limpio, a paz, tranquilidad… El mundo me sabe a todas las cosas buenas, sobre todo ahora mismo que estoy inmersa en todas estas historias que me recuerdan lo importante y lo valiosas que somos y lo mucho que se nos olvida. El mundo ahora mismo me sabe a una paz mental y emocional importante, pero también a café. ¡Antes de las doce de la mañana necesito mucho café! (risas).
—Una veintena de mujeres aparecen en el libro. ¿Cómo llegaron a este edificio? ¿Cómo seleccionó sus perfiles?
—Lo cierto es que tenía muchísimas más historias encima de la mesa. Lo que hice fue elegir veinte historias en las que pudiéramos o bien reconocernos a nosotras mismas o bien reconocer fácilmente a mujeres de nuestro entorno, porque al final el aprendizaje, si es que tiene que haber uno en el libro, me gustaría que fuera que no tenemos que juzgar pequeñas cosas como si fueran triviales, porque nunca sabemos el peso que pueden tener en los demás. Quería conseguirlo a través de historias en las que nos pudiéramos reconocer fácilmente a nosotras y a las mujeres de nuestro entorno, porque se trata de hacer un ejercicio de sororidad entre nosotras. Descarté historias menos comunes, por ejemplo una madre —a quien le sobrevino una guerra— con sus peques que, aunque es muy de actualidad, no es tan común, y a lo mejor merece otro espacio que no sea este libro. Pero, sobre todo, son mujeres a quienes yo conozco, a casi todas las conozco de primera mano. Hay un par de excepciones cuyas historias conozco porque otra persona me las ha contado. Aun así, he tenido permiso de todas para mostrar sus historias aquí. Al final el edificio y la portera son la manera de representarme a mí misma. Porque dices: «Si yo, que soy una persona cualquiera, tengo estas veinte personas en mi entorno, estas veinte mujeres pueden estar en el entorno de cualquier persona». Las ponemos de vecinas porque en cualquier edificio del mundo te puedes encontrar mujeres con unas vidas y unas historias tan interesantes, tan plenas y tan importantes como las de este libro.
—El personaje que enlaza todas las historias es la portera, un rol que comúnmente se suele enfocar o tratar de manera despectiva. En esta novela, sin embargo, según acaba de decir, la representa a usted. Es una voz muy inteligente. ¿Quería darle ese espacio, el papel que le corresponde o, incluso me atrevería a decir, una mayor dignidad profesional?
—Totalmente. Elegir a la portera como medio para contar todas estas historias fue un acto absolutamente deliberado. Todas las historias comienzan con un pequeño prejuicio que se detiene en torno a algo típicamente femenino (un pintalabios, unos zapatos de tacón…). Cada capítulo empieza con la portera emitiendo ese pequeño juicio, esa crítica a esa cosa en concreto, y luego narra la historia que se esconde detrás. El mito se desmonta. Por ejemplo, esta mujer absurda que se pinta los labios de rojo para ir aquí al lado a comprar chorizo, la portera te cuenta su historia, el motivo por el que esa mujer se pinta los labios siempre para ir a la tienda de al lado. Así va desmontando cada prejuicio. Cada uno de los capítulos pretende ir por ahí. ¿Qué pasa con la portera? La portera es un cliché andante, y era perfecta para contar estas historias. Ella misma lo dice al principio del libro: “Un portero en la mente colectiva es una especie de mayordomo comunitario, es un hombre servicial que cuida del edificio, incluso discreto: sabe todo de todos y no cuenta nada. Al contrario, una portera es una cotilla, una portera es una mujer fregona en mano cotilleando todo el día”. Era la persona perfecta para contarnos las historias acerca de los prejuicios femeninos de estas veinte vecinas. No podía ser de otra manera. El propio libro termina con una reflexión que desmonta la idea de que cada prejuicio ha de ser desmontado. Creo que nadie lo habría podido contar mejor que ella.
—¿Para qué se pinta los labios Jessica Gómez?
—Me pinto los labios para lo mismo para lo que me visto elegante o me depilo o me tiño las canas o voy a la peluquería o me pongo un pijama o salgo en deportivas a la calle… De un tiempo a esta parte lo hago, afortunadamente, solo cuando quiero y solo porque quiero, sin convencionalismos, sin presiones sociales de ningún tipo. Ayer me pinté los labios por última vez, después de muchísimo tiempo sin haberlo hecho: me pinté los labios, me puse guapísima para ir a presentar mi último libro a una librería. El libro anterior lo había presentado en camiseta de pijama y peinada por mi hija. ¿Por qué? Porque es lo que quiero, sin más razones detrás.
—Escribir una novela como esta, con una serie de relatos que, interrelacionados, nos están contando una historia que importa, ha debido de ser complejo. Ha comentado antes que ha habido historias que han tenido que quedarse fuera. ¿Podría contarnos el proceso de escritura de la novela?
