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Jean Eustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo - Javier Memba - Zenda
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Jean Eustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Suele decirse que El amigo americano adapta El juego de Ripley, la novela original aparecida en 1974. De este modo se obvia que también toma detalles de La máscara de Ripley (1970). Como es sabido, es ésta una entrega anterior del quinteto. Tras concebir al personaje en El talento de Ripley (1955) —el A pleno...

El amigo americano (1977) es una de las obras maestras del Wim Wenders de los años 70. No hay duda: debe apreciarse como el brillante colofón al primer tramo de su filmografía. Pero también es una de las mejores adaptaciones que ha conocido la obra de Patricia Highsmith, y eso que, entre las versiones cinematográficas de esta autora tejana, lo bueno abunda. Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1953), A pleno sol (René Clément, 1960) y El asesino (Claude Autant-Lara, 1963) destacan entre las primeras.

Suele decirse que El amigo americano adapta El juego de Ripley, la novela original aparecida en 1974. De este modo se obvia que también toma detalles de La máscara de Ripley (1970). Como es sabido, es ésta una entrega anterior del quinteto. Tras concebir al personaje en El talento de Ripley (1955) —el A pleno sol de Clément—, la gran Highsmith volvió a referirnos las andanzas de su malhechor en Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991). Cuando acabó con él, la escritora había alumbrado a uno de los malotes —permítaseme la expresión— más ponderados, y por tanto verosímiles, del relato criminal del siglo XX.

"En tan singular comparsa de falsificadores, asesinos y demás malotes no falta uno de los realizadores más interesantes y desconocidos de los años 70: Jean Eustache"

Lo suyo es el fraude y la estafa, antes que el asesinato. Sólo mata cuando es “estrictamente necesario”, aunque se mueve en cierta edad de oro de los psicópatas. Hay críticos que hablan de la psicopatía de Ripley. Que se sepa, ha matado nueve veces, pero los asesinatos de Dickie Greenleaf y Freddie Miles —los de El talento de Ripley— le causan un sincero arrepentimiento. Esto es algo que no casa con la famosa indolencia que se atribuye a los psicópatas. A mi entender, esa mesura en sus maldades es la que le permite salvarse siempre en el último momento e ir envejeciendo junto a su esposa, la heredera Héloïse Plisson, en su residencia de Villeperce-sur-Seine, un territorio mítico a unas cuarenta millas al sur de Orly. Casi en París, como quien dice.

Pongo en duda la psicopatía de Tom, pero el negocio de falsificación de arte en el que está metido es una constante a lo largo de toda la serie. La autora nos lo refiere por primera vez en La máscara de Ripley y Wenders lo incluye en El amigo americano, de ahí que su adaptación no atienda únicamente a El juego de Ripley. A fe mía, pues no tengo ningún dato para afirmarlo taxativamente, Highsmith, para su personaje de Bernard Tufts, el tipo encargado de falsificar los cuadros de Phillip Dewartt —el pintor que se acaba de suicidar en Méjico— debió de inspirarse en Elmyr de Ory, el célebre falsificador de arte que se suicidó en la Ibiza mítica (once de diciembre de 1976), tras haber dado una monumental fiesta de despedida, habiéndose enterado de que las autoridades españolas se disponían a extraditarle atendiendo a un requerimiento de la Interpol. Quiero suponer que Wenders también tuvo noticia de Elmyr de Ory, quien llegó a vender más de un millar de cuadros falsificados y protagonizó para Orson Welles Fraude (1973), el magno documental que el maestro dedicó al dolo y a la estafa. Me gusta pensar que Wenders incorporó las industrias de Elmyr al universo de Tom Ripley. De hecho, su Phillip Dewartt, a diferencia del de Highsmith, no se ha suicidado: se hace pasar por muerto para que su obra valga más.

Pero no divaguemos. Otra de las grandezas que entraña El amigo americano es un pequeño recorrido por la mitología personal de Wenders. Entre el anhelo de que The Beatles volviesen a tocar en Hamburgo y su amistad con el gran Nicholas Ray —quien interpreta a Dewartt— menudean las referencias a su universo cultural. Ray tan sólo es uno de los realizadores que intervienen en la cinta. Sin ir más lejos, su Ripley es el gran Dennis Hopper, sin olvidar al resto de cineastas que encarnan a distintos personajes. Así, Samuel Fuller es El Americano —no el amigo, ése es Ripley— y Peter Lilienthal da vida a Marcangelo.

