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James Salter que estás en los cielos - Zenda
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James Salter que estás en los cielos

El idiota se construyó a partir de ese momento una sólida carrera literaria que empezó con altibajos, le llevó a ser guionista y director de cine; a publicar dos colecciones de cuentos encantadores y sorprendentes; a convertirse en autor de culto; y a escribir, al menos, un par de obras maestras de la novela. En...

Siempre he tenido envidia de James Salter. Era alto, guapo, tenía éxito con las mujeres y, además, escribía como los ángeles; y aunque esta sea una expresión manida en este caso viene a cuento: se pasó parte de su vida en las alturas. Fue piloto de cazas y participó en la Guerra de Corea, derribó algún MIG soviético y estuvo a punto de ser uno de los primeros astronautas seleccionados por la NASA para el programa Apollo. A los treinta y dos años, cuando todo parecía conducirle a una trayectoria estelar, decidió dejar las Fuerzas Aéreas y dedicarse a escribir. El día que presentó su renuncia el que había sido coronel de su escuadrón, y hasta entonces gran admirador suyo, le dijo a la cara: «Valiente pedazo de idiota».

El idiota se construyó a partir de ese momento una sólida carrera literaria que empezó con altibajos, le llevó a ser guionista y director de cine; a publicar dos colecciones de cuentos encantadores y sorprendentes; a convertirse en autor de culto; y a escribir, al menos, un par de obras maestras de la novela. En definitiva, a ser autor de una prosa que, incluso a través de la traducción, fluye elegante y serena como las aguas del Hudson, y que hizo exclamar a Susan Sontag: «Salter es de los pocos autores norteamericanos de los que quiero leerlo todo».

Nació en 1925, en este mes de junio se cumplen noventa y nueve años de su nacimiento y nueve de su muerte. Anticipar un año su centenario es una manera de llevar la contraria y un aviso de que no son necesarias efemérides para celebrarlo.

"El narrador la muestra adorable: su franqueza, su encanto. La devoción por sus hijas. El que no conozca la cautela. También están las insuperables descripciones del ambiente de la casa"

La novela Años luz, junto con varios capítulos de Juego y distracción y algunos pasajes de los cuentos de La última noche, es la máxima expresión del estilo de Salter. Decir que es elegante no le hace justicia. Que su prosa es poética, tampoco. Salter es, simplemente, como dice Richard Ford, el autor contemporáneo que escribe las mejores frases en inglés americano. En esas páginas se despliega una prosa luminosa, serena y a la vez intensa. Son libros luz, que nos dan ganas de vivir en ellos, de que no se acaben. La primera según el propio escritor no es una novela, es una «composición musical, entreverada, melancólica por momentos, que se hace pasar por libro». Para él, el estilo se consigue desarrollando una voz propia. No es solo el léxico o la sintaxis, el estilo es el escritor en su totalidad. Detrás de cada página, de cada frase, hay trabajo, trabajo y trabajo. La despreocupada elegancia de su protagonista, Nedra, está tan definida por lo que se cuenta como por la forma en que lo hace: «Compra obedeciendo a un impulso […], reúne cinco o seis vestidos y entra en un probador sin molestarse en correr del todo la cortina, se la vislumbra desvistiéndose, brazos delgados, tronco menudo, bragas de bikini». El narrador la muestra adorable: su franqueza, su encanto. La devoción por sus hijas. El que no conozca la cautela. También están las insuperables descripciones del ambiente de la casa: «Un frío cortante. La nieve cruje bajo las pisadas con un eco sonoro, quejumbroso. La casa está rodeada de blancura. Horas de sueño, el aire fresco. El sueño más delicioso».