—La novela nació en una conversación con una buena amiga (que además sale en el libro) acerca de la denominada «literatura femenina» y de cómo hay mucha gente que todavía tiene prejuicios con respecto a la llamada «literatura femenina», que es casi como si fuera un género menor dentro de la literatura. No existe una «literatura masculina» aunque hable de guerras, de deportes… de cosas arquetípicamente masculinas. Entonces, en aquella conversación, yo me acordaba de Virginia Woolf cuando decía que estaba harta de que los valores masculinos imperantes en la literatura fueran los que todavía establecieran que el crítico decide que estos libros que hablan de temas masculinos son literatura y estos, que hablan de mujeres, de sentimientos, son una insignificancia. Ella decía, en su discurso, que entrando en una tienda de vestidos veía a la chica que los vendía, y la historia detrás de aquella chica era la que ella quería conocer. Estaba harta de leer acerca de deportistas o generales. Quería conocer qué pasaba en la vida de aquella mujer que le estaba vendiendo un vestido. El libro nació un poco por ahí. Le decía a mi amiga que si Homero hubiera sido una mujer, La Odisea sería chick-lit. Absolutamente. Tenemos ahí el juicio. Pensé que sería bonito escribir un libro cargado de historias que fueran tal cual: veinte historias de veinte mujeres que están vendiendo vestidos, como diría Virginia Woolf. En mi cabeza el libro se titulaba Historias fabulosas, por hacer un juego de palabras entre «fabuloso» y las fábulas en las que se ensalza el valor de estas historias que estamos contando. A partir de ahí empecé a escribir. La primera historia que escribí fue precisamente la primera del libro, “El pintalabios de Marisa”. Escribí primero muchas historias con carga emocional, luego otras más ligeras. Después las ordené en bloques, de manera que en cada uno de esos bloques hubiera diversos tramos de edades. Las protagonistas del libro van desde los veintipocos hasta los noventa y pocos. No quería que todas las historias del libro tuvieran mucha carga emocional. Primero escogí las mujeres, después elegí de entre las últimas las que mejor casaban con las historias que ya tenía escritas. Cuando tuve claro cómo ordenarlas fue cuando se hizo necesario decidir el armazón. Se me ocurrió entonces que vivieran en un mismo edificio, que tuvieran un espacio geográfico común, que este espacio fuera reducido. Quería dejar patente la idea de que son mujeres cualesquiera, en un espacio cualquiera, que no son historias difíciles de encontrar. En el momento en que vi que el edificio era un buen lugar en el que reunirse la portera llegó sola. Me apetecía muchísimo escribir algo de tipo antológico, me gustan mucho las antologías.
—¿Quiénes han sido sus referentes literarios y/o audiovisuales a la hora de escribir esta novela?
—Me voy a quedar con dos referentes: Virginia Woolf, que lo es no sólo en cuanto al feminismo, sino en cuanto a dar más importancia a ese humor mordaz británico que me parece fabuloso y que espero ser capaz de imitar algún día. Otro autor que me fascina es Juan José Millás, a quien descubrí cuando estudiaba Artes. De él me quedo con esa limpieza, esa claridad, con esa honestidad al escribir, con esa amabilidad. Juan José Millás tiene una cosa escribiendo: es muy amable y muy cálido, sin ser nada cándido. No es inocente, no es ignorante. Tiene esa llamita que no se apaga: tiene fe en que todos tenemos la capacidad de ser buenos. Me encanta. Esos dos referentes son los que me he traído a este libro. En cuanto a audiovisual el referente más claro es mi madre: ha sido mi madre —lo comento en la biografía de la solapa— quien me ha contado muchas historias. Yo me daba cuenta, y lo he constatado al crecer, que sólo me las contaba a mí. Ella decía que yo era la única a la que le interesaban, y yo soy la pequeña de cinco. Siempre me han parecido unas historias tan potentes y tan injustamente invisibles que son el tipo de historias que he querido traer aquí.
—¿Cuándo decidió que quería ser escritora?
—Absolutamente siempre. Desde que tengo uso de razón he querido ser escritora, pero hasta hace muy poquitos años no sabía que podía serlo. Lo primero que escribí, con cuatro años, fue una carta a los Reyes Magos extensísima pidiendo unos absurdos: caballos, gallinas, ropa… Recuerdo que uno de mis hermanos me enseñó a leer sílabas. Yo tenía mucha urgencia por escribir aquella carta y nadie podía ayudarme, así que pregunté a otro de mis hermanos: “¿Escribir es como leer pero al revés?”. Él me dijo que sí. Me quedé con eso y empecé a escribir. Siempre he querido ser escritora, pero en mi entorno me decían que era imposible, que no daba de comer, que era algo reservado a unas pocas élites, a determinadas personas con determinadas influencias… Nunca pensé que podría llegar a serlo y que podría además ganarme la vida con ello. Hace muchos años que me dedico solo a escribir y todavía no me lo creo. Lo que sí te puedo decir es que, aun no dedicándome a ello, jamás dejé de escribir. Soy incapaz de asimilar o procesar el mundo, la realidad, si no es a través de la escritura. A lo mejor algún día dejo de poder vivir de ello, pero escritora lo voy a ser siempre.
—¿Qué mensaje o qué poso desea que deje la lectura de su novela?
—Que las mujeres debemos ser (y de hecho lo somos, aunque a veces se nos olvide) libres de hacer lo que queramos, por la única razón de que queremos hacerlo y que merecemos poder hacerlo sin ser juzgadas y sin que se juzguen nuestras razones. Todo es más fácil si empezamos a dejar de juzgar a las mujeres que tenemos a nuestro lado.
—Si pudiera volver atrás, ¿qué consejo le daría a la Jessica de doce años que aún no ha decidido su futuro?
—Seguramente le diría: «No tienes nada malo, a ti no te pasa nada, eres genial, eres brillante, confía en ti; y cuando te digan que no puedes, no les creas, no les dejes ganar». Es curioso, porque es lo mismo que le diría a mi hija.
—Cuéntenos qué libros está leyendo en estos momentos.
—Acabo de terminar de leer Los extraños casos, de David Vivancos. Estoy con Suite francesa, de Irene Nemirovsky. Para cuando lo termine estoy dudando, pero creo que me pondré con alguno de Arantza Portabales, que todavía no la he leído y me la han recomendado muy efusivamente.
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