Recuerdo a Jeanne Moreau en su creación de la Jeanne Pirolle de Los rompepelotas (Bertrand Blier, 1974), no solo por ser aquel personaje la única luz de aquella cinta —una de las más desagradables de los años 70—, también por lo que Pirolle simboliza en el conjunto de la filmografía de una actriz singular. Jean-Claude (Gérard Depardieu) y Pierrot (Patrick Dewaere), los aludidos en el título, son dos tipos que se dedican a atracar supermercados, ultrajar a mujeres y hacer daño con verdadera perversión a todo aquel que pueden. Como no han tenido posibilidad de elección —les justificaba el discurso de la izquierda revolucionaria de la época— son un par de bestias que roban y maltratan por igual a los sacrosantos campesinos y a los odiados burgueses. Estos quinquis —si puede hablarse de un cine quinqui francés, Los rompepelotas es uno de sus mejores ejemplos—, solo muestran una singularidad respecto a sus pares: les gusta ir a los aledaños de las prisiones femeninas, a la espera de alguna reclusa puesta en libertad. Actúan así en la idea de que, la excarcelada, estará ávida de sexo: el no practicado durante la obligada abstinencia entre las rejas. De paso, sí pueden, también les roban el poco dinero que hayan ganado dentro, realizando esos trabajos que, aunque mal pagados, redimen días de condena.
Junto a la música de Serge Gainsbourg, las secuencias de Pirolle se me figuran lo mejor de Los rompepelotas. Pero, también, el cierre al periodo heterodoxo de la filmografía de Jeanne Moreau, que se abre con otro ménage-a-trois, el de Jules y Jim (François Truffaut, 1962). La asociación de ideas es fácil.
Fue en Jules y Jim, su tercer largometraje, cuando Truffaut descubrió su romanticismo exaltado. Aunque suele pasar por ser la historia de un ménage-a-trois, no lo es exactamente: en ningún momento los tres constituyen un trío de amantes. Cuando Jules (Oskar Werner) invita a Jim (Henri Serre) a amar a Catherine (Jeanne Moreau), la relación que le une a su esposa ya no va más allá de la amistad. Basada en una novela autobiográfica de Henri-Pierre Roché —a quien Truffaut volvería a adaptar en Las dos inglesas y el amor (1971), una variación inolvidable sobre el mismo tema—, la acción de Jules y Jim se extiende desde los albores del pasado siglo hasta la llegada de los nazis al poder. Hay lugar, por tanto, para la referencia a los acontecimientos que marcaron la historia europea de entonces con una gracia idéntica a la que nos lleva del drama a la comedia.
Nunca llegó a ser una de esas cintas “escabrosas”, como se llamaba a las películas de comprensión difícil o de moralidad dudosa para los criterios de hace más de medio siglo. De ahí que se estrenara en España sin que apenas se perpetraran en ella más barbaridades que la de cambiarle el título por el de Dos hombres y una mujer. Afortunadamente, ya en las primeras reposiciones, se exhibió con el original.
Jules y Jim son dos amigos —aquél austriaco pese a que su nombre es galo; éste, francés— que viven la bohemia parisina anterior a la Gran Guerra. No es difícil adivinar en ellos a dos artistas diletantes. Su ideal de belleza es el de una diosa griega cuya efigie se veneraba a orillas del Mar Adriático. Pero será en Viena, durante un viaje a la capital austriaca, donde los camaradas conocerán a Catherine, mujer que reproduce con una fidelidad asombrosa los rasgos de su musa. Voluble, imprevisible, caprichosa, Catherine es toda una mujer fatal —acaso la más entrañable que haya dado el cine— que juega con los sentimientos de sus amantes. Cuando le apetece, se baña en el Sena —río que servirá de marco al desenlace de la historia— con la misma despreocupación que quema las cartas de sus admiradores en una de las secuencias claves de la cinta. Jules, el más frío y distante, será el elegido por su corazón. Casados y padres de una niña se instalan en Alemania. Estalla al punto la Primera Guerra Mundial enfrentando a los viejos compañeros. Catherine se alza entonces como el símbolo de la fraternidad perdida entre los ahora supuestos enemigos. Si no fue ése el gran personaje de Jeanne Moreau le faltó muy poco. Desde luego fue el que la convirtió en un icono del nuevo entendimiento entre la juventud de los años 60.