Antes de escribir todo eso fue un hombre de acción. Había nacido en Passaic, en New Jersey. Su apellido era Horowitz, herencia de un abuelo que emigró de Polonia en el siglo XIX. Se lo cambió por Salter en la década de los sesenta cuando después de dejar definitivamente el ejército, se separó de su primera mujer y quemó las naves. Era un típico neoyorkino, liberal, inmiscuido hasta las cachas en su vida social. Desde los dos años vivió allí o en los alrededores, la ribera del Hudson, los Hamptons, aunque alternando largas estancias fuera por sus destinos militares y por sus viajes a Europa. Su padre se había graduado en West Point y había servido en las dos grandes guerras. Por su influencia, él rechazó la posibilidad de estudiar en Standford y en el MIT y se inscribió en la Academia Militar. La odió durante el primer año, después acabó aceptando la absurda disciplina, el caduco sentido del honor que le acabaría calando. Decidió hacerse piloto de aviación. Para cuando se graduó, la Segunda Guerra Mundial ya había terminado. A los veintiún años, en 1946, como él dice, había estado en todas partes: Indonesia, Manila, Midway, el Japón devastado por las bombas, Hawái. Algo después estalló la Guerra de Corea, que duró de 1950 a 1953. Consiguió que le destinaran a un ala de combate con los más modernos cazas: los F-86 Sabre. Una unidad de élite que se bregaba con los MIG soviéticos. Todo consistía en quién derribaba a quién en las alturas del Yalu; por cada aparato derribado dibujaban una estrella en la carlinga, con cinco estrellas eras un as. En los momentos de espera y por las noches empezó a escribir; siempre había querido hacerlo.

"Se había casado en 1951 con Ann Artemus, tenían dos hijas y en 1962 tuvieron gemelos. A Ann la afición de su marido por la escritura no le gustaba, o más bien le era indiferente"

Salter llevaba dentro la contradicción entre el espíritu individualista, emprendedor, práctico de los americanos y el influido por las ideas y el peso de la historia más afín a Europa. Consiguió convivir con ella, pero se reflejó en sus novelas. Esa tensión está en Los cazadores, ese primer libro, su protagonista sucumbe a la presión por no derribar enemigos (o derribar solo uno), mientras advenedizos oportunistas se llevan toda la gloria al no tener escrúpulos y arramblar con la suya y la de los demás. Consiguió publicarlo en 1956 y a partir de entonces se planteó dedicarse solamente a escribir. Tomó la decisión el verano siguiente cuando presentó su renuncia. Esta primera parte de su vida, que a nosotros nos interesa menos, fue fundamental para él. Nunca se desembarazaría de ella. Nunca estaría completamente seguro del paso que dio. Allí conoció a Ed White, que luego fue el primer americano que salió al espacio exterior y que murió en otra misión de la NASA. Y, sobre todo, vivió momentos únicos, llenos de adrenalina y pureza. Salter siempre pensó que la vida merecía la pena por esos instantes de éxtasis, no solo los que vivió allí, sino cualquier otro que diese la oportunidad de experimentar la belleza y la emoción.

Se había casado en 1951 con Ann Artemus, tenían dos hijas y en 1962 tuvieron gemelos. A Ann la afición de su marido por la escritura no le gustaba, o más bien le era indiferente. Le preocupaba de qué vivirían. Él se inscribió en la Guardia Nacional para complementar sus ingresos. Había escrito sobre su vida, «el libro que todo el mundo puede escribir»; más tarde escribió otro, The Arm of Flesh, sobre sus experiencias cuando estaba destinado en Alemania (1954-57), que pasó sin pena ni gloria. En 2000 lo reescribiría con el título de Cassada.

"Quería hacer una novela breve pero exaltada; de ritmo implacable que debía mantenerse hasta el final. Aquí encuentra, por primera vez, su auténtica voz"

En el verano de 1961 a raíz de la crisis por la construcción del Muro de Berlín a Salter, que seguía en la reserva, le destinaron a Europa. Ya había estado en París y en otros sitios, luciendo el uniforme cuando «no se habían cansado de nosotros. Éramos aun apuestos y admirados; nos sonreían y volvían la cabeza por la calle», pero las estancias de varios meses en los siguientes años le hacen enamorarse absolutamente del continente, sobre todo de Francia. Un amor que no decaerá durante el resto de su vida. Mucho más adelante dirá: «Me gusta la Francia provinciana, la de los pueblos y ciudades pequeñas. Me gusta su aspecto y lo que podía haber sucedido en ellas». Ese verano y el siguiente, recorre la campiña francesa tomando notas. No solo del paisaje y el paisanaje, también de las chicas que conoce. Con todas esas notas escribe un tercer libro. Quería hacer «un libro inmaculado lleno de imágenes de un mundo más deseable que el nuestro». El título, Juego y distracción, está tomado de un versículo del Corán que se supone describe lo que es la vida de este mundo, apenas un divertimento, en contraposición con la vida superior del paraíso. Quería hacer una novela breve pero exaltada; de ritmo implacable que debía mantenerse hasta el final. Aquí encuentra, por primera vez, su auténtica voz. Las elipsis, los enunciados que se suceden sin verbos, las frases que se encadenan llamándose unas a otras por su misma cadencia. Intentaba hacer un libro lúbrico y puro a la vez, y lo consiguió. La sensualidad es apabullante. Como dice Muñoz Molina, consigue lo que parece imposible: «La dulzura explícita del sexo limpia de grosería, la sugestión de lo secreto y lo sagrado que ocurre entre dos amantes en el interior de una habitación».

La novela es algo más que la descripción de una pasión sexual y un catálogo de las delicias de Borgoña. El narrador es un tercero en discordia; viaja a Autun a hacer un improbable reportaje fotográfico de la ciudad y es el voluntario espectador del romance de otro americano invitado suyo, Phillip Dean, con una chica provinciana. El narrador no engaña, se declara poco fiable desde el principio: «No estoy diciendo la verdad sobre Dean […] Algunas cosas, como he dicho las vi, otras las descubrí y otras las soñé, y ya no diferencio unas de otras». Obsesionado él mismo con Anne-Marie y celoso o admirado por las capacidades de su amigo, construye una historia que es también una reflexión sobre el juego y la naturaleza de la narración. Investiga, oye, imagina, sueña con los amantes. Los sigue en sus correrías por los hoteles de la región. Se cuela, imaginariamente en la intimidad de su habitación. El sexo se presenta en toda su crudeza y toda su sencillez. Los amantes son jóvenes, veinticuatro años él, dieciocho ella. No hay juegos sexuales que se nos oculten, al contrario, el objetivo es ese, presentarnos sus delicias, su hechizo, con toda «la desvergüenza amparada tras la veladura del pudor».

"En el placer y la futilidad, que representan él y su amante, frente a la hazaña inconmensurable. Él vive para momentos como ese, pero en este caso el dilema es falso, él ya había elegido"

Como en toda la literatura de Salter, lo importante es la exaltación del momento. El fulgor. Se trata de disfrutar de la brevedad de lo perfecto. La conjunción de los cuerpos, el instante, el lugar irrepetible que no hay que dejar pasar. Tanto él como ella se utilizan, sin llegar a abusar del otro. Es también la historia de una sumisión. Ella quiere satisfacerle, él sabe en todo momento que es solo una aventura. En ese sentido los códigos masculinos que utiliza han envejecido mal, aunque la novela ni los justifica ni los ensalza. Simplemente está maravillosamente bien escrita.

«Durante unos diez años fui un poulet«, un pollo, un pollito, dice de sí mismo el escritor. Se sumergió en el mundo del cine como guionista. Conoció a Polanski, a Fellini, se cruzó con Buñuel, también con Yoko Ono. Fue amante de la amante de John Huston y amigo de Robert Redford antes de que se convirtiera en una estrella. Para él escribió el guion de El descenso de la muerte, sobre un esquiador. Juntos estuvieron en los Juegos Olímpicos de Grenoble. Llegó incluso a dirigir su propia película, Three, de la que salió tarifando con Charlotte Rampling. También fue periodista, entrevistó a Nabokov en Montreux y a Graham Greene quién más tarde hizo mucho porque Años luz se publicara en Reino Unido.

