En el frío y desolador panorama de la lírica actual (voy a contrariar a algunos críticos demasiado entusiastas con lo que se escribe), poemarios como el que hoy presentamos son, realmente, un bálsamo de esperanza, una bocanada de aire limpio y revelador. Quizá porque María Jesús Mingot no es una poeta inmersa en corriente o moda alguna, al menos en la fría moda, no de escribir sobre la nada (que es siempre transcendente, recordemos al gran José Hierro en su poema epilogal ‘Vida’: «Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo»), sino de no decir nada en lo que se escribe (esa es realmente la tendencia poética presente), de no revelar algo transcendente que nos despierte de nuestro letargo, que nos conmueva y altere, que nos aliente y consuele, que nos eleve y nos salve.
La poesía de nuestra autora navega en otras aguas, más libres, más independientes, más auténticas. Y eso quizá también porque nuestra poeta busca en lo que escribe, desde su libertad insobornable, desde su refugio infranqueable, una íntima explicación a lo que siente, respuestas a algunos de los grandes interrogantes de la vida, que se encuentran, a veces, en las cosas más elementales, más aparentemente insignificantes, más invisibles a los embrutecidos ojos del hombre.
La poesía de Mingot es una poesía que invita al abandono (casi místico) como camino para el encuentro de uno mismo. Es, en esencia, una poesía existencialista, y en este nuevo poemario creo que se acrecienta más este concepto tan en desuso hoy en día frente a las nuevas corrientes surgidas a partir de la mal llamada «poesía de la experiencia» surgida en los años 80. Una poesía, la de María Jesús Mingot, que canta el paso del tiempo desde la consciencia serena de quien ama lo bello y lo necesita como salvación, de quien busca su luz reconfortante y sanadora.
En alguna conversación que he podido mantener con su autora, hemos hablado precisamente de esa necesidad que sentimos de abrazarnos a lo bello (que es un término de connotaciones muy amplias) para intentar eclipsar lo oscuro, lo turbio, el ruido ensordecedor del mundo («tanto ruido en las calles») que nos impide escuchar con claridad el latido de un pájaro, que es también el latido del amor mismo y del universo.
Por eso está tan presente siempre la naturaleza o, mejor, por eso la naturaleza no solo es el magnífico escenario de su vida, sino que es la vida misma que alienta sus versos, como el paso del tiempo (eje vertebrador de su anterior poemario, La marea del tiempo), o la preocupación que siente sobre el futuro de la memoria, de lo vivido:
Qué quedará del beso enardecido,
de la carne encendida, de la fuente
en tu boca nacida, impenitente
desvelo que camina hacia el olvido.(«Amar la larga noche de la rosa»)
Cuántos sueños había en dos zapatos,
cuántos lirios flotaban en la tela
de un pañuelo de seda apolillado.(«El trastero de Gaztambide»)
La naturaleza adquiere una dimensión especial en su Jardín de invierno, muy romántica y hasta, en cierto modo, panteísta, tal y como la concebían principalmente los románticos alemanes, en su sentido más orgánico, menos mecanicista. De hecho, parece buscar una comunión sagrada con ella, una integración diría que hasta amorosa o erótica:
Cuando me vaya, si permanece algo de mí,
si vuelve
que lo haga en forma de árbol o de agua,
de cardo,
de gusano que se arrastra,
de mala hierba embebida de tierra.
Que algo de su sudor o su desvelo me penetre.(«La última oración»)
Son múltiples las referencias directas a los elementos que conforman y dibujan el espacio natural de este poemario: los pájaros (muy presentes en la poética de Mingot), el mar, los perros (tan amados; el que dedica a su fallecida perra Noa es singularmente conmovedor por su vinculación amorosa, casi humana), los lagos, los manantiales, la lluvia, las flores, la niebla, la nieve… Y esas referencias directas a los elementos que dibujan el espacio natural construyen otro paisaje interior, de naturaleza emocional y simbólica. En este sentido, por ejemplo, la nieve no solo es nieve, sino quietud, silencio, o un simple fondo para resaltar el vivo color de la sangre («Escucha el susurro de la sangre. / Sobre la nieve cae, retrocede la muerte»); o el «destello de un pájaro» en «un lago transparente» un consuelo ante el temor. Es decir, para María Jesús Mingot, la contemplación real de la naturaleza en su esplendor más primitivo, no necesariamente salvaje o violento, más sencillo, tiene un inmenso poder sanador, de encuentro y liberación.