Antes de destacar entre las musas de la Nouvelle Vague, Jeanne Moreau ya tenía un recorrido que la había llevado a convertirse en una de las actrices más singulares y admiradas del cine europeo. Sin ir más lejos, un año antes de protagonizar Jules y Jim (1962), la obra maestra del gran François Truffaut, había sido una de las mejores intérpretes de la “incomunicabilitá”, que fue a llamar la crítica especializada a la incomunicación que padecían los personajes del gran Michelangelo Antonioni. Para el maestro de Ferrara fue Lidia, la protagonista de La noche (1961), uno de sus títulos fundamentales.
Por no hablar de Moderato cantábile, una adaptación de la novela homónima de Marguerite Duras, debida a Peter Brook, que mereció a la actriz su primer premio en Cannes. Cómo olvidar, en fin, sus primeras colaboraciones con Louis Malle en Los amantes y Ascensor para el cadalso, ambas de 1958. La fascinación que la maravillosa Jeanne ejerció en Miles Davis, compositor de la legendaria banda sonora de esta última cinta, nos da la medida de la admiración que lo más granado del cine europeo de autor de la época tributaba a la joven intérprete antes de que sus creaciones a las órdenes del gran Truffaut la convirtiesen en un mito, prolongado en sus trabajos para Wim Wenders —Hasta el fin del mundo (1991)— y Manoel de Oliveira —Gebo et l’ombre (2012)—; es decir, hasta el final de su carrera. Su filmografía abarca casi 150 títulos rodados a lo largo de casi ocho décadas. Colaboradora de Orson Welles —El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965), Una historia inmortal (1968)—, de Joseph Losey —Eva (1962), El otro señor Klein (1976)— y de algún que otro realizador estadounidense en el exilio, Jeanne Moreau nunca mostró el más mínimo interés por instalarse en Hollywood, como era costumbre entre las intérpretes de su altura y de su tiempo. Fue, básicamente, una musa del cine de autor europeo. Un icono de la heterodoxia del amado siglo XX.
Hija de una actriz inglesa que recaló en el Folies-Bergère, nació en París en 1928. Su padre regentaba un restaurante en el mismo Montmartre donde Jules y Jim correrían una buena parte de sus aventuras, un triángulo amoroso que Truffaut convirtió en un símbolo del amor libre y del pacifismo. El romanticismo de Jeanne, que siempre hizo gala de cuánto le apasionaba trabajar con Truffaut —el más romántico de aquel grupo de cineastas que puestos a renovar el cine francés marcaron uno de los mayores jalones en la historia del cine y pusieron en marcha el cine moderno—, alcanzó sus cotas más altas en los 60. Para Truffaut volvió a ser la viuda de La novia vestida de negro (1968) y para Malle —su entonces compañero sentimental—: una de las Marías de ¡Viva María! (1965). En aquel tiempo, Jeanne, junto a Brigitte Bardot —también musa tangencial de la Nouvelle Vague— era la actriz francesa de mayor proyección internacional. De hecho, había sido la primera intérprete gala que ocupó la portada de la revista Time en 1965. Lo que no fue óbice para que colaborase con un maestro tan poco dado a las alharacas como don Luis Buñuel. Para el aragonés, la maravillosa Jeanne fue la Céléstine de Diario de una camarera (1964), otro de sus personajes memorables.
Su personalidad era apabullante. De ello da fe su lista de amigos y admiradores: Jean Cocteau, Jean Genet, Anaïs Nin, Henry Miller, Marguerite Duras… La crema de la Rive Gauche y la heterodoxia parisina. Sin embargo, lo que corresponde es decir que, más que un mito de la cultura francesa, Jean Moreau fue un mito del cine europeo. Una clásica de la heterodoxia del amado siglo XX.
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