En julio de 1969 estaba junto a una amante italiana viendo las imágenes en las que Aldrin, que había sido compañero suyo en Corea, subía a bordo del Apollo 11 que le llevaría a la luna y piensa en su magnificencia. En el placer y la futilidad, que representan él y su amante, frente a la hazaña inconmensurable. Él vive para momentos como ese, pero en este caso el dilema es falso, él ya había elegido.

"Los cautivadores personajes del principio muestran ahora una cierta debilidad, detrás de su pasión por la belleza, de su aparente progresismo resultan vacuos, inconsistentes y a menudo equivocados"

Fue por primera vez a Aspen en 1959, cuando era solo un pueblo remoto y no la exclusiva estación de esquí en que se convirtió más tarde. Diez años después se instaló allí y conoció a su nueva y más joven mujer, la también escritora Kay Eldredge, con la que tendría un hijo, Theo, en 1985 y con la que conviviría los siguientes cuarenta años. A ella, profundamente enamorado, le había enviado el manuscrito de Años luz nada más terminarlo. Su opinión: «Querido, solo puedo decirte que…», le compensa más que cualquier reacción del público o de la crítica. Eso es para lo que él escribe.

Foto: Pilar de Diego.

De esa novela dijo que era como las losas gastadas de la vida conyugal, todo lo prodigioso, todo lo ordinario. Nedra y Viri, sus protagonistas, viven en una casa de ladrillo pintada de blanco junto al río, grande como un estuario. Hay dos niñas, sus hijas, y un pony que pasta continuamente. Es la imagen de la perfección de una pareja. «El matrimonio se me hizo demasiado largo», cuenta Salter en sus memorias, «es lo que quise reflejar en esta novela». Las frases son cortas. De una sencillez y una armonía asombrosas. Se suceden unas a otras como un fenómeno natural. La casa, magnífica desde lejos, tiene algunas imperfecciones. Son las grietas, la fragilidad de lo que parece imperecedero. Así pasa también con la pareja. Seis años después, Viri conoce a una chica, Kaya, nada más verla «estaba sentenciado, como un perro que persigue automóviles». Nedra también tiene un amante, Jivan, un amigo de la familia, lo hacen dos o tres veces por semana en el loft de él. Pasan los años, pero el matrimonio no se destruye. El amor por las hijas lo mantiene. Viri ha hecho para ellas un calendario de adviento, una ciudad entera, como Bath, como Praga: «Les estaba construyendo su vida, con su caparazón extraordinario, sus senderos, sus delicias, una vida de colores mudos, de lógica y de sorpresa». Ese verano pasan unas vacaciones maravillosas en Amagansett, es la cúspide de sus vidas. Están listas para dar un giro en otra dirección. Nedra piensa en el divorcio.

"El escritor siempre dijo que no tenía imaginación, escribía lo que había vivido. A la mujer que había sido el modelo de Nedra, su suntuosa protagonista, la volvió a ver más adelante"

Las hijas crecen, pierden la inocencia. Danny, la pequeña, «sucumbió por azar, como un pájaro ante un gato». Los Berland, ellos, saben que lo suyo no tiene futuro. Las grietas de su casa común se han hecho estructurales. La novela se abre paso a través de veinte años. Los cautivadores personajes del principio muestran ahora una cierta debilidad, detrás de su pasión por la belleza, de su aparente progresismo resultan vacuos, inconsistentes y a menudo equivocados.

Años Luz es un libro profundamente conmovedor. Hay mucho conocimiento de la vida encerrado en él. Sus imágenes permanecen no como formas o figuras, sino como sensaciones y sentimientos que rescatan lo que es necesario rescatar. El tono es elegíaco. La vida es una serie de viñetas que parecen vistas desde la ventanilla de un tren. La labor del escritor es decidir cuales merecen ser conservadas y encontrar el lenguaje para describirlas. La vida «sucede en un instante. Todo es un largo día, una tarde interminable, los amigos se marchan, nos quedamos en la orilla». Si alguien me pidiera que le recomendara una sola novela de Salter, sería esta.