"Su anhelo de un cine puro, sin artificio alguno, mantiene su memoria entre la Nouvelle Vague, de la que fue acólito junto a Barbet Schroeder, y el ascetismo de Robert Bresson"

En tan singular comparsa de falsificadores, asesinos y demás malotes no falta uno de los realizadores más interesantes y desconocidos —incluso en su Francia natal— de los años 70: Jean Eustache. Autor de una obra que fue definida por Néstor Almendros como “pura creación, sin concesiones, sin artificios”, los serios problemas económicos que encontró para continuarla bien podrían haber contribuido a su final. Como en un verso de César Vallejo, Eustache se quitó la vida en París en 1981, si bien sus primeras noticias ya nos hablan de un intento de suicidio en 1957, cuando fue llamado a filas para ir a la guerra de Argelia —la guerra de la Nouvelle Vague— y se cortó las venas. Entonces pasó un año internado en un hospital psiquiátrico.

Su anhelo de un cine puro, sin artificio alguno, mantiene su memoria entre la Nouvelle Vague, de la que fue acólito junto a Barbet Schroeder, y el ascetismo de Robert Bresson. La maman et la putain (1973), su obra maestra, está considerada una de las mejores películas francesas de su tiempo. Ambientada en el París posterior a las revueltas del 68, nos presenta un menage à trois entre sus tres protagonistas. En sus secuencias, Alexandre —recreado por Jean-Pierre Léaud, dando lugar a uno de los grandes personajes de su filmografía— es un diletante cínico al que todo le interesa superficialmente, lo justo como para poder disertar sobre ello en los cafés parisinos. Pero, a fin de cuentas, no hace otra cosa que vivir a expensas de las dos mujeres con las que está amancebado.

Nacido en Pessac en 1938, la infancia del futuro cineasta fue tutelada por su abuela tras la separación de sus progenitores. Sin embargo, nadie pudo darle esos estudios que por su inquietud —una de sus grandes preocupaciones fue la forma en que los medios de comunicación dirigen los gustos y la vida de las masas— hubiera merecido, de modo que Jean Eustache, siguiendo una costumbre muy frecuente en toda la Europa de su tiempo, adolescente aún, entró a trabajar en un taller y se hizo autodidacta. Pese a que siempre estuvo muy unido a su solar natal —dos de sus mejores documentales tratan sobre la elección de la reina de sus fiestas— hubo un momento en que Pessac se le quedó pequeño y se marchó a París.

"Ni que decir tiene lo que significaba para un cinéfilo de los años 60 que su entonces novia fuese la secretaria de redacción de los Cahiers"

Ya en la capital, tras la reclusión en el manicomio, quiso la suerte que su esposa, Jeanne Delos, fuese la secretaria de redacción de Cahiers du Cinéma. “Fui cinéfilo en los años 60 y me gustaba el cine por el cine y no porque fuera un medio: me gustaba el cine como un fin en sí mismo, me gustaba el cine por la escritura”, habría de recordar con motivo del estreno de Mes petites amoureuses (1974).

Ni que decir tiene lo que significaba para un cinéfilo de los años 60 que su entonces novia fuese la secretaria de redacción de los Cahiers… (cuadernos), como él los llamaba. Al ir a buscar a su chica, el joven Eustache trabó amistad con Godard, Truffaut y Rohmer. El primer rodaje al que asistió fue el de La panadera de Monceau (1963), el cortometraje de Rohmer protagonizado por Michèle Girandon que fue el primero de sus Seis Cuentos Morales. Ya montador, entre otros realizadores, Eustache lo fue de Jacques Rivette en los documentales televisivos que dedicó a Jean Renoir dentro de la serie Cinéastes de notre temps (1966-1967).

Independientemente, con el negativo que le sobró a Godard del rodaje de Masculino y femenino (1966), que se lo obsequió gentilmente, Eustache ya había realizado un mediometraje protagonizado por Léaud: Le père Noël a les yeux bleus (1966). En medio de esa mirada nostálgica a las navidades en una ciudad de provincias que traza en sus secuencias, destaca el que será el tema más frecuente en el cine de ficción de este acólito de la Nouvelle Vague: las relaciones amorosas en las primeras edades de la vida. Volverá a este mismo asunto en Les mauvaises fréquentations (1967), que gira en torno a las tribulaciones de dos jóvenes parisinos para llevar a bailar a las chicas.