Jardín de invierno está dividido en cuatro tiempos: Alba, Desvelo, Herida y Silencio. Tiempos que completan un ciclo. Se abre, al alba, con el nacimiento de un niño, que es «la esperanza del mundo» en el regazo feliz de su madre. Y se cierra con la imagen de una liebre (que en algunas culturas, curiosamente, se asocia a la fertilidad) en el filo de la noche. Nacimiento y muerte, muerte y nacimiento.
Teodosio Fernández Rodríguez, en el prólogo del libro, comenta que el título remite, «tal vez inevitablemente, al final de un ciclo natural que por asociación es el de nuestras vidas». Cierto: el invierno no es una estación donde brilla precisamente la vida, sino más bien donde se anuncia el final de un ciclo, de un tiempo, «la muerte, negra espalda del desvelo» (como dice nuestra autora en un verso del penúltimo poema del libro). Sin embargo, el título creo que encierra algo más, no sé si de forma voluntaria, un título que puede ser perfectamente un oxímoron (figura retórica muy utilizada, por cierto, por nuestros místicos). Dos términos, jardín e invierno, dos conceptos de significados opuestos que generan un tercero. No es un jardín en invierno (algo natural que no ofrecería muchas interpretaciones simbólicas), es un jardín de invierno. Es decir, un espacio que asocia la vida con la muerte, con las ausencias, con las pérdidas, con el olvido… Un jardín que no quiere renunciar a su simbolismo paradisiaco, a ese lugar de perfección y de equilibrio para muchas religiones y para muchas tradiciones filosóficas y espirituales. Por eso, para Mingot «la ternura del invierno es intangible y profunda», porque el invierno, para ella, también es un cálido jardín de encuentro y conocimiento. No es un jardín hostil a la presencia del hombre.
Me ha parecido muy original que en este libro, en su sección segunda (Desvelo) se canten los siete pecados o vicios capitales junto a otros poemas que hablan del amor, el deseo, el cuerpo, el perdón o la culpa. Entendiendo que «capital» no hace referencia, según santo Tomás de Aquino, a su magnitud, sino a que esos pecados capitales son cabeza (en latín caput, capitis) de otros muchos vicios:
Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal. […] Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana está principalmente inclinada.
Mingot se dirige a la soberbia, a la pereza, a la gula, a la avaricia, a la lujuria, a la ira, a la envidia, se pone frente a ellas, casi corporeizándolas, y las define con certera precisión. Unos ejemplos en estos versos:
«El fruto que degusta envenena tu sangre», «Envidia».
«Arde la carne. / Bajo la entraña, un seísmo crepita. / Volcán en celo y lava», «Lujuria».
«Hasta en el aire buscas tu provecho», «Avaricia».
Hay también en la poesía de María Jesús Mingot, y en este libro en concreto, una continuación de su solidaridad con el hombre desvalido (varón o mujer), al que dignifica, una denuncia de la injusticia, de la guerra, un canto del dolor, de la soledad.
No hay que olvidar que la mayoría de los poemas que integran Jardín de invierno fueron concebidos durante el terrible tiempo de la pandemia, un tiempo, simbólicamente invernal, que puso a prueba nuestra verdadera naturaleza, nuestra ética, nuestra empatía, nuestra generosidad con el otro, con las víctimas… Un tiempo que nos obligó también a observar como nunca antes lo habíamos hecho, desde una forzosa soledad, con la imagen siempre presente de la muerte acechándonos,
un tiempo [como dice Mingot] para pensar en los caídos,
un tiempo para asomarse a la ventana y seguir con los ojos
el revoloteo de un ser vivo.(«Herbert en tiempos de pandemia»)
En aquel tiempo, un pájaro en la inmensidad del cielo era una poderosa exaltación de vida. En este, estos poemas que ahora publica Reino de Cordelia, una conmovedora verdad que nos alienta.
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Autora: María Jesús Mingo. Título: Juegos de Invierno. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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