El escritor siempre dijo que no tenía imaginación, escribía lo que había vivido. A la mujer que había sido el modelo de Nedra, su suntuosa protagonista, la volvió a ver más adelante. Como en la ficción, ella y su marido se habían divorciado. Eran sus vecinos, probablemente sus mejores amigos. Se indignaron cuando apareció el libro. Salter, lo reconoció, saqueó sus vidas. A ella no le importó tanto.

"En 1980 sufrió la mayor tragedia de su vida. Su hija Allan, de veintiséis años, que estaba pasando unos días de vacaciones con ellos en Aspen, murió electrocutada en la ducha. Fue él quien la encontró"

Después de publicarlo cambió su agitada vida. Se había divorciado, tenía cincuenta años y durante los siguientes cuarenta se dedicó a disfrutar junto a Kay. Todavía estuvieron un tiempo en Colorado, hasta que un terrible acontecimiento les hizo volver a Nueva York. Antes, a partir de un segundo guion para Redford, que al final no se había hecho, pergeñó otra novela. Era sobre el mundo de la escalada. En solitario es una historia de héroe. De esa mística americana de héroes individualistas, impasibles, ajenos a lo social, que entienden la vida como un reto entre ellos y el mundo. Hombres de acción capaces de realizar verdaderas hazañas. Tiene algo del sentido del honor que había aprendido en West Point y, sin embargo, escapa de los lugares comunes. Su protagonista, Rand, capaz de escalar la aguja del Dru en solitario y de arriesgar su vida para rescatar a una pareja de colegas, huye de los reconocimientos. No hay nadie a quien desprecie más que a los que «no quieren escalar la montaña, quieren haberla escalado», para saborear la gloria.

Foto: Pilar de Diego.

En 1980 sufrió la mayor tragedia de su vida. Su hija Allan, de veintiséis años, que estaba pasando unos días de vacaciones con ellos en Aspen, murió electrocutada en la ducha. Fue él quien la encontró. Un suceso del que durante muchos años no pudo ni hablar, mucho menos escribir. Lo menciona de pasada en Quemar los días, que más que una autobiografía son unas memorias que recogen aspectos, lugares y personas, que fueron relevantes en su vida.

Tras la tragedia se instalaron en los Hamptons, en un piso cerca de la bahía. «Era difícil escribir. El corazón que ponía en ello era débil. De nada servía, como en el demoledor relato de Chéjov, intentar contar a alguien la muerte de mi hija. Apenas conseguía mencionarla […] En la realidad intenté olvidarla a ella y olvidar lo ocurrido». Consiguió superarlo, todavía le quedaba un gran deseo de seguir viviendo. Consideraba la escritura lo más importante, pero también le gustaba viajar, vivir. Disciplinado, escribía cuando no le apetecía, pero no cuando le resultaba odioso.

"Hasta entonces había sido considerado un escritor de culto, un escritor de escritores; una expresión venenosa para cualquiera que aspire a vivir de la literatura"

Siempre había escrito relatos que publicaba en revistas de prestigio que le pagaban bien. En 1988 los agrupó en una primera colección que se llamó Anochecer.  Algunos, los primeros, son cuentos de aprendizaje, pero que ya contienen todo el encanto del estilo de Salter. En American Express utiliza una técnica muy cinematográfica: grandes saltos de corte, elipsis que le hace avanzar a trompicones, diálogos que se interrumpen. También están sus símiles inimitables. En el cuento La destrucción del Goetheanum, la chica amiga del escritor se mueve «como una bailarina cuya carrera hubiera terminado», «su boca es de chica de pueblo pequeño». Son relatos ambiciosos, algunos un poco confusos, que disparan cada uno en una dirección. Son más una recopilación que un libro de cuentos. Hay algunos magníficos, pero como conjunto no tienen comparación con los de La última noche que se publicó en 2005. El tema de la mayoría de estos es el pasado, normalmente un paraíso convulso que no volverá. Algo que ocurrió con el fulgor de lo irrepetible y se divisa desde la tranquilidad o la decadencia que da la distancia. A veces aparece como tentación, otras como irrecuperable recuerdo (Cometa). En todos queda la sensación de que si la vida merece la pena ser vivida es por esos momentos. Son cuentos sencillos y transparentes, el autor sabe el terreno que pisa, quienes son sus personajes. Hay mucha precisión y amor por los detalles. En Contigo, mi señor un perro, un lebrel escocés, se convierte en anhelo, en símbolo del deseo. En Bangkok la tentación llega del pasado para recuperar lo perdido: el éxtasis: «—No se puede tener éxtasis a diario. —No, pero se puede tener algo igual de bueno —dijo ella—. La expectación del éxtasis». El que da título al libro, La última noche, es una obra maestra que incluye la traición absoluta, el amor, la infidelidad y un inesperado regreso desde la muerte.

Hasta entonces había sido considerado un escritor de culto, un escritor de escritores; una expresión venenosa para cualquiera que aspire a vivir de la literatura. Eso cambió cuando a los ochenta y siete años, treinta y cinco después de la anterior, publicó una última novela. Toda, quiso titularla, es decir: suma, completa, de acuerdo con una confusa escala que Victor Hugo utilizaba para clasificar a sus amantes. Los editores se opusieron: no se iba a entender. Al final se tituló: All that is (Todo lo que hay, en castellano), que tampoco se entiende mucho más. Y eso es la novela: el compendio de una vida. Algunas exageraciones del marketing y unos pocos críticos dijeron que era su mejor novela, no estoy de acuerdo. Es un libro admirable, cualquier escritor con la mitad de años habría firmado tener el arte y la vitalidad para escribir algo así, pero no llega a la altura de lo mejor que hizo. Él solo intentaba rescatar del olvido aquello que le parecía valioso. Bowman, el protagonista, pasa por la experiencia de la guerra, el matrimonio, la carrera profesional y varios amores. Al final, rememora: se había casado una vez completamente entregado; se había enamorado perdidamente de una mujer en Londres; había conocido a otra en el encuentro más romántico de su vida. La muerte, las cosas que se recuerdan: el Matsonia zarpando de Honolulú. «Sus primeros compañeros de colegio y todos sus nombres, las aulas, los profesores [… ] La vida que iba a quedar al margen de todo juicio, la vida que se había abierto ante él y había sido suya».

Salter ama la vida y te hace amarla. Su prosa incita a leer, transmite belleza, incita también a escribir. Estaba enamorado de esos momentos de exaltación que como diamantes se niegan a consumirse. Creía que la misma esencia de vivir era esa (no la duración, a pesar de que vivió noventa años). Durante la mitad de su vida se dedicó a perseguirlos, la otra mitad se propuso preservarlos. Esa era su misión como escritor, captar los instantes memorables y contarlos de la mejor forma posible. Porque: «Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que solo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales».

Foto: Pilar de Diego.

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Jesús Javaloyes

Jesús Javaloyes (Madrid, 1957) está más orgulloso de lo que ha leído que de lo que ha escrito, como Borges. Entre otras cosas porque de lo escrito ha publicado muy poco. A los veintitantos tuvo que decidir entre la informática y la literatura y optó por la primera porque su familia ya había pasado bastantes miserias. Fue programador de ordenadores, como Coetzee, y durante treinta y cinco años se empeñó en sacar adelante la pequeña empresa que había montado. Ha frecuentado talleres literarios y escritores con notorio perjuicio para su hígado y colabora en revistas como Zenda y Oxi-Nobstante. Su última novela, 'Los mapas mudos', aún no ha sido publicada.

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