Este interés por el retrato de las relaciones galantes, desde diferentes perspectivas, también fue el origen de su primer largometraje, La maman et la putain. Fue tan entusiasta la ovación que despertó en el festival de Cannes que conoció un inesperado éxito comercial. Esto posibilitó el segundo, Mes petites amoureuses, una autoficción sobre los amoríos del cineasta durante su adolescencia en Pessac. Fotografiado por Almendros, el gran operador —y también notabilísimo cinéfilo— recuerda en Días de un cámara (Seix Barral, 1982): “Pese a ser muy celebrada por la crítica, Mes petites amoureuses no obtuvo una gran acogida (…). Sin el tono de provocación que hizo de La maman et la putain aquel éxito inesperado. La duración, superior a las dos horas, el ritmo voluntariamente lento —lánguido, como tiende a ser la vida en las ciudades del sur—, la ausencia de nombres célebres en los créditos, la renuncia a los efectos fáciles del cine comercial, impidieron que tuviera el reconocimiento que, a mi juicio, merecía”.

"Ante el derrumbamiento de las viejas creencias, decidió ir en busca del cine primigenio"

Unos años antes, a decir de algunos historiadores, los disturbios que conoció París en mayo del 68 tuvieron un precedente en la protesta que el mes de abril provocó el intento, por parte de André Malraux —ministro de cultura en aquel tiempo— de sustituir a Henri Langlois como director de la Cinemateca Francesa. Lo cierto fue que aquellos acontecimientos estuvieron tan estrechamente ligados al cine —Daniel Cohn-Bendit fue uno de los primeros que se solidarizaron con Langlois— que Godard abandonó la pantalla comercial para poner su cámara al servicio de la revolución maoísta.

A Eustache aquella revuelta le cogió sin haberse estrenado en el largometraje. Pero ya le cambió radicalmente su idea del cine. Máxime cuando comprobó que Truffaut y Chabrol habían comenzado a hacer unas cintas muy semejantes, formalmente, a las que denigraban en sus críticas cuando escribían para Cahiers… “No quiero hacer revoluciones que consistan en dar un paso adelante y dos pasos hacia atrás”, empezó a estimar entonces. Al punto, ante el derrumbamiento de las viejas creencias, decidió ir en busca del cine primigenio. Empezando por el magistral ascetismo del gran Robert Bresson, en buena lógica, se remontó hasta Louis Lumière, quien emplazaba su tomavistas y rodaba sin más, e hizo de él su favorito. Esto le planteó un nuevo problema, pues empezó a considerarse un reaccionario.

Su mirada se volvió melancólica, e intentó exorcizar todo aquello cultivando el documental. El primero de ellos, La rosière de Pessac (1969) fue un acercamiento a cómo la chica más virtuosa de su ciudad natal era elegida la reina de las fiestas. Diez años después volvió a encontrarse con aquella muchacha para mostrar su transformación con el paso del tiempo, y la elección de la nueva reina de la virtud del lugar, en una nueva película del mismo título. Cine, pues, sin artificios, puro, nostálgico y atento a la realidad. Mucho más cruel fue Le cochon (1970), un acercamiento a la matanza del cerdo en la Francia rural.

"Jean Eustache siempre fue un hombre abrumado"

Jean Eustache siempre fue un hombre abrumado. “Soy un ciudadano en una tierra ocupada por fuerzas extrañas”, declaró en 1978, en una entrevista concedida a Cahiers… “Esta profesión no me permite ser libre y no sé cuánto tiempo durará esta situación. Estoy en un túnel, lo siento físicamente”.

Averiguó el fin de su “situación” pegándose un tiro el cinco de diciembre de 1981. Ya en 2005, Jim Jarmusch, que debió de conocer a Eustache en sus años parisinos, cuando frecuentaba la Cinemateca Francesa, le dedicó Flores muertas. Wenders, como ya hemos visto, le había homenajeado incluyéndole en la comparsa de estafadores y asesinos de El amigo americano. Una paradoja para un cineasta que se mató agobiado por la búsqueda de la pureza fílmica.

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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