Otro once de octubre, el de 1963, hace hoy justo 60 años, cuando Jean Cocteau asciende al panteón de las letras universales, esa cita de la Meditación XVII de John Donne, esa que versa sobre la cuestión que no nos debemos plantear ante un repique de campanas —“No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”— es sobradamente conocida merced a la legión de lectores de Ernest Hemingway, quien la refiere al comienzo de Por quién doblan las campanas (1942), una de sus novelas más celebradas.
En puridad, el tiempo de Jean Cocteau fue el de las vanguardias artísticas y literarias del París del primer tercio del siglo XX. Nacido en las inmediaciones de la Ciudad de la Luz, hijo, además, de un rentista que se pegó un tiro, el joven Cocteau no tuvo que recorrer mucho camino para llegar a la ciudad en la que, ya en vida y a temprana edad, alcanzaría la gloria. Sus primeros versos —La Lampe D’Aladin— datan de 1909. Al teatro —cultivó la poesía lírica y la dramática— llegó, no mucho después, de la mano de la actriz Madeleine Carlier. Serguéi Diáguilev —quien fuera el creador de los ballets rusos que habrían de recorrer Europa, en alternancia con los coros del ejército rojo, en los años venideros— le introdujo en el mundo de la danza.
La primera adscripción de Jean Cocteau será al teatro del absurdo. Pero, siendo un hombre de múltiples talentos, en su multiforme actividad, se hallarán huellas de casi todas las vanguardias, sin que podamos incluirle plenamente en ninguna de ellas. Así, atendiendo a su colaboración con Erik Satie —el precursor del minimalismo musical desde el impresionismo— en Parade (1917), uno de los primeros ballets escritos por Cocteau, podría hablarse del Cocteau impresionista. Fue en aquel primer trabajo escénico donde trabó amistad con Pablo Picasso, quien pintó los decorados. A la sazón, la crítica habla de las veleidades cubistas en la poesía de Cocteau. Y algo de eso sí que hubo en la disposición de sus versos a imitación de los caligramas de Apollinaire, otro de sus amigos vanguardistas. En 1916, fue retratado por Modigliani y Man Ray le retrató por primera vez junto a Tristan Tzara en 1922. Para entonces, Jean Cocteau ya constaba en la nómina surrealista.
Fue un esnob, un pedante, un exquisito… Fue todo lo vanidoso que el lector quiera. Pero también fue uno de los principales valedores del arte africano y camboyano en los salones donde la creación de esos lugares no merecía consideración alguna. Fue, como tantos fatuos en apariencia, una buena persona, valedor de infelices como el boxeador Panamá Al Brown, uno de sus amigos entrañables. La prematura muerte del más entrañable de todos ellos, el escritor Raymond Radiguet, una suerte de Rimbaud del siglo XX, sumió a Jean Cocteau en tal depresión que se hizo opiómano. “No volveré a escribir”, anunció entonces. Afortunadamente sí lo hizo y, además mucho.
Ese mismo año 23 publicó Thomas el impostor, sobre un farsante que se hace pasar por un héroe en la Gran Guerra. Opio, diario de una desintoxicación (1930) es uno de sus textos misceláneos más celebrados. Tras su lectura no cabe imaginar el futuro académico que a partir de 1955 habría de ser su autor. Sin embargo, lo fue. Y no solo de la francesa, también de la alemana y de la belga. Puede que fuera su decidido afán de la renovación de los clásicos de la escena lo que llevó al antiguo heraldo de todas las vanguardias a tan altas esferas. Su versión de Edipo rey, la tragedia de Sófocles, se remonta a 1927; la música fue compuesta para la ocasión por Ígor Stravinski. El águila de dos cabezas, la más conocida de todas sus piezas teatrales, data de 1943.
Y el cine. ¡Cómo olvidar al Jean Cocteau cineasta! La sangre de un poeta, una de las grandes películas surrealistas, se proyectó por primera vez en 1932. Todavía es ahora cuando su versión de La bella y la bestia, estrenada en 1946, sigue siendo la mejor adaptación del cuento homónimo de Marie-Barbe Leprince.
Y el dibujo, esos dibujos con los que ilustraba sus versos y las portadas de todas sus publicaciones. Por la diversidad de sus talentos, Jean Cocteau fue un hombre del Renacimiento; por el tiempo que le tocó vivir, un heraldo de todas las vanguardias parisinas cuando París era la capital del mundo. Esa fue su gloria: la búsqueda a través de desconcertantes piruetas de los valores absolutos, de lo humano a lo divino. Hace hoy 60 años, la humanidad se engrandeció porque elevó a los altares del ingenio a uno de los grandes creadores de su tiempo. Así se escribe la historia.
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