Para aquellos que no me conozcáis, mi nombre es Telémaco, hijo de Odiseo y Penélope. Al menos así fue como ellos me llamaron. Sin embargo, dicen que mi verdadero padre fue Homero o, como otros han llegado incluso a escribir, un bibliotecario de Alejandría. Tal vez algunas de las vicisitudes que hayáis leído, incluso las que otros pudieran haberos contado sobre mi padre y su Odisea, no sean del todo ciertas, sino más bien inventadas. Lo verdadero, pues eso no me lo ha contado nadie, es que Ulises, como lo conocieron otros, murió anciano en su isla de Ítaca, donde era rey; yo mismo quemé sus restos en una pira de fuego en lo alto del promontorio. En honor a su memoria estos hechos han vuelto a acompañarme en el día en que cumplo años. El mismo, y desde su muerte, en que subo caminando para honrarlo a un lugar elevado en la isla de Ítaca.
Mi padre no encontró nada tan dulce como su patria. En donde el mar, en los días tranquilos, es cristalino y el olor de los pinos inunda los campos, y al caer la anochecida la fragancia de los jazmines lo inunda todo. El silencio sonoro de este lugar es natural y limpio. Mientras avanzo oigo mis abatidas pisadas sobre la primitiva tierra. La misma que me vio crecer sobre un mundo áspero y fértil, en cuyas entrañas toda la sangre vertida ha sido lavada y filtrada por las lluvias y el tiempo. El mismo mundo que otras tantas veces recorrí siendo más joven o con mi padre, a su regreso de la guerra. Sólo el fragor del viejo mar corta la mudez del sendero. Más abajo, por una gran ventana de pinos, veo los fuertes rizos que el antiguo Eolo provoca al acariciar las aguas; su progreso ágil contra las rocas retumba en los oídos. Hoy el mar es nacarado y sus cabriolas vomitan una espuma tan blanca como la que levantan los remos de una nave expeditiva. He llegado al lugar en donde mi padre me pidió que quemara sus restos.
—Cuando las parcas me visiten, coloca un óbolo en mi boca para pagar al barquero el viaje por la laguna Estigia. Coróname con las flores de la estación y exhibe mi cuerpo tres días en Palacio. Trascurrido ese tiempo, sube mis restos a lo alto del promontorio y haz que sea arrojado al fuego. Después, guarda en una urna las cenizas que de mí saldrán. Más no tengo interés en regresar al Hades.
Hoy he cumplido sesenta años. Aquí arriba puedo ver la flota de barcos amarrada al abrigo del puerto. Embarcaciones que navegaron entre el Egeo y otros mares y que, después de mí, continuarán haciéndolo hasta que los dioses se extingan o sean olvidados. Naves en las que mi padre me enseñó a esquivar la cólera de los dioses y sobrevivir a la fuerza ciega de la naturaleza. En esta mezcla de recuerdos, mi memoria me lleva a una última conversación con él días antes de morir:
—Amado hijo, vendrá un tiempo en el que las guerras se perpetúen; en el que el esplendor griego de los aqueos será recordado en este mundo a lo largo de los tiempos, y frente al de otros nuevos lugares que surgirán y que sólo poseerán almas secas y espíritus dormidos. Los imperios se sucederán unos a otros, y aunque nuestro bronce sea extinguido y derrotado por otros metales más fuertes, sereno has de estar cuando llegue la hora de ese momento, porque no aportarán ninguna cultura nueva ni valores como la que ha tenido la nuestra. Será más tarde cuando, imperecedera, nuestra estirpe sea el espejo en el que se miren los últimos dioses y hombres para ser siempre recordada frente a la crueldad que genera la ausencia de virtudes. De la estética y la belleza de los aqueos florecerá el refugio de las ideas, un tiempo en el que, de nuevo, será posible volver a creer bajo otra máscara griega. Y en el futuro, aunque mis ojos o los tuyos ya no lo verán, nuestra areté será usada como una semilla con la que sembrar los ideales clásicos. El valor, el vigor físico de nuestros hombres fieles, así como el ingenio o el engaño, del que también yo me he servido en esta vida para sobrevivir y eludir situaciones difíciles, será nuestra mejor arma con la que salvaguardar un tiempo que está por venir.
El insistente repiqueteo de un zorzal sobre una roca cercana me ha sacado del sueño en el que he estado traspuesto durante un rato. Al abrir los ojos la vista me regala un cielo azul y un mar rodeado de islas vecinas. Mi leal y fiel Hermes se acerca contento y hociquea agitado sobre mi pierna; sus gestos me indican que debemos regresar. Lo miro sonriente y acaricio su cabeza mientras él la levanta en señal de afecto. Tras un breve suspiro, vuelvo a mirarlo y le digo:
—Vamos, amigo Hermes, no demoremos el camino